Tribuna:LAS REFORMAS ECONÓMICAS EN EL ESTE

La 'perestroika', entre deseos y realidad

Estamos asistiendo en la Europa oriental a unos cambios políticos realmente espectaculares. De ellos cabe esperar también un esfuerzo por reestructurar las economías socialistas, tal y como lo propugnó Gorbachov, hace ya cuatro años bajo el lema de la perestroika y como ahora se pretende hacer en Hungría, Polonia, la República Democrática Alemana y Checoslovaquia.El socialismo como doctrina de ordenamiento económico ha fracasado estrepitosamente. Aparte de que ninguna de las profecías de Lenin se ha cumplido, los países de la Europa del Este están inmersos en una profunda crisis económica y so...

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Estamos asistiendo en la Europa oriental a unos cambios políticos realmente espectaculares. De ellos cabe esperar también un esfuerzo por reestructurar las economías socialistas, tal y como lo propugnó Gorbachov, hace ya cuatro años bajo el lema de la perestroika y como ahora se pretende hacer en Hungría, Polonia, la República Democrática Alemana y Checoslovaquia.El socialismo como doctrina de ordenamiento económico ha fracasado estrepitosamente. Aparte de que ninguna de las profecías de Lenin se ha cumplido, los países de la Europa del Este están inmersos en una profunda crisis económica y social. Sus manifestaciones más palpables son el anquilosamiento del aparato productivo, la incompetitividad internacional de las empresas, el atraso tecnológico (salvo en lo militar), la falta de productividad, los sustanciosos déficit públicos, la fuerte inflación (reprimida en algunos países, abierta en otros), la gravísima degradación ecológica, las carencias crónicas con respecto a muchísimos bienes y servicios que la población realmente desea, sobre todo alimentos. Proliferan el trueque, el estraperlo y otras actividades clandestinas, la especulación y la corrupción. Continúa, aun después de la reciente apertura del telón de acero, la emigración de personas a Occidente, preferentemente a Alemania Occidental, lo que supone para el país de origen una notable pérdida de ingenieros, técnicos, científicos, médicos y demás mano de obra cualificada.

La reforma económica es, por consiguiente, imperiosa. Y dado que la crisis no es coyuntural, sino institucional, la reforma no puede limitarse a configurar un paquete de medidas más o menos puntuales, sino tiene que ir al grano del problema, es decir, cambiar el sistema. Cambio significa pasar de la economía de planificación central a una economía de mercado. Bien es claro que en teoría es concebible un sistema en el que concurren la planificación central de los precios y la propiedad estatal de los medios de producción con la libertad empresarial y la soberanía del consumidor. Se trata del llamado socialismo de concurrencia, que desarrollaron, en los años treinta, Oskar Lange y Abba Lemer, entre otros. Pero el problema de este enfoque es que la Administración central no puede, ni siquiera con el apoyo de potentes ordenadores, procesar la información necesaria para calcular, fijar y adaptar los precios de equilibrio en cada mercado. El reto actual, por consiguiente, consiste en establecer un sistema competitivo, con precios libres, libertad de entrada y salida de mercado y la existencia y el respeto jurídico de la propiedad privada.

La perestroika, en sus múltiples variantes, no va (todavía) por este camino. Por el contrario, se trata de reestructurar la economía, pero sin sacrificar la ideología socialista como base del sistema; se quiere incentivar la iniciativa privada, pero sin establecer y garantizar los derechos de propiedad; se pretende introducir una mayor competencia en los mercados, pero manteniendo al mismo tiempo controlados numerosos precios; se quiere intensificar el comercio internacional, pero sin eliminar el control de cambio y las barreras a la importación; se contempla una mayor participación de la inversión directa extranjera, pero marcando desde las esferas estatales los proyectos correspondientes; se busca la asistencia financiera oficial de los países occidentales, pero sin aceptar condicionamientos por parte de los gobiernos donantes. Es improbable que de este modo salgan saneadas y revitalizadas las economías de la Europa del Este.

Asignación de recursos

Si sólo se liberaliza la economía parcialmente, los resultados pueden ser peores que si no hubiera liberalización alguna: el mecanismo de precios no emitiría la información correcta sobre escaseces y abundancias, por lo que la asignación de los recursos disponibles seguiría deteriorándose, los avances de productividad se harían aún más lentos y el nivel de vida de la población decaería aún más. Tarde otemprano proliferaría el malestar en la población. Lo aprovecharían no sólo los ideólogos del marxismo-leninismo, que consideran como una herejía cualquier desvío del camino que según ellos conduce a la añorada sociedad modélica, sino también la burocracia, que teme perder gran parte del poder que el actual sistema le daba. Estos grupos desacreditarían el concepto de la renovación económica y terminarían menoscabándolo, con consecuencias políticas interiores y exteriores incalculables.Debemos reconocer que el reto que tienen planteados los refordiadoros económicos en la Europa del Este es enorme. El que sea tan lento el cambio no se debe sólo, a la falta de voluntad política o a la oposición interna de los mencionados grupos de interés. También faltan las recetas para instrumentar la reforma económica de un modo eficaz y al menor coste social posible. El campo sobre el que debiera discurrir el cambio no ha sido abonado por los intelectuales, ni los de un lado ni los del otro. Los economistas académicos de los países del Este, con la excepción de húngaros y,polacos, se han aislado durante décadas de sus colegas occidentales. Muchos de ellos de hecho no entienden el funcionamiento del mercado. En los países occidentales ha habido bastantes economistas que han estudiado la transformación del capitalismo al socialismo, por parecerles una posible, y deseable, evolución en el futuro, pero apenas se ha profundizado en el análisis del cambio de dirección opuesta, que es el que ahora nos ocupa.

En la historia sí ha habido precedentes. El más espectacular y posiblemente el de mayor relevancia para las reformas actuales lo constituye la reforma monetaria y económica de Ludwig Erhard en Alemania Occidental, en 1948. Los problemas económicos que padecía este país por aquel entonces eran incluso de mayor envergadura que los que ahora han salido a relucir en la Europa del Este. El país estaba en ruinas, con una población desprovista de alimentos y viviendas; la industria apenas producía, la moneda oficial tenía poca aceptación. Erhard comprendió que la solución a la crisis tenía que venir por la vía del mercado y la competencia, tal y como lo habían analizado los economistas liberales de la llamada escuela de Friburgo, entre ellos Friedrich von Hayek (que sería premio Nobel de Economía en 1974). También entonces hubo que liberar la economía del intervencionismo burocrático a ultranza (impuesto por el Gobierno militar de los aliados), con el fin de que se activara la iniciativa privada.

Aquella reforma alemana consistió básicamente en lo siguiente: se creó una nueva monedaja deutsche mark, todo ciudadano alemán recibió 40 marcos en efectivo, que dos meses después fueron incrementados a 60 marcos; los depósitos bancarios, incluidos ahorros, fueron reconvertidos, depreciándolos; la deuda financiera interior del Estado fue dada por vencida, a sopesar de los acreedores; las medidas de racionamiento de bienes (sobre todo alimentos) y los controles de precios y salarios quedaron eliminados, el control de cambio fue suavizado y se procedió a las primeras liberalizaciones de la importación; se constituyó un nuevo sistema de banca central (lo que sería el Bundesbank), con autonomía frente al Gobierno y con el compromiso estatutario de velar por la estabilidad monetaria.

Los resultados fueron, como sabemos, brillantes, sobre todo si se comparan con los logros en Alemania Oriental, con su economía planificada. Aun compartiendo las dos poblaciones alemanas la historia, la cultura y el idioma, así como las costumbres, la mentalidad y la laboriosidad, hoy día el nivel de vida en Alemania Oriental ha quedado muy por debajo del registrado en Alemania Occidental, y eso que es a su vez el más alto en la Europa del Este. Quien abogue por conservar el sistema económico socialista, eso sí, refinado, está predicando el pauperismo. En este sentido, la carrera entre los dos sistemas de ordenamiento económico ha quedado claramente decidida en favor de los sistemas de economía de mercado que practicamos en los países occidentales.

Estrategias de choque

De las reformas de Erhard se pueden sacar tres conclusiones importantes para la Europa del Este. Una es que es mejor implantar estrategias de choque, y no estrategias de gradualismo. Es la opción más proinetedora, por cuanto le resta eficacia a los grupos de interés que tratan de impedir la reforma. La segunda conclusión es que las reformas sólo pueden producir los efectos apetecidos si se basan en un sistema monetario estable, con precios libres. En tercer lugar, hay que suprimir los monopolios estatales en el comercio exterior.Lo más urgente es sanear el sistema monetario. En todos los países de la Europa del Este hay un enorme exceso de billetes y monedas en circulación. Si no se neutraliza este exceso fiduciario, se disparará la inflación a cotas galopantes. Polonia ya lo está viviendo. La respuesta adecuada consistiría en una verdadera y radical reforma monetaria, a la Erhard. De no poder llevarse a cabo, es indispensable buscarle otras soluciones al problema del exceso de liquidez. Podría pensarse en que el Estado emitiera títulos de renta fija, o vendiera tierras para,la agricultura y la construcción, o privatizara empresas públicas, o vendiera productos de consumo importados. En todos estos casos habría que esterilizar los ingresos obtenidos. Al mismo tiempo, las autoridades monetarias tendrían que controlar la oferta monetaria, de modo que ésta sólo aumentara de acuerdo con el ritmo de crecimiento del potencial productivo. Esto descarta, por supuesto, la monetarización de déficit públicos, tan habitual hasta ahora.

Aunque la responsabilidad por reformar las economías recae en primer lugar en los propios dirigentes de aquellos países, los Gobiernos de los países occidentales pueden dar apoyo, en dos direcciones. Una es la de solventar los problemas que sufre directamente la población. Aquí caben tanto ayudas alimentarias y sanitarias como proyectos de cooperación en infraestructuras y equipamientos básicos (carreteras, ferrocarriles, teléfonos) y en la protección medioambiental. Otra vía de apoyo tendría la finalidad de que los reformadores puedan contabilizar pronto los primeros frutos y de este modo consolidar el proceso de renovación.

Lo que no debiera tener prioridad es la concesión de ayudas financieras sin condicionamientos. Muchos de nuestros políticos piensan que es esto precisamente lo que hay que hacer, recordando el Plan Marshall, con el que los americanos ayudaron a Alemania Occidental y otros países europeos occidentales en la posguerra. Pero, aparte de que el Plan Marshall tuvo unos efectos limitados, y ello sólo porque los países destinatarios estaban relativamente bien dotados con recursos complementarios importantes, sobre todo capital humano, toda ayuda financiera incondicionada conlleva el grave riesgo de ser malversada y causar a la postre más daños que generar beneficios. La experiencia de Polonia, que tanta ayuda recibió en los años setenta, constituye una seria advertencia: es demasiado grande la tentación, por parte de los Gobiernos receptores, de aprovechar los capitales occidentales para rehuir reformas internas. Si los Gobiernos occidentales y organismos internacionales como el Banco Mundial quieren dar ayudas financieras, deberán condicionarlas a que en los países de la Europa oriental se lleven a cabo las ineludibles reformas económicas, no retóricamente, sino con hechos.

Juergen B. Donges es director del Instituto de Política Económica de la universidad de Colonia.

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