Editorial:

El pacto de Líbano

EL ACUERDO alcanzado ayer por las diversas facciones libanesas en la ciudad saudí de Taif con objeto de poner fin a la guerra civil que asola a Líbano desde hace 14 años es una alegre novedad. Lo malo es que la experiencia enseña que nada es definitivo en aquel país, y menos que nada, la paz. Los planes de pacificación se cuentan por decenas; los alto el fuego, por centenares, y las muertes, por millares. Lo sorprendente es que, dividido su espacio geográfico en tantas partes, peleando todas las unas contra las otras, el Estado haya sido capaz de sobrevivir durante estos años.Las condiciones b...

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EL ACUERDO alcanzado ayer por las diversas facciones libanesas en la ciudad saudí de Taif con objeto de poner fin a la guerra civil que asola a Líbano desde hace 14 años es una alegre novedad. Lo malo es que la experiencia enseña que nada es definitivo en aquel país, y menos que nada, la paz. Los planes de pacificación se cuentan por decenas; los alto el fuego, por centenares, y las muertes, por millares. Lo sorprendente es que, dividido su espacio geográfico en tantas partes, peleando todas las unas contra las otras, el Estado haya sido capaz de sobrevivir durante estos años.Las condiciones básicas para que acabe la guerra son dos: que se altere el equilibrio confesional establecido en el Pacto Nacional de 1943 (cada cargo legislativo y ejecutivo se distribuía a razón de seis cristianos por cada cinco musulmanes, y, mientras el presidente de la República sería un cristiano maronita, el primer ministro sería un suní, y el presidente de la Cámara, un shií) para adecuarse a las alteraciones demográficas que ha producido el trascurso del tiempo, y que se retiren las 'Tuerzas protectoras y pacificadoras" de Siria e Israel.

Una troika mediadora de la Liga Árabe, integrada por Arabia Saudí, Marruecos y Argelia, intentó, con un plan hecho público en julio pasado, que una mayoría de los parlamentarios libaneses reunidos en Taif durante las tres últimas semanas aceptara una reconciliación nacional basada precisamente en estas dos premisas. Los auspicios no podían ser mejores: para permitir la reunión de los parlamentarios las diferentes milicias -que son las que controlan el poder declararon un alto el fuego. Siria y el primer ministro cristiano Michel Aoun aceptaron la tregua, y ésta se mantiene milagrosamente desde entonces.

Todo ello, sin embargo, sé basa en un equilibrio inestable: los parlamentarios que han aprobado el plan que prevé la redistribución del poder legislativo a partes iguales entre cristianos y musulmanes, manteniendo los tres primeros cargos de la República con igual reparto que en 1943, fueron elegidos antes de que estallara la guerra civil. Las milicias drusas no han podido hacerse con la presidencia del Senado. La dirección de las milicias más extremistas, los shiíes proiraníes de Hezbolá, tiene a todos amenazados de muerte; Aoun, encaramado en su particular soberbia, se resiste a aceptar el acuerdo, y la retirada de las fuerzas sirias de territorio libanés no queda incluida en el documento de reconciliación como exigían los parlamentarios cristianos, sino en un hipotético anexo negociado a última hora en Damasco por el ministro de Exteriores saudí. Finalmente, parece improbable que Israel acepte unilateralmente retirarse del colchón de seguridad que tiene en el sur de Líbano. No hay optimismo posible para este torturado país. Ahora sólo cabe contener el aliento y aguardar, contra toda esperanza, a que tanta inútil destrucción desemboque por fin en la concordia que Líbano espera desde hace tantos años.

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