Editorial:

Quemarlo todo

CUANDO SE piensa en el número de muertes inútiles que han provocado las estériles guerras de banderas (recuérdese la España de la transición), puede comprenderse con facilidad la polvareda que ha levantado el Tribunal Supremo de EE UU al declarar que no es delito quemar la enseña nacional. Libertad por libertad, es más importante el sacrosanto derecho del individuo a disentir de lo que hace su Gobierno que el de éste a castigarle por quemar un trozo de tela en demostración de su enfado. Es menos comprometido quemar el símbolo que matar lo que representa.La decisión del Tribunal Supremo ...

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CUANDO SE piensa en el número de muertes inútiles que han provocado las estériles guerras de banderas (recuérdese la España de la transición), puede comprenderse con facilidad la polvareda que ha levantado el Tribunal Supremo de EE UU al declarar que no es delito quemar la enseña nacional. Libertad por libertad, es más importante el sacrosanto derecho del individuo a disentir de lo que hace su Gobierno que el de éste a castigarle por quemar un trozo de tela en demostración de su enfado. Es menos comprometido quemar el símbolo que matar lo que representa.La decisión del Tribunal Supremo de EE UU se basa en la aplicación de la primera enmienda a la Constitución -la garantía de libertad de expresión-, que, en opinión del juez liberal Brenan, protege a los que disienten, precisamente porque si les castigara se negaría "la libertad de lo que el emblema representa". La reacción del presidente Bush no deja de ser inquietante, puesto que ha manifestado que propondrá la adopción de una ley que, pese a la opinión del tribunal, convierta tal acción en delito.

Sin embargo, lo más contradictorio ha sucedido después: el mismo Tribunal Supremo ha autorizado la ejecución de delincuentes juveniles (de 16 años de edad en adelante) y de criminales que fueran deficientes mentales. Y no deja de ser factible que en fecha no muy lejana decrete la prohibición del aborto, cuya despenalización fue uno de los grandes triunfos de la lucha por los derechos humanos en EE UU hace ya 16 años.

Para explicar las razones tras las que se esconden decisiones tan antonómicas -autorizar la quema de banderas y permitir la ejecución de menores- es preciso recordar que si la composición de la Corte Suprema de EE UU es mayoritariamente conservadora, las decisiones que toman sus jueces han respondido en el tiempo a motivaciones no siempre uniformes. Por ejemplo, en el asunto de la quema de las banderas fueron dos de los jueces más conservadores nombrados por Ronald Reagan -Kennedy y Scalia- los que inclinaron la balanza hacia la decisión despenalizadora. Y es que con frecuencia interviene en las decisiones de los jueces un elemento de algo tan típicamente norteamericano como lo que se conoce por conservadurismo libertario, que tiende a desbancar los principios de defensa del establishment en aras de la libertad individual. Otro ejemplo reciente ha sido la decisión unánime de no prohibir la floreciente industria de conversaciones telefónicas indecentes pagadas, alegando el mismo tipo de razonamiento: la libertad del indíviduo para llamar telefónicamente a quien le plazca o disentir en el ámbito de las ideas con el gesto de la quema de la enseña.

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Repentinamente se produce un dictamen tan aberrante como la posibilidad de que sean ejecutados chicos de 16 años o deficientes mentales. La pena de muerte existe en 37 Estados de la Unión; es inquietante el análisis de que Estados Unidos, uno de los países adalides de la defensa de los derechos humanos fundamentales, ampare la práctica de la venganza social como método de castigo de los criminales. ¿A quién hay que culpar si un adolescente asesina a un mocoso rival? El principio de que "si es capaz de manejar una pistola, es susceptible de pagar con la muerte por lo que haga con ella" es sencillamente escandaloso. Es insólito, desde el punto de vista de la misma moral de la que se alardea en EE UU, que una sociedad civilizada renuncie de un plumazo a su responsabilidad de educar, amparar, rehabilitar, y se desprenda de los problemas que le plantea su juventud, pudiendo llevarla a la silla eléctrica. ¿Y qué decir del castigo que se reserva a los deficientes mentales? La ley del talión es la más primaria de las reacciones sociales de autodefensa y, consiguientemente, la más abyecta y distante de lo que distingue a lo humano de lo irracional.

El Tribunal Supremo de EE UU, en su actual estructura, es herencia de Ronald Reagan. De los nueve jueces, tres fueron nombrados por el anterior presidente, y uno más, Rehnquist, que había sido designado por Nixon, fue elegido presidente del Tribunal por el propio Reagan. Un quinto, Byron White, aun habiendo sido nominado por Kennedy, vota de forma continuada con los conservadores. Reagan quiso provocar un giro a la derecha en el Tribunal Supremo estadounidense, y las primeras decisiones tomadas durante su presidencia, sobre todo en materia de igualdad de derechos para las mujeres y en temas de discriminación racial, confirmaron esa tendencia. Ahora, el presidente Bush, cuyos principales opositores liberales en la corte son también los más viejos y los que van a tener que ser sustituidos, parece decidido a acentuar esa línea. Sería una lástima que un tribunal que ha constituido la punta de lanza en la promoción de los derechos civiles, en la protección de las minorías, y en la vigilancia contra los atropellos, empezara sutilmente a abandonar tan digna tarea por pruritos que le alejan del corazón de las realidades sociales estadounidenses.

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