Tribuna:

No vivirán para verlo

En última instancia, el tiempo viene siempre a darles la razón. Sólo que con frecuencia lo hace demasiado tarde, cuando ya no existe posibilidad alguna de recuperar, siquiera en parte, aquello que les ha sido violentamente arrebatado: la vida, el trabajo, los sueños, el futuro. El reconocimiento póstumo constituye entonces una reparación moral y política siempre necesaria, pero será, desde luego, de escaso consuelo para quienes no vivirán para verlo. Han tenido que pasar 33 años para que la memoria -lo demás se perdió para siempre- del húngaro Imre Nagy haya sido rehabilitada a los ojos de su ...

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En última instancia, el tiempo viene siempre a darles la razón. Sólo que con frecuencia lo hace demasiado tarde, cuando ya no existe posibilidad alguna de recuperar, siquiera en parte, aquello que les ha sido violentamente arrebatado: la vida, el trabajo, los sueños, el futuro. El reconocimiento póstumo constituye entonces una reparación moral y política siempre necesaria, pero será, desde luego, de escaso consuelo para quienes no vivirán para verlo. Han tenido que pasar 33 años para que la memoria -lo demás se perdió para siempre- del húngaro Imre Nagy haya sido rehabilitada a los ojos de su pueblo. ¿Cuántos tendrán que pasar para que ocurra algo semejante con los estudiantes y obreros muertos en Tiananmen o sumariamente asesinados con un tiro en la nuca después de una farsa de proceso? Mientras llega la hora -que llegará sin duda-, ellos habrán perdido lo único que tal vez tenían. Y para siempre.Para quienes viven bajo la amenaza del traicionero disparo en la base del cráneo o de la cárcel inminente no hay, por tanto, otra reparación posible que tratar de impedir que esa sentencia se cumpla. Es falso que la muerte o la ruina de quienquiera pueda ser simiente de un futuro prometedor. La muerte es sólo muerte para el que la sufre. El futuro vendrá después a pesar de que -y no porque- esas muertes se hayan producido. Con frecuencia, pero no necesariamente, la violencia llevada al paroxismo no es sino la manifestación de los espasmos agónicos de un sistema. Anuncia el fin. Y como lo anuncia, nos sentamos con la conciencia tranquila a esperar que ello suceda, no vaya a ser que una intervención inoportuna altere el curso supuestamente inevitable de los acontecimientos. Las muertes,la desolación, la miseria, el atraso y la desesperación de miles o millones de personas habrán sido el precio a pagar.

Pero no siempre. En ocasiones, la violencia de un sistema prolonga artificialmente sus días mientras la comunidad de naciones civilizadas aguarda confiadamente los estertores de la bestia. Para volver, al cabo, a donde debía, España podría haberse ahorrado al menos 30 años de dictadura. Si hubiese sido ayudada a tiempo, naturalmente. Al final de¡ túnel, la comunidad internacional suspira aliviada. El tiempo -ya lo decían ellos- acabó dándoles la razón. Pero ¿de verdad, había que pagar tan tremendo peaje? Que se lo pregunten a la familia de Julián Grimau, la revisión de cuya causa acaba de proponer el fiscal general del Estado.

Peor es cuando, como ocurre desgraciadamente muy a menudo, so capa de una paciencia contemporizadora se oculta en realidad el juego de intereses concretos, económicos casi siempre. Y lo que en el intercambio libre entre pueblos libres no es sólo una actividad deseable, sino necesaria, se convierte en este caso en una complicidad criminal con los responsables de tantas muertes. Estados Unidos y la Comunidad Europea ya han anunciado que no van a adoptar nuevas sanciones económicas contra China tras los salvajes ajusticiamientos de los últimos días. La justificación raya en lo sarcástico: se trata, dicen, de "no perjudicar al pueblo chino". Por no perjudicar a la población negra surafricana, las viejas y reputadas democracias occidentales, en especial el Reino Unido, han bloqueado machaconamente un sistema eficaz de sanciones contra el régimen racista de Pretoria. Resultado: las condiciones materiales de esa población no han mejorado sustancialmente y en ningún caso como para justificar la discriminación -una de la más odiosa de la historia- de la que son víctimas.

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"Para no perjudicar al pueblo chino", Estados Unidos, Japón y la CE se proponen no poner en peligro, repatriando sus inversiones, la liberalización económica iniciada en China hace 10 años y en cuyo desarrollo ha contribuido notablemente el flujo de capitales llegados del exterior bajo el triple estímulo de una mano de obra barata (infinitamente peor pagada que la de los llamados dragones asiáticos), una fácil realización de beneficios y la existencia de un mercado prácticamente inagotable. Es conocido que en esta década de apertura económica, China se ha convertido en el país de mayor crecimiento relativo de Asia y que la fosilizada economía de Estado estaba comenzando a dar paso a un dinámico proceso de intercambios sin parangón en los demás países socialistas. Menos conocido es que, sobre la base de unas estructuras sociales y educacionales anticuadas, un capitalismo a menudo salvaje ha producido desequilibrios insoportables, grandes migraciones internas hacia las grandes urbes y una tasa de inflación disparada. Y todo ello agravado con la escasa adecuación a esa realidad de una monolítica dictadura política que apenas ha evolucionado desde la muerte de Mao.

Colocadas ante una situación insostenible por muchos conceptos, las autoridades chinas reaccionaron según un viejo reflejo: el caos y el desorden son producto de un exceso de permisividad. Y a principios de año, los reformadores perdieron la batalla en la última sesión del Congreso del Pueblo Chino. El primer ministro Li Peng y sus seguidores abortaron cualquier esperanza de una paralela liberalización del sistema político y dieron marcha atrás en alguno de los pasos dados en el campo económico. La chispa saltó en mayo en la universidad de Pekín, pero, a juzgar por la rápida y masiva difusión de la protesta entre amplios sectores de la población, podría haberlo hecho en cualquier otro lugar. Una Administración ineficaz y aislada del país real dificílmente podrá traducir en términos de crecimiento y prosperidad para todos las inversiones de capital extranjero y el flujo comercial con el exterior.

Durante más de dos décadas, Polonia fue el país socialista más beneficiado por los préstamos y la ayuda económica occidental. ¿Qué resultó de todo eso? Des abastecimiento y pobreza real y la deuda exterior mayor, en términos relativos, del mundo. Tras la disolución de Solidaridad y la implantación del estado de sitio en el otoño de 1981, algunos países -entre ellos los que dudan ahora ante las barbaridades del régimen chino- acordaron sanciones económicas contra el Gobierno militar de Varsovia. Es dudoso que aquellas medidas perjudicaran al pueblo polaco más de lo que ya estaba por el mantenimiento de un sistema político ineficaz y corrupto. Tras años duros y difíciles, los importantes cambios políticos operados en Polonia en los últimos meses serán, sin duda, la mejor medicina para los problemas -también los económicos- del pueblo polaco.

Estados Unidos y el resto de países occidentales están todavía a tiempo de reflexionar sobre ésta y otras muchas realidades antes de que la represión homicida de las autoridades chinas cause más daños irreparables -leáse bien, irreparables- en un pueblo que, en el último siglo, no ha conocido más que el vasallaje impuesto por el exterior, la invasión, la guerra civil y la opresión permanente. El lunes se reúne en Madrid el Consejo Europeo. Los gobernantes de la Europa rica y satisfecha disponen de una magnífica ocasión de salvar, con algunas vidas chinas, la dignidad de sus pueblos.

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