Tribuna:

Un callejón sin salida

La trivialización de nuestra vida social parece andar pareja a la exaltación de los valores mercantiles y a la desmesura en la ostentación del gusto por el dinero. Por otra parte, la ridiculización a la que se pretende llevar cualquier apología de algunos valores morales de comportamiento ejerce una especie de autocensura en quienes de buen modo pretendan avisar del callejón sin salida en que nos metemos. Para colmo, el individualismo feroz como característica de nuestro tiempo fomenta una especie de vendaval personal que arrasa, no digo ya con cualquier floración de la solidaridad, sino con c...

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La trivialización de nuestra vida social parece andar pareja a la exaltación de los valores mercantiles y a la desmesura en la ostentación del gusto por el dinero. Por otra parte, la ridiculización a la que se pretende llevar cualquier apología de algunos valores morales de comportamiento ejerce una especie de autocensura en quienes de buen modo pretendan avisar del callejón sin salida en que nos metemos. Para colmo, el individualismo feroz como característica de nuestro tiempo fomenta una especie de vendaval personal que arrasa, no digo ya con cualquier floración de la solidaridad, sino con cualquier tipo de código de convivencia. Es posible que aquellos que actúan con esta perspectiva lleguen a pensar que nada les va en ello. Craso error. Porque quienes han tocado las campanas de rebato a una ceremonia de la confusión en la que parece que lo propio es que se salve quien pueda, con cuanto más dinero en su alforja inejor, han pretendido olvidar que la sociedad capitalista, y entro en el ámbito de lo obvio, se ha ido haciendo más sólida al tiempo que las desigualdades se han atenuado, al tiempo que se han formalizado unos equilibrios. No por el camino de la justicia estricta, qué más da, pero sí por la vía de extender los beneficios del consumismo para el bien de unos y acaso el de otros.En este estado de cosas -la ambición de muchos rompiendo el saco- no parece que la marginación acallada vaya a menos, y sí, por el contrario, que las desigualdades notorias, como cumpliendo las reglas de cualquier catón, acaben con los paraísos en los que se enseñorean las clases cada vez más pudientes. Este recordatorio de Perogrullo poco tiene que ver con las reivindicaciones gremiales o con los análisis sectoriales de empresarios y sindicatos en el marco de un esquema económico positivo totalmente interrelacionado. Ya no parece que haya revoluciones pendientes, pero de algunas algaradas surgen las advertencias. Las revoluciones que nacen de esos descontentos suelen tomar los palacios mientras sus príncipes duermen. Es verdad que aquí los príncipes no duermen sólo en los palacios, y el viaje a ninguna parte de una sociedad embelesada, teóricamente pudiente, es más revelador de la amnesia histórica que las respuestas políticas a los sucesos. Así pues, el ejercicio de cinismo de la dolce vita es más una provocación que un ejercicio dialéctico. Acaso el cinismo fuera siempre una provocación, pero en esta de ahora, ejercida con artera exhibición, no hallo eficacia alguna en otro orden que no sea el puro aniquilamiento. La presunción de cínicos como sinónimo de inteligentes, o simplemente listos, se arraiga entre

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amplios sectores de estas clases dirigentes -políticas, sí, pero sociales también- sin advertir que, reparos morales aparte, el ejercicio del cinismo sin mesura es semejante al ejercicio de la chanza o el ingenio sin descanso. Quiero decir con esto que quien quiera ser gracioso sin bajar jamás la guardia no pasa por tal, sino por un pesado, un torpe, un tonto.

Todo este panorama, en el que no sólo la adoración del becerro de oro o el gusto por el lujo se imponen -ojalá sólo fuera eso-, sino una prepotencia en los modos de figurar y una ausencia de pudor en las formas de vivir, es posible que se deba, entre otras cosas, a un mal histórico de nuestra sociedad española: la falta de una burguesía ilustrada. Si no es así, en cualquier caso, sí que constituye no sólo un signo de précariedad ética, sino una evidente carencia de valores estéticos. Obvio es que lo uno y lo otro tienen que ver, y no es menos obvio que quienes constituyen paradigmas de esos modos de comportamiento tienen por la estética escaso aprecio, aunque mimen su imagen con sedas y aderezos. Ni así consiguen disimular que aquí nunca sobró gente fina. Parece mentira además que en la representación hortera del nuevo riquismo, que halla cómplices en la aristocracia y protagonistas inadecuados en la clase política, exista tan poca consciencia de la responsabilidad del ejemplo. O peor: que sin querer mírar atrás, como los expulsados de la ciudad bíblica, cada cual mire al de al lado como si fuera a su vecino a quien incumbe moralizarse. Cuando no hay donde mírar se rnira al Gobierno, que aunque, en pura coherencia ideológica de esa sociedad trasnochadora, es preciso que no sea intervencionista, parece que le reclamamos exorcismos, incluso, sin terminar de aprender a vivir por nuestra cuenta.

Oí decir a Orefice, el gran comentarista de la RAI, que dichosa la sociedad que consigue vivir sin Gobierno. Nosotros lo necesitamos aunque sea como chivo expiatorio. La derecha ideológica, por ejemplo, acostumbrada al ejercicio de la doble moral, condena los apegos de los otros al dinero y protege las arcas de los suyos. La Iglesia condena, y con justa razón evangélica, el gustazo que por el dinero se proclama, pero sólo el dinero, su dinero, le saca de quicio. El Ejército se encabrita por un quítame allá ese escalafón, y las reflexiones sobre su profesionalidad las deja para mejor momento. Los medios informativos hacen negocios con la intimidad de las gentes en la quinta página y moralizan sobre la libertad en la sexta. Los periodistas que claman por la vulneración de la libertad de expresión en relación con otro medio que no sea el suyo emplean el silencio cuando su patrono saca el bozal y se lo pone al perro de turno. El pelígro de la concentración de capitales en determinadas empresas informativas, el anuncio de nuevos monopolios, ocupa el debate de los periodistas italianos, preocupados por su autonomía, desde hace más de un año. Una buena parte de la clase periodística de estos contornos sólo se ocupa de su paga. El sensacionalismo tira del sensacionalismo, y se ahogan los intentos de establecer rigor en el análisis de la sociedad en que vivimos. Los intelectuales callan o sirven a distintos señores, y en el mundo editorial, la fiebre de la comercialización trata de imponerse con el virus de la facilonería. Se lee poco, mal y malo. Se extiende, para más inri, la idea de que el Ebro es amenazado por los audiovisuales en la era de las nuevas tecnologías. Nadie se toma la molestia de leer a Italo Calvino, por ejemplo, por si este debate admite otros frentes de análisis y resulta que estamos mezclando distintos reinos y que donde quiere verse incompatibilidad la complementariedad se impone. Bien visto, para algunos protagonistas sociales de nuestro país está claro que el libro dejó de existir hace ya mucho tiempo o no existió nunca.

Mas, por si faltara algo en esta ceremonia de la confusión, ahí está nuestra historia reciente y pesa sobre nosotros. La reconciliación no ha consistido sólo en que algunos demócratas de siempre se mezclen con los de siempre en sus reuniones marbellíes. Por lo visto, ha servido para que algunos esbirros del franquismo, conseguidas sus credenciales democráticas -bien venido, Saulo-, den ahora lecciones de libertad desde sus púlpitos de papel. O para que un deformador de la historia como Ricardo de la Cierva, en una tarde de fiebre a las que son tan dados estos exaltados, intente mancillar la autoridad investigativa y moral de Juan Marichal. No se trata de un ejemplo aislado. Que Ricardo de la Cierva avive un fuego de confusión es una particular tarea suya que me trae personalmente al pairo. Que encuentre eco y patrocinadores en una sociedad madura y democrática genera en mí unas inquietantes dudas sobre estas dos condiciones de nuestra sociedad.

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