Tribuna:

Lo que distingue al hombre de la bestia

En la sociedad española están sucediendo importantes fenómenos que despiertan la curiosidad general y que parecen inexplicables simplemente porque los órganos de fabricación de la opinión pública no quieren -o no pueden- explicarlos: ruptura del partido gobernante con su sindicato (causa y secuela del 14-D), ruptura de la opinión pública con el modo de vivir de la alta sociedad (otra de las causas del 14-D), ruptura de la fusión bancaria más trascendente del capitalismo español, ruptura de la ley punitiva fiscal por grandes instituciones aseguradoras, bancarias, etcétera.El significado y alcan...

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En la sociedad española están sucediendo importantes fenómenos que despiertan la curiosidad general y que parecen inexplicables simplemente porque los órganos de fabricación de la opinión pública no quieren -o no pueden- explicarlos: ruptura del partido gobernante con su sindicato (causa y secuela del 14-D), ruptura de la opinión pública con el modo de vivir de la alta sociedad (otra de las causas del 14-D), ruptura de la fusión bancaria más trascendente del capitalismo español, ruptura de la ley punitiva fiscal por grandes instituciones aseguradoras, bancarias, etcétera.El significado y alcance de estos hechos anómalos revelan un mal de fondo en las relaciones económicas y sociales que ni siquiera ha sido abordado en el debate parlamentario sobre el estado de la nación. Y sin embargo, estas rupturas tienen algo que ver con el estado político de España porque afectan directamente a las relaciones intrínsecas de las clases gobernantes y a la imagen que de ellas se hacen los gobernados.

El debate sobre el estado de la nación ha tratado este asunto de naturaleza cualitativa como si pudiera ser deducido matemáticamente de las cuentas del Reino, cuando en rigor sólo puede ser enfocado con un análisis de la cultura y el bienestar de los españoles que concluya sintetizando el estado de equilibrio y jerarquía en que se encuentran las relaciones de poder. El debate contable de la nación es un indicador aproximado de la situación económica, y esta vez el presidente del Gobierno lo ha utilizado como música de fondo para su diatriba contra los sindicatos.

Conocer el estado de la nación, el estado actual de la sociedad española, es empresa compleja y delicada, que no puede ser afrontada con la frialdad de las desnudas cifras estadísticas ni con la simpleza de la mentalidad unidimensional del poder. Sobre todo en situaciones de inestabilidad, en las que, por definición, son los funcionarios del Estado y los profesionales del poder quienes principalmente las padecen.

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Si una estrella lejana acrecienta fulgurantemente su luminosidad, la comunidad científica destaca a los astrofísicos para que nos expliquen el fenómeno. Pero si las estrellas cercanas de nuestro firmamento social comienzan a moverse de forma errática y a palidecer, la comunidad política las envía al Parlarnento para que nos informen sobre la opinión que tienen de, sí mismas. A este ingenuo método de conocimiento del estado de la situación política se le llama pomposamente debate sobre el estado de la nación. El diagnóstico sobre el estado de salud de. cuerpo político se confía así a sus miembros adolecentes.

En cambio, los discursos sobre el estado de la nación norteamericaca están llenos de sentido, tanto porque se refieren al estado en que se encuentra como potencia mundial como por la reflexión que contienen sobre e estado de la opinión respecto a los temas morales y materiales que interesan al pueblo americano. No es que el estado de la opinión sea exactamente a esencia del Estado, como creía Ortega y Gasset, pero al menos es una vía pertinente- para llegar a través de la ideología al meollo de la situación y momento en que se encuentran las relaciones de poder y jerarquía que, éstas sí, constituyen el Estado.

La novedad de llevar al Parlamento un debate sobre el estado de la nación española es una pretensión tan ridícula como vana. Quien esté interesado en el tema tendrá que acudir a su propia reflexión o a la de quien, estando distanciado del poder, tenga el valor cívico de exponerla en público, superando la autocensura que impide hoy la libre expresión del disentimiento pacífico.

Nada interesa más a la opinión que las noticias y reportajes gráficos sobre el estado de las relaciones entre el Gobierno y los sindicatos, entre los primeros bancos, entre las grandes familias financieras o incluso sobre el estado de las relaciones matrimoniales o de asociación de personajes vinculados a las instituciones públicas o privadas que importan. Pues bien, sépanlo o no, quiérase o no se quiera, todas estas cuestiones interesan tanto porque indican más sobre el estado de la nación española, de su moral, de su cultura y de su economía que las cuentas y cuentos de los políticos en el Parlamento.

Merece, pues, la pena que pensemos sobre lo que late tras esta serie de rupturas de relaciones. Para comenzar a descubrir lo que socialmente significan no es mal camino que fijemos nuestra atención en una nota común a todas ellas: la deslealtad. Por de pronto, este carácter pone cierto orden unitario en el caótico espectáculo de las costumbres de la clase política y de esa parte mundana de la sociedad que se toma por alta porque es la que encara al cuerpo social.

Desde un punto de vista moral, ninguna diferencia esencial existe entre el abandono por un parlamentario del partido que lo hizo diputado para ingresar con su acta en otro partido o grupo, el abandono por un financiero del matrimonio o de la amistad que lo colocó en las finanzas para anudar con su nueva fortuna otras relaciones, o el abandono por un partido del programa electoral que lo llevó al Gobierno para ejecutar desde el poder el programa de su adversario. La deslealtad hacía el partido, hacia el cónyuge o el amigo, o hacia el elector, es la consecuencia exterior de la ruptura de una ley interior: la de fidelidad a la palabra o promesa dada.

Introducida en las conciencias por la necesidad de solidaridad que crea la división social del trabajo, la fidelidad es, desde los comienzos de la humanidad, la fuerza nuclear fuerte del átomo social en que consiste el ser humano. Mediante el respeto a las leyes morales de la fidelidad, el mono desnudo pudo pasar del estado de naturaleza al estado de civilización y de derecho.

Pero la fidelidad, que tan gran servicio prestó a la organización de la sociedad, devino pronto en serio escollo para el progreso. Por respeto a los compromisos del pasado, la conducta fiel sacrifica las nuevas esperanzas de futuro que el cambio de las circunstancias le brinda en el presente. La conducta infiel sacrifica llanamente el derecho del pasado a continuar en la nueva situación. Entre estos dos extremos se han movido todas las filosofías morales y todos los criterios políti-

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cos que la historia ha producido para organizar el consenso social.

En épocas de cambio acelerado, la disipación de las costumbres sólo puede ser evitada si la ruptura de las antiguas fidelidades se justifica con una nueva fidelidad a valores y esperanzas de orden superior. Ésta es la técnica social de toda moral de progreso. El tránsito de una fidelidad a otra caracteriza los tiempos de crisis, durante los cuales pierden vigencia los antiguos valores antes de que arraiguen los nuevos. La reforma política que inaugura estas fases de transición intenta atajar el peligro de disolución social de una manera harto complicada: deja libres, dentro del viejo orden decadente, a los elementos sociales y valores morales superiores antes reprimidos.

La repentina promiscuidad de personas, ideas y valores entre sí repelentes genera por necesidad una moral de compromiso entre las clases dirigentes basada en una doble negación. La energía moral de la reforma se agota en el inhumano propósito de negar el pasado represor y el pasado reprimido para justificar una nueva fidelidad al presente. Inhumano, o mejor, infrahumano, porque lo propio de la animalidad, lo que esencialmente la distingue de la humanidad, es el hecho de poder vivir sin conciencia ni memoria de su propia historia natural. Ahora bien, la renegación del pasado y la afirmación de un presente ahistórico priva a la situación de toda virtualidad de porvenir. El futuro no puede ser contemplado ni querido como evolución, sino como duración o permanencia del presente. Aquí reside la razón de la brutalidad del consenso, concebido y ejecutado como pacto voluntario entre la clase gobernante, para asegurar el éxito de la invención de un presente que garantiza a todos un puesto en la jerarquía social.

Por ello, la decisión de los confusionarios de 1977 de romper la continuidad del propio pasado para comenzar de nuevo otro presente es una invitación a que nos comportemos moralmente como animales, a que seamos desleales con los demás por falta de respeto y de fidelidad a nosotros mismos.

La violencia moral y psicológica de la reforma de 1977 explica que el discurso político de todos los grupos tenga que descansar en una moral de situación que permita romper las antiguas fidelidades con la coartada de una nueva fidelidad a la idea de concordia o reconciliación nacional. La moderación política y el pacto social, predicados con el rigor y el extremismo de toda moral de renegado, se convierten en ideología de la transición.

Basta acudir a la historia o a la literatura para saber que esta moral de situación y esta ideología de la concordia han prosperado en las épocas de transición reformista, y que sus consecuencias en las costumbres de las clases dirigentes han sido siempre y en todas partes las mismas: ruptura con el propio pasado, brutalidad moral y mediocridad intelectual.

Hasta ahora el prototipo histórico de esta clase de cambios sociales ha sido el Termidor francés, régimen político liberalizador de una dictadura terrorista de izquierdas. A partir de 1977 el prototipo es la transición española, régimen liberalizador de una dictadura terrorista de derechas.

A primera vista puede parecer arbitrario, o cuando menos superficial, calificar de termidoriano al régimen político que se inaugura en España en 1977 y que adquiere su perfil característico a partir del Gobierno socialista. El Termidor francés de 1794 puso fin al terror rojo de la dictadura jacobina de Robespierre, que se había instalado sobre la Constitución democrática y revolucionaria de 1793 y abrió un período de transición liberal bajo el signo de la moderación política y de la concordia. El actual régimen político español puso fin al terror blanco de la dictadura nacionalista de Franco, que se había asentado sobre la victoria militar de la reacción, dando paso al reino de la moderación y de la reconciliación.

La temeridad intelectual consistiría en establecer un paralelismo histórico entre el Termidor francés, de carácter reaccionario, y la transición española, de carácter progresista, sólo por su azarosa coincidencia en una común ideología de moderación liberal y reconciliación nacional.

Es cierto que lo llamativo en esta comparación atrevida está en la distinta naturaleza del terror que acaba y no en la similitud de la libertad concordada que empieza. Pero sería un atentado al sosiego de la inteligencia y a la comprensión de los fenómenos de cambio social admitir que causas diametralmente opuestas hayan producido el mismo efecto moral y político. La sospecha de que aquí hay algo encerrado nos empuja a descorrer las cortinas ideológicas de historiadores y propagandistas para mirar sin tapujos interesados, sin más prejuicio político que el democrático y sin más aparato conceptual que la confianza en el uso de la razón, la desnuda realidad de los hechos que causaron el régimen histórico de Termidor y la actual transición española. Porque bien pudiera suceder que se nos esté dando gato salvaje por liebre civilizada.

Donde no hay sombra ni duda es en la milimétrica similitud de los aspectos morales, económicos, políticos y culturales de los dos regímenes sucesores de ambas dictaduras. La identidad de las costumbres sociales de Termidor con las espectaculares rupturas de la ley moral que azotan a la transición española no es algo anecdótico o simplemente curioso, sino el resultado de un proceso de inmoralización en el interior de las capas sociales dirigentes, provocado por unas mismas causas, que a su vez levantan olas de desmoralización en el resto de la sociedad, interrumpidas por breves períodos de falsas ilusiones colectivas.

La regeneración moral de la sociedad no es tarea que pueda afrontarse de modo franco y directo armándose de moralina. Hay que emprenderla, con mucha más sutilidad, mediante una estrategia que utilice tácticas destructivas de las causas degenerativas y tácticas constructivas de una nueva esperanza democrática que no esté basada en ilusiones ni utopías, sino en el desarrollo intelectual y práctico de los gérmenes sanos y progresistas existentes en nuestra sociedad. Lo demás, es decir, la regeneración moral y las buenas costumbres, vendrá por añadidura.

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