Tribuna:

Momento y responsabilidades españolas en la construcción europea

A la memoria de Dionisio Ridruejo y Enric Gironella

Los 126 españoles que en junio de 1962 reivindicamos en Múnich la vocación europea de la España democrática estábamos convencidos de que un día nuestro país presidiría los destinos de la construcción de Europa. Ese día ha llegado, y con él, nuestra hora. No la hora personal de aquellos pioneros, hoy en su inmensa mayoría ya desaparecidos físicamente o marginados políticamente -¿cómo es posible que personas de tan segura competencia europea como el democristiano Alvarez de Miranda, el socialista Baeza o el liberal Satrústegui, para citar sólo tres muy notables ejemplos, estén ausentes de¡ Parla...

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Los 126 españoles que en junio de 1962 reivindicamos en Múnich la vocación europea de la España democrática estábamos convencidos de que un día nuestro país presidiría los destinos de la construcción de Europa. Ese día ha llegado, y con él, nuestra hora. No la hora personal de aquellos pioneros, hoy en su inmensa mayoría ya desaparecidos físicamente o marginados políticamente -¿cómo es posible que personas de tan segura competencia europea como el democristiano Alvarez de Miranda, el socialista Baeza o el liberal Satrústegui, para citar sólo tres muy notables ejemplos, estén ausentes de¡ Parlamento Europeo?-, sino la de la esperanza democrática de una Europa de progreso que conjuntamente representábamos.España, a través de la presidencia del Consejo de ministros de las Comunidades Europeas, va a tener durante seis meses la oportunidad de contribuir de forma importante al cumplimiento de esa esperanza. Pues el Consejo -al que la parvedad de competencias efectivas del Parlamento lleva en la práctica a asumir tanto las funciones ejecutivas que le son propias como las legislativas que de verdad cuentan- es el marco más adecuado para vencer las resistencias que están frenando el avance de la unificación europea y para impulsar las iniciativas de las que depende su despegue definitivo. 0 al menos para intentarlo.

Para ello, el presidente del Gobierno de España cuenta -circunstancia excepcional en Europa- con el apoyo de la totalidad de nuestras fuerzas democráticas, pues que todas ellas, desde Múnich y posteriormente durante la fase determinante de la transición a la democracia, se declararon unánimemente en favor de la unidad europea y militaron en el consejo federal español del movimiento europeo.

Con tan sólido respaldo nacional, Felipe González puede atacar frontalmente las grandes cuestiones europeas aún pendientes. Y en primer lugar, las de mayor trascendencia simbólico institucional. Comenzando por la más imperativa e inmediata, la de la condición constituyente del Parlamento Europeo, cuyo logro supondría un paso de gigante en la vida política de Europa, a la par que reforzaría todas las otras instancias europeas.

Déficit democrático

Es verdad que los socialistas españoles fueron la única gran fuerza política de nuestro país que no quiso firmar la declaración promovida en junio de 1988 por los federalistas del Parlamento Europeo reclamando una consulta popular sobre este tema e invitando al Gobierno español a promover, a tal efecto, una reunión en la cumbre durante su semestre. Pero tal vez su negativa se debió a discutibles consideraciones tácticas que ahora pueden ser subsanadas.

Pues es evidente que el "déficit democrático europeo" de que habla Bernard Cassen tiene como causa principal la pérdida de competencias legislativas por parte de los parlamentos de los doce, sin que las mismas hayan pasado al Parlamento Europeo. Los expertos consideran que prácticamente el 30% de la producción legislativa de los doce está ya en manos comunitarias, sin que el ciudadano europeo pueda decir a través de sus representantes directos -los parlamentarios europeos- la última palabra.

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No podemos estar todo el día a vueltas con la retórica de la ciudadanía europea y seguir con esta grave anomalía democrática. Como no podemos seguir ocultando por más tiempo la necesidad de abordar, en la perspectiva comunitaria, el complejo tema de la nacionalidad europea, que ya es hora de que, más allá de los primeros pasos del pasaporte común y de la armonización de visados, se plantee con rigor y determinación dentro del Consejo de ministros de las Comunidades. No para resolverlo, sino para, por lo menos, iniciarlo. España, consecuente con su clara vocación europea, tiene ahora la palabra.

Porque no nos engañemos. El low profile en el planteamiento de los temas, el pragmatismo inmediatista como principio y práctica -determinantes no son comportamientos técnicos, sino opciones políticas que, con apariencia de realismo y de obviar las grandes cuestiones para operar en lo concreto, que es lo cierto, lo que hacen es imponer subrepticiamente -es decir, hurtando el debate al ciudadano y a sus representantes- una determinada ideología y una determinada política. Con todos los efectos perversos que ello conlleva.

Veámoslo en unos cuantos ejemplos concretos. Ya son ampliamente mayoritarias las voces de expertos y de políticos que reclaman la moneda común y el banco central europeo como instrumento utilísimo para la construcción europea. Pero los realistas añaden que eso sólo puede lograrse poco a poco, por vías indirectas como colofón de un largo proceso. Cuando, al contrario, todo apunta a la evidencia de que esas grandes decisiones políticas -moneda y banco- son inaplazables, pues constituyen verdaderas condiciones suspensivas de la efectividad real de muchas de las más relevantes medidas económicas que ya se han tomado.

Circulación de capitales

Por ejemplo, el 13 de junio pasado, los ministros de Hacienda decidieron que a partir del 1 de julio de 1990 entraría en vigor la libre circulación de capitales en la Europa comunitaria (el 1 de enero de 1992, en Grecia, Italia, Portugal y España), adelantando así en dos años y medio la vigencia del Acta única en este sector económico. Lo que es en sí una excelente y esperanzadora decisión.

Ahora bien, dar libre curso al flujo de capitales -es decir, hacer posible que cada europeo invierta su. dinero en la divisa y en el país que prefiera, sin armonizar previamente la legislación fiscal sobre el capital y sus rentases promover la huida del ahorro hacia los paraisosfiscales y descapitalizar las economías de los otros países, en particular de los de desarrollo intermedio como el nuestro.

Pero, sobre todo, la magnitud de los movimientos de fondos en divisas que esta medida puede provocar y sus consecuencias sobre el equilibrio monetario en Europa, en caso de modificaciones de los tipos de cambio, puede afectar sustancialmente al actual Sistema Monetario Europeo y reenvía por ello, sin subterfugios posibles, al espacio monetario europeo con su moneda única y su instancia bancaria metanacional de emisión y de coordinación. Pues sin ellos, ¿cómo asegurar los tipos de cambio fijos, idénticos tipos de intereses, la conciliación de opciones monetarias y fiscales tan patentemente contrarias como las que hoy existen entre los países del norte y del sur dentro de la comunidad de los doce y cómo traducir en la realidad ese interés común europeo que es la expresión económica más patente de nuestra futura unión política?

Cuando se trata del espacio jurídico europeo, la mitificación pragmatista nos lleva a centrarnos en el funcionamiento más eficiente posible de la Europa policial -sin duda alguna necesaria frente al crimen organizado y a la persistencia del terrorismo y en la satisfacción de las necesidades más urgentes de los utilizadores institucionales de la justicia, en particular las empresas y los profesionales liberales- Comportamientos que no sólo son respuestas a problemas inmediatos, sino que responden al credo de la contractualización jurídica de las relaciones sociales propia de la tradición liberal de los países anglosajones. Con sus grandezas y con sus servidumbres. Pero, sobre todo, que nos permiten seguir congelando la adhesión de la Comunidad a la Convención Europea de los Derechos del Hombre, hoy primera trinchera de la profundización de la democracia en Europa. ¿Hasta cuándo?

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