Editorial:

Luz y taquígrafos

LA NEGOCIACIÓN entre el Gobierno y los sindicatos ha terminado con un rotundo fracaso. Nadie da un duro por la sesión del próximo lunes "a un segundo nivel", como ha sido calificada. Ha llegado, pues, el momento de demandar con la máxima urgencia el principio de luz y taquígrafos. Las acusaciones de doble lenguaje -y, por extensión, de doble moral- han llegado a tal extremo que la mayor parte de los ciudadanos se encuentra confundida sobre qué es lo que en realidad sucede en estas reuniones a puerta cerrada en las que, tras más de seis horas de encuentro, los protagonista...

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LA NEGOCIACIÓN entre el Gobierno y los sindicatos ha terminado con un rotundo fracaso. Nadie da un duro por la sesión del próximo lunes "a un segundo nivel", como ha sido calificada. Ha llegado, pues, el momento de demandar con la máxima urgencia el principio de luz y taquígrafos. Las acusaciones de doble lenguaje -y, por extensión, de doble moral- han llegado a tal extremo que la mayor parte de los ciudadanos se encuentra confundida sobre qué es lo que en realidad sucede en estas reuniones a puerta cerrada en las que, tras más de seis horas de encuentro, los protagonistas salen desencajados y negándose los unos a los otros incluso lo más elemental: la voluntad de dialogar.Por ello, lo que en un principio fue solicitado como una expresión de recelo se debe convertir, por la fuerza de los hechos, en la pieza probatoria fundamental para saber a qué atenernos. Las cintas taquigráficas de las dos últimas sesiones de la Moncloa pueden ser el elemento básico de discernimiento sobre lo que allí ha sucedido. Así, hay que demandar que el Ejecutivo y las centrales sindicales lleguen al menos a un acuerdo: el de hacer públicas las negociaciones y los porqués de una confrontación que amenaza con hacer añicos un modelo de concertación y, más profundamente, un proyecto de hacer política en nuestro país y en todos los que son gobernados por fuerzas que se reclaman de la socialdemocracia.

Un gigantesco equívoco se cierne sobre la vida política española desde el pasado 14 de diciembre. Los sindicatos han interpretado el éxito de la convocatoria de huelga general en el sentido de que el contencioso que mantenían con el Gobierno había sido implícitamente zanjado por los votos de ocho millones de españoles. Sus reivindicaciones eran, por tanto, terreno conquistado. A su vez, el Gobierno, desconcertado por la amplitud de la movilización, ha analizado ésta como un desafío a su autoridad, legitimada en las urnas, para seguir gobernando. Así, las actitudes de ambas partes se encuentran trufadas de desconfianza y de personalismos estériles.

Ni es posible desentenderse de lo Ocurrido el 14-D, ni considerar que esa fecha ha inaugurado la historia contemporánea de España. El Gobierno soporta la responsabilidad previa en el deterioro de las relaciones sociales que hizo posible el éxito de la convocatoria. Pero no es menos pesada la que correspondería a los sindicatos si pretendieran erigirse en intérpretes del destino nacional con capacidad para imponer sus alternativas a toda la sociedad. Precisamente, una de las lecciones de la huelga fue la de que los ciudadanos deseaban una mayor difusión social del poder, una cierta desconcentración de los ámbitos de toma de decisiones. El mensaje era que los socialistas deberían gobernar de otra manera, renunciando a ese mesianismo altivo que había arruinado las esperanzas puestas en ellos por sectores muy heterogéneos de la sociedad. Por ello mismo resulta doblemente descorazonador que los dirigentes sindicales respondan a aquella actitud con la intransigencia.

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La situación es, por ello, bastante complicada. Si se mantiene la confrontación, los socialistas no tendrán más remedio que intentar legitimarse de nuevo en las urnas, a no ser que quieran caer en un desgaste permanente, electoralmente suicida. Pero entonces serán unas elecciones dirigidas, en pura lógica, contra la influencia social de las centrales sindicales. Y en ese escenario, los socialistas no tienen nada que ganar y todo que perder. o pierden el poder o renuncian al modelo socialdemócrata que les llevó a él hace seis años. Entonces, Felipe González apostó, contra lo que era lugar común en la izquierda europea -fascinada por la fórmula francesa de la Unidad de la Izquierda-, por un proyecto socialista autónomo que implicaba la complicidad de los sindicatos. Sin esa complicidad, el modelo de crecimiento tendría que ser otro. Y si se trata de hacer thatcherismo, hay otros partidos más competentes para hacerlo. En resumen, el fracaso en la concertación lo es tanto del Gobierno como de los sindicatos. De la izquierda, en una palabra.

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