Tribuna:

El marco de una declaración de importancia histórica

La Declaración Universal de Derechos Humanos, adoptada y proclamada por la Asamblea General de las Naciones Unidas en su resolución 217 A (III), de 10 de diciembre de 1948, pretende ofrecer una visión integral del cada vez más amplio espectro de los derechos inherente a la persona humana, si bien, por su origen y la influencia de sus redactores, fija su atención preferente en los derechos civiles y libertades fundamentales de raigambre liberal, pero sin omitir una referencia -más bien genérica y poco elaborada- a los derechos económicos, sociales y culturales.La declaración universal hay que s...

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La Declaración Universal de Derechos Humanos, adoptada y proclamada por la Asamblea General de las Naciones Unidas en su resolución 217 A (III), de 10 de diciembre de 1948, pretende ofrecer una visión integral del cada vez más amplio espectro de los derechos inherente a la persona humana, si bien, por su origen y la influencia de sus redactores, fija su atención preferente en los derechos civiles y libertades fundamentales de raigambre liberal, pero sin omitir una referencia -más bien genérica y poco elaborada- a los derechos económicos, sociales y culturales.La declaración universal hay que situarla en el contexto histórico en que se produce. La humanidad acaba de atravesar el largo y cruel calvario de una guerra mundial de efectos devastadores, que termina precisamente con los negros presagios que augura la utilización de la energía termonuclear con fines bélicos.

Inmersa en ese clima la declaración, considera esencial reafirmar la fe de todos en la dignidad y valor de la persona humana y en la igualdad de derechos, sin olvidar el objetivo del progreso social y la elevación del nivel de vida de las personas y los pueblos.

Al margen de la más o menos completa enumeración de libertades y derechos que contiene la declaración, lo cierto es que esta concepción amplia que intenta complementar ambas modalidades de derechos no ha sido universalmente aceptada, hasta el punto que las mayores dificultades que se oponen a la definitiva implantación del mensaje que emana de su espíritu y de su texto radica en la visión fragmentaria que tendencias distintas y, hasta el momento, irreconciliables sostienen sobre su esencia y significado.

Por un lado nos encontramos con los panegiristas de los derechos cívicos tradicionales como único fundamento de la libertad individual, y por otro, los que, desde una óptica política y social diferente, sostienen que no se puede alcanzar el ideal del ser humano a menos que se creen condiciones que permitan a cada persona gozar de sus derechos económicos, sociales y culturales.

Esta tensión dialéctica, que todavía perolura, no está originada por la aparición de la declaración, pues ya se había planteado con anterioridad. Se inicia y radicaliza con la aparición de los sistemas sociopolíticos inspirados en las doctrinas marxistas que consideran la democracia liberal, simplemente mayoritaria y pluralista, como una democracia formal y burguesa.

El debate ha ocupado con frecuencia a la doctrina política y se abordó, entre otros, por Hans Kelsen en un trabajo editado en el año 1920, bajo el título Esencia y valor de la democracia. Sostenía KeIsen que la pretendida antítesis debe ser rechazada por estimarla incorrecta, ya que es el valor de la libertad, y no el valor de la igualdad, el que define en primer lugar la idea de la democracia. Quizá para matizar lo afirmado añade que también desempeña un papel en la ideología democrática el pensamiento de la igualdad, pero solamente en un sentido negativo, formal y secundario. El verdadero sentido democrático de la igualdad de Kelsen se plasma en el intento de atribuir a todos la mayor libertad posible y, por tanto, una libertad igual, consistente en una participación alícuota en la formación de la voluntad estatal.

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Perspectiva socialista

Desde una perspectiva socialista, la teoría marxista aspira a implantar bajo el nombre de democracia no la ideología de la libertad, sino la ideología de la justicia.

Los regímenes socialistas renuncian, en una primera etapa, a la participación directa y alícuotamente proporcional de todos los ciudadanos en la gestión de las relaciones económicas y políticas. La ideología de la igualdad y de la justicia social se encarna con carácter exclusivo y excluyente en el partido comunista, que es el único que dispone del poder político para desarrollar los planes económicos decididos por los órganos de dirección del partido. Rígidamente instalados en estos dogmas, a nadie debe extrañar las serias dificultades por las que pasa cualquier iniciativa encaminada a flexibilizar las estructuras políticas para dar entrada y protagonismo a corrientes sociales organizadas al margen del aparato oficial. Por otro lado, la ambigüedad del término justicia social provoca su salida de la órbita marxista para ser atraído y utilizado por otros sistemas autoritarios de signo diferente y radicalmente antagónico.

A los 40 años de su publicación, y con toda la experiencia positiva y negativa acumulada durante la vigencia de la declaración, es necesario buscar posturas que acerquen ambas posiciones e intentar fórmulas de síntesis como única solución de futuro si se quiere evitar una confrontación violenta de imprevisibles consecuencias. Abandonando el mito de la absoluta igualdad en lo material y puramente económica, la cuestión estriba en comprobar qué cantidad de solidaridad y libertad pueden brindar uno y otro sistema.

Si nos situamos, en el momento presente, en el punto de partida de un sistema socialista, el compromiso ineludible de sus responsables políticos pasa por dinamizar el orden social para que la pluralidad de componentes que lo integran disfrute de iguales opciones para decidir la planificación económica y la distribución de los rendimientos del producto nacional bruto.

Para el sistema capitalista, el problema no es de partida, sino de retorno hacia una política social que aspire a cotas de bienestar comunitario, que se han abandonado progresivamente en aras de una política económica que pone sus objetivos en la rentabilización inmediata de los beneficios y en la expansión y explotación de los resultados, que son los únicos que sirven a la vez de indicadores económicos y sociales. Para romper esta dinámica se impone desarrollar una política social en la que primen los valores de la solidaridad y en la que el Estado se comprometa a corregir los desequilibrios del libre juego del mercado.

Los métodos y los ritmos de los ajustes pueden variar según las exigencias del tiempo histórico y las posibilidades del sistema, pero en uno y otro caso la libertad tiene que jugar un papel indelegable e irrenunciable.

es presidente de la Asociación Pro Derechos Humanos de España y fiscal del Tribunal Supremo.

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