Editorial:

Los frufrús de Pilar

CUANDO LA mitad de los ciudadanos españoles consideran que en la vida pública existe "mucha o bastante corrupción" y un tercio de los consultados estima que esa corrupción es hoy mayor que hace 20 años (sondeo publicado el pasado domingo por EL PAÍS), merece la pena preguntarse acerca de los comportamientos que generan semejante opinión. Entre otras cosas, porque sin duda alguna la corrupción durante el franquismo fue muy superior a la que existe en la democracia, pero no podía trascender a la opinión pública, no se informaba sobre ella, no actuaban los tribunales, no investigaba el Parlamento...

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CUANDO LA mitad de los ciudadanos españoles consideran que en la vida pública existe "mucha o bastante corrupción" y un tercio de los consultados estima que esa corrupción es hoy mayor que hace 20 años (sondeo publicado el pasado domingo por EL PAÍS), merece la pena preguntarse acerca de los comportamientos que generan semejante opinión. Entre otras cosas, porque sin duda alguna la corrupción durante el franquismo fue muy superior a la que existe en la democracia, pero no podía trascender a la opinión pública, no se informaba sobre ella, no actuaban los tribunales, no investigaba el Parlamento y, en definitiva, se beneficiaba del silencio y de la complicidad de los gobernantes.Pero, de todas maneras, una cosa es cierta: la distancia de la prédica de los políticos respecto a muchas de sus actitudes y la aplicación de baremos diferentes por parte del poder según sea quien comete las pifias. Por ello, cada vez es mayor el escepticismo de la sociedad ante los mensajes de los líderes. Pero también se agudiza la tendencia de éstos a prescindir de la opinión pública, reforzándose sus reflejos elitistas. Ilustrado o no, hay un creciente despotismo de los comportamientos. El caso de Pilar Miró -una directora general que paga su vestuario con cargo al presupuesto del ente- y las reacciones que ha suscitado son paradigmáticos de cuanto decimos. Probablemente se trate de una de las más pequeñas de las muchas corrupciones que Televisión Españolas protagoniza, en el presente y en el pasado, pero también resulta una de las más llamativas. La importancia del tema no está tanto en el núcleo del mismo como en sus derivaciones políticas: interpelaciones parlamentarias, desplantes de la directora general, recriminaciones de su partido, ilustran una situación de fondo mucho más preocupante: la consideración permanente de la televisión estatal como una finca particular. Esto es de ahora, y es de antes, y lo que pone de relieve es que el cambio tampoco ha llegado a Televisión, que las corruptelas, humillaciones, obediencias y desaguisados que existían siguen existiendo, son estructurales y no se puede tener fe en que vayan a corregirse pronto.

En todo esto hay además muchas ingenuidades que no hablan para nada bien de quienes las cometen. La primera es la congelación salarial que a importantes cargos de la Administración del Estado -que manejan miles de millones de pesetas- impuso el Gobierno de Felipe González. Eso ha motivado la fuga de muchos de esos altos cargos, que el Estado necesitaba para su mejor funcionamiento, a la empresa privada; otros han sido compensados mediante vías indirectas o con promesas políticas, y algunos, como Pilar Miró, han decidido asignarse unos gastos de representación no prohibidos en su presupuesto, pero no previstos.

La derecha política, que apenas se interesa por el origen y la contabilidad del dinero que dio origen y financiación a los GAL, abre ahora la caja de los truenos por los frufrús de Pilar, como antes lo hizo por la destitución de un mal locutor de media tarde, cosas que están dando casi más que hablar que los cientos de miles de millones que ha costado la reconversión bancaria. Y la directora general ha entrado al trapo con muy poco savoir faire. No es nada probable que la opinión entre sus subordinados acerca de la autoridad que pueda ejercer ahora en la casa mejore con todo este asunto. Su apelación a la inexistencia de una normativa que "excluya la posibilidad de abonar ese tipo de gastos" es simplemente pueril. ¿Cómo va a imponer un rigor administrativo y contable en una casa tan complicada como la que dirige si ella misma se permite estas actitudes? Pilar Miró no tenía derecho a hacer lo que ha hecho y lo demás son pamplinas.

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En cuanto al silencio del Gobierno, merece una sola reflexión: la existencia en la clase dirigente de una moral de doble entrada, según la cual los actos se considerarán legítimos o no en función, antes que de su contenido mismo, de quién sea la persona que los realiza. En abril de 1980, destacados dirigentes del partido socialista -encabezados por Felipe González- presentaron una querella criminal por apropiación indebida y malversación de fondos contra el entonces director general de RTVE, a cuenta de irregularidades de gestión detectadas por la Intervención del Estado. Aquélla era una operación política, como lo es ésta. El juicio nunca se vio, el caso fue sobreseído, pero la honorabilidad de Fernando Arias Salgado sufrió un daño irreversible. Los socialistas están siendo pagados con la misma moneda que utilizaron y que se resume a las claras en el aumento de demagogia en nuestra vida pública. Porque la cuestión no está ahora en que Pilar Miró devuelva el dinero, los trajes o el rosario de su madre, sino, muy fundamentalmente, en cambiar un estatuto de la televisión pública que favorece las manías, las arbitrariedades, las corrupciones y los desplantes del poder. Y también las tonterías de los diputados.

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