Editorial:

El desafío de los objetores

LA MAYOR parte de los 26.000 objetores de conciencia que han hecho constar esa condición a efectos de su exención del servicio militar obligatorio a lo largo de los últimos años, se verán liberados de realizar el servicio social sustitutorio previsto por la ley. Se trata de una medida razonable, la única posible en realidad, ante la bolsa que se había ido creando- a causa del retraso en la regulación de la objeción de conciencia y su posterior desarrollo reglamentario. La situación personal -profesional, familiar, etcétera- de muchas de las personas que objetaron en los primeros años de la tra...

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LA MAYOR parte de los 26.000 objetores de conciencia que han hecho constar esa condición a efectos de su exención del servicio militar obligatorio a lo largo de los últimos años, se verán liberados de realizar el servicio social sustitutorio previsto por la ley. Se trata de una medida razonable, la única posible en realidad, ante la bolsa que se había ido creando- a causa del retraso en la regulación de la objeción de conciencia y su posterior desarrollo reglamentario. La situación personal -profesional, familiar, etcétera- de muchas de las personas que objetaron en los primeros años de la transición ha experimentado con frecuencia variaciones tan acusadas que la suspensión por año y medio de su vida laboral les ocasionaría perjuicios desproporcionados. La medida es razonable, además, porque desde hace años es superior el número de jóvenes en edad de cumplir el servicio militar que el cupo requerido, por lo que los que sobran son eximidos por sorteo.Simultáneamente se anuncia que en los próximos meses, y de acuerdo con el reglamento aprobado en enero pasado, iniciarán el servicio social sustitutorio un millar de jóvenes pertenecientes al último reemplazo. Existen unas 3.000 plazas concertadas para tal fin. Se considera que el número de objetores anuales se estabilizará en los próximos años en torno a esa cifra, que resulta, proporcionalmente, ligeramente inferior a la media de los países de nuestro entorno.

El anuncio de esas primeras incorporaciones ha coincidido con el inicio de una campaña de insumisión por parte de diversos colectivos de objetores que rechazan también el cumplimiento del servicio sustitutorio. Esos colectivos criticaron la ley de objeción, de 1984, por considerar que estaba fuertemente influida por los valores propios de la milicia -jerarquía, disciplina, etcétera-, e incluso propiciaron la presentación de un recurso de inconstitucionalidad, alegando que no respetaba el principio de libertad ideológica, consagrado por el artículo 16 de la Constitución. En los últimos meses han criticado también el reglamento que desarrolla dicha ley, especialmente en lo que se refiere a la duración del servicio sustitutorio (18 meses, frente a los 12 de la mili normal). Desde el Ministerio de Justicia se ha respondido que esa duración es sensiblemente menor que en países de nuestro entorno, como Francia (24 meses) o Italia (20 meses).

Algunos portavoces de esos movimientos han añadido argumentos de tipo ideológico difícilmente valorables -e incluso desconcertantes-, como el de que aceptar el principio de un servicio sustitutorio, en la medida en que supone acatar la lógica castrense, impide la afirmación entre los jóvenes de la conciencia antimilitarista. Ciertamente, parece un tanto ingenuo esperar que desde la Administración se impulse tal conciencia. Si el argumento se llevase hasta sus últimas consecuencias, habría que concluir que la mejor manera de concienciar en el sentido deseado a la juventud sería suprimir la objeción de conciencia.

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Dicho esto, y admitiendo que la regulación de la objeción supone un avance indudable en el afianzamiento del Estado de derecho, por una parte, y de la humanización de las instituciones, por otra, continúa abierto el debate sobre si sigue siendo necesario, o simplemente conveniente, el mantenimiento de un servicio militar obligatorio. Tradicionalmente, la izquierda ha sido partidaria de su mantenimiento, que ciertamente fue una conquista asociada a la democratización de las sociedades. Su principal argumento ha sido siempre el de que, sí las armas estaban en manos de jóvenes ciudadanos salidos del pueblo, a los profesionales de la milicia tentados por el intervencionismo les sería más difícil volver esas armas contra la población. El razonamiento sigue siendo digno de consideración, si bien son cada vez más numerosas las voces que lo cuestionan desde posturas progresistas, al tiempo que los propios avances tecnológicos en la maquinaria de guerra imponen un tipo de ejército poco numeroso y muy profesionalízado, que poco tiene que ver con la vieja teoría del pueblo en armas.

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