Juicio al 'apartheid'

Centenares de niños siguen en las cárceles de Suráfrica por oponerse al sistema de discriminación

FRANCISCO DEL CAMPO Uno de cada seis detenidos políticos en Suráfrica es un menor de edad. Muchos de ellos, que están en régimen de incomunicación, tienen apenas 11 años y durante meses no pueden ver a nadie ni recibir de sus padres ni siquiera una tarta de cumpleaños. Una reciente jornada de análisis, realizada en la universidad del Witwatersrand, de Johanesburgo, dedicada a la situación de los niños detenidos, mostró detalles de una, realidad aterradora, según los expertos convocados por la Free the Children Alliance (Alianza por la Libertad de los Niños).

"Os saludo con el corazón ro...

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FRANCISCO DEL CAMPO Uno de cada seis detenidos políticos en Suráfrica es un menor de edad. Muchos de ellos, que están en régimen de incomunicación, tienen apenas 11 años y durante meses no pueden ver a nadie ni recibir de sus padres ni siquiera una tarta de cumpleaños. Una reciente jornada de análisis, realizada en la universidad del Witwatersrand, de Johanesburgo, dedicada a la situación de los niños detenidos, mostró detalles de una, realidad aterradora, según los expertos convocados por la Free the Children Alliance (Alianza por la Libertad de los Niños).

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"Os saludo con el corazón roto", comenzó diciendo Cecilia Ngcobo, madre de 11 hijos, residente en Soweto, ante el público numeroso, que había acudido a la jornada celebrada en Johanesburgo en abril pasado, bajo un estado de emergencia que dura ya casi dos años. El sufrimiento de Cecilia empezó en 1982, cuando fue de tenido su hijo Chris por su militancia política en Azanian Students Organisation (AZASO), en el campus de Fort Hare, en Ciskei. A pesar de sus pocos recursos económicos (cobra ahora unas 15.000 pesetas mensuales), Cecilia viajó a Ciskei para verlo. No le fue permitido, y durante los 11 meses que duró su detención tampoco pudo ver a su hijo.

En 1984 viajó a Swazilandia para recoger el cadáver de su hijo mayor, Jabulani Ngcobo, muerto el 16 de diciembre de ese año por las fuerzas de seguridad surafricanas en este país vecino y soberano. Tuvo que superar dos meses de trabas burocráticas para traer a casa un cadáver que tenía, según cuenta Cecilia, más de un centenar de impactos de bala.

El 12 de junio de 1986 (junio, en la historia reciente de Suráfrica, es un mes negro para los que se oponen al apartheid), Chris fue detenido de nuevo, esta vez en Johanesburgo. Cecilia supo la noticia cuando volvió de su turno de noche, a las 6,45 de la mañana. Pasó la mañana sin comer ni dormir, recorriendo las comisarías en la habitual búsqueda infructuosa de información que amarga tanto a los familiares de los detenidos. A las dos del mediodía tuvo que empezar el largo viaje a su trabajo en Johanesburgo sin saber nada aún de Chris.

Casi 17 horas más tarde volvió a Soweto para encontrarse con que otro hijo, Blieki, también había sido detenido. Al cabo de una semana sin dormir, con el corazón roto ya y la salud quebrada, Cecilia pudo averiguar el paradero de sus hijos: comisaría de Protea (Soweto), régimen de solitario. Chris Ngcobo sigue detenido sin cargos hoy, 22 meses después , en la cárcel de Diepkloof, Johanesburgo.

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Detenciones sin cargo

El estado de emergencia, vigente en todo el país desde el 12 de junio de 1986, permite a funcionarios policiales de muy bajo rango detener, y mantener detenidos prácticamente a su capricho, a cualquier sospechoso sin que necesariamente se le formule cargo alguno y sin que el ministro del Interior esté obligado siquiera a informarle del motivo de su detención.

La mayoría de estos presos nunca ven a abogados: aunque teóricamente pueden solicitarlo por escrito, en la práctica este derecho no se ejerce, ya que los niños muchas veces no comprenden lo que se les informa o sencillamente no saben escribir. Sólo se formulan cargos en el 25% de los casos, y menos del 5% acaba siendo convicto de algún delito. De los aproximadamente 2.000 que siguen hoy en detención, unos 300 son menores de edad.

Las detenciones de niños no han acabado: la última vez que hablé con Cecilia Ngcobo se habían producido al menos ocho detenciones el día anterior (3 de mayo) en el colegio de Moses, otro hijo suyo que ya no va a clases por miedo a que le toque también ser detenido.

Entre las 2.000 personas que se encuentran sometidas a esta condición de incertidumbre, desorientación y soledad, cuando no malos tratos, se encuentran niños de 11 años. Están sometidos a las mismas condiciones que los demás detenidos; por tanto, no reciben educación ni disfrutan de actividades recreativas. Tampoco se les puede llevar ninguna clase de comida, ni tan siquiera, como señaló un testigo, una tarta de cumpleaños.

Los efectos de este tipo de retención en la víctima, sobre todo si es un niño, son aterradores y duraderos: miedo al contacto físico, insomnio, pesadillas, extrema pasividad, ataques de ansiedad, pérdida de memoria y de concentración. Un psicólogo de Soweto declaró que un niño no lo reconocía de una semana a otra ni se acordaba de la sesión anterior; durante las consultas, una llamada a la puerta le aterraba, al recordarle las circunstancias de su detención.

Al. trauma de la detención en sí hay que añadir el miedo a la persecución posterior. Bheki Ngcebo me contó que tres días después de que le soltaron, en julio de 1987, las fuerzas de seguridad le llevaron al cuartel a las cuatro de la mañana, para soltarlo otra vez, después de una paliza, 14 horas después. Ahora tiene miedo, como muchos ex detenidos, a dormir en casa. Muchos no son readmitidos en el colegio. Otros son víctimas de ataques de grupos de vigilantes, que parecen disponer de información precisa sobre la identidad y paradero de ex detenidos.

Imperio del miedo

El régimen parece empeñado en que el miedo, bien a la represión formal del aparato del Estado, bien a la represión informal de los vigilantes, no desaparezca cuando finaliza un período de detención.

Aparte de las víctimas individuales del estado de emergencia, hay una multitud de familias divididas o rotas por las detenciones. Un estudio reciente llevado a cabo por un psicólogo de Soweto muestra una diferencia entre las reacciones de la madre y del padre a la reincorporación del niño al hogar. Mientras que la madre suele mostrar compasión y comprensión hacia la víctima, el padre tiende a sentirse culpable por su pasividad para con el sistema, que se debe a menudo al temor a perder su empleo. Siente rechazo a la inversión de papeles que se ha producido en el seno de la familia, ya que son los niños los que están arriesgando su vida y su futuro para asumir la responsabilidad de luchar contra el apartheid, e insta al niño a olvidarse de la experiencia, reprimiendo así su posibilidad de recuperarse del trauma.

Las consecuencias para esta sociedad son, asimismo, profundamente tristes. Los 8.000 niños que han sido detenidos requieren una rehabilitación masiva que el Gobierno dificulta enormemente: la reciente prohibición de 17 organizaciones anti-apartheid no fue solamente un acto político, ya que el Comité de Apoyo de Padres de Detenidos (DPSC), una de las prohibidas, organizaba precisamente este tipo de ayuda. Y los millones de niños que crecen en medio de controles de carretera, evicciones, redadas policiales, palizas y asesinatos difícilmente lo olvidarán.

En palabras de uno de los testigos de esta jornada de protesta, el actual Gobierno, con su desprecio de los derechos más elementales de los niños de hoy, está desheredando, de forma consciente y metódica, a sus propios ciudadanos de mañana.

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