Tribuna:

La Europa razonable

A veces es muy curioso detenerse en la deriva semántica de ciertas palabras. Tomemos, por ejemplo, la voz griega éxtasis. En la época clásica sirvió para designar el conflicto armado de carácter civil, la guerra fratricida que paraliza la vida armónica de la ciudad; más adelante, éxtasis llegó a ser una suerte de pasmo o arrobo que inmoviliza la actividad humana y absorbe al sujeto en la contemplación inefable; hoy, en griego moderno., son llamadas éxtasis las paradas de autobús. El término, como se ve, ha ido mejorando: ha pasado de lo atroz a lo beatífico, para luego desembocar en lo útil. N...

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A veces es muy curioso detenerse en la deriva semántica de ciertas palabras. Tomemos, por ejemplo, la voz griega éxtasis. En la época clásica sirvió para designar el conflicto armado de carácter civil, la guerra fratricida que paraliza la vida armónica de la ciudad; más adelante, éxtasis llegó a ser una suerte de pasmo o arrobo que inmoviliza la actividad humana y absorbe al sujeto en la contemplación inefable; hoy, en griego moderno., son llamadas éxtasis las paradas de autobús. El término, como se ve, ha ido mejorando: ha pasado de lo atroz a lo beatífico, para luego desembocar en lo útil. No me importaría que la palabra Europa tuviese un destino semejante, pero por el momento sólo hemos recorrido la mitad del camino. Europa fue el santo y seña de batallas internacionales por la hegemonía y de sanguinarias empresas imperiales; ahora hemos entrado en una fase místico-nostálgica y Europa es el nombre decadente de una malograda empresa de pompas culturales. Falta el tercer paso, el menos exaltado pero mas necesario, ese en el que Europa llegará a ser la denominación de una discreta y prestigiosa razón social.Los intelectuales que nos reunimos en Berlín Oeste hace unos días para darle vueltas a estas cuestiones parecíamos más propensos a lamentar la fase feroz de Europa y a mostrar añoranza por la mancillada pujanza creadora que a proponer ninguna vía bajamente utilitaria hacia una Europa funciona¡. El amable título de nuestro encuentro lo dice todo: "Un sueño para Europa, una Europa de sueño" (ni qué decir tiene que la primera de estas opciones debe ser dicha en alemán y la segunda en francés). Oímos actos de contrición sobre los desafueros del colonialismo, se habló de la Europa-museo y hasta de la Europa-boutique, menos gloriosas pero muy preferibles a la Europa-campo de batalla. Parafraseando la bella expresión que Kundera aplicó en uno de sus ensayos a Praga, Europa parece ser "un poema que se desvanece" y lo que la hace simpática y hasta entrañable es precisamente su desmayada fragilidad.

Sin embargo, Europa es también una gran potencia económica, sobre todo si se la mira desde tantos países de África y América Latina. Y Europa es una empresa en sentidos que rebasan la acepción más comercial del término, la empresa de la universalidad de los derechos individuales y de la posibilidad de acabar con la hostilidad bipolar de los bloques sin sustituirlos por el enfrentamiento de la atomización nacionalista. Es imaginable una concepción más tónica de Europa que la puramente nostálgica, sin que ello signifique recaer en los viejos usos predatorios. Entre el interés colonial por los otros pueblos del mundo y el desinterés conformista y escocido ante un mundo doliente pero que ya no puede ser fácilmente sometido a imperio hay una amplia franja política que es oportuno reivindicar. Digo política, y no cultural. Insistir en la unidad cultural de Europa es superfluo, porque ningún europeo culto rechaza a Shakespeare en nombre de Tolstoi, ni considera que teniendo a Rembrandt ya no necesita a Velázquez, o que la afición a Mozart le imposibilita para disfrutar de Purcell o Rossini. Volver enfáticamente sobre la misión cultural de Europa en el mundo es también redundante, porque el éxito universal de la razón y la destreza europeas es ya tan irrefutablemente abrumador que resulta impúdico (y quizá contraproducente) hacer más hincapié sobre él.

En cuanto se menciona la palabra política en relación a Europa, sobre todo si se menciona en Berlín y en un encuentro de intelectuales en el que tantos de los que hubieran querido asistir no pudieron hacerlo por veto gubernamental, salta el tema de la division Este-Oeste. Es una cuestión que no puede ser minimizada: mientras los idiotas de Occidente sostienen que sus democracias formales son para echar a correr, los menos resignados del Este ya han echado a correr hace tiempo rumbo al Oeste. Parece felizmente irreversible, sin embargo, el hundimiento de unas estructuras represivas que han fracasado mucho más estruendosamente aún en el terreno de la economía y la calidad de vida que en el de las libertades públicas. Todos los testigos, incluso los menos esperanzados, afirmaron que el proceso antiautoritario es ya un hecho de mayor o menor arraigo en todos los países que la partición de Yalta dejó bajo la hegemonía soviética. En todo caso, mientras se dilucida el alcance y el ritmo de este deseable deshielo, bueno sería ocuparnos de las otras divisiones de Europa: porque si a grandes rasgos puede decirse que hay dos Europas, a efectos prácticos tenemos sólo en el Oeste por lo menos doce... ¡y entre los países que están supuestamente unidos formando causa común!

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Hoy, pese a los esfuerzos europeístas y las instituciones de la Comunidad Europea, la realidad constatable es la existencia de 12 economías diferentes y aun contrapuestas, 12 políticas exteriores, 12 burocracias destinadas a entorpecerse unas a otras. El año que viene se elegirá por sufragio directo un nuevo Parlamento Europeo, pero sus atribuciones se verán mutiladas por el predominio de un Consejo que -como hoy- seguirá imponiendo la visión de los gobiernos nacionales y no la perspectiva supranacional que los ciudadanos de Europa necesitan. Mientras no haya una unidad política en la Comunidad Europea, la unidad económica es un sueño impotente... y costoso. Billones de eurodólares necesarios para combatir el paro, relanzar la economía de las zonas europeas menos privilegiadas y ayudar sin falsas caridades al Tercer Mundo son derrochados por la multiplicación innecesaria de funciones y los choques entre estrechos proteccionismos nacionales. Creo que es más provechoso plantear estos temas y movilizar a los ciudadanos de cada país para que presionen a sus parlamentos en vías a resolverlos que abismarse en los brumosos misterios de la identidad europea.

Sin místicas esencialistas, sino en busca de la más emancipadora funcionalidad, los objetivos de la Europa a la que pertenecemos y en cuyas estructuras podemos influir se diseñan con plausible nitidez: un solo Parlamento y un solo Gobierno para la Comunidad Europea, una sola moneda, un auténtico tratado de Unión Europea. No es la gran Europa hitleriana ni la Europa imperial de Le Pen, ni la blanda Europa de la postal y el cambalache, sino la Europa razonable que mejor podría ayudarnos y desde la que mejor podríamos ayudar. Una Europa multirracial y pluricultural, basada en el respeto a los diferentes pero no en la exaltación estatalista de las diferencias. Hace ya mucho que Toynbee señaló que las naciones modernas se componen de tribalismo y democracia; hoy en Europa es evidente que el primero de ambos rasgos conspira contra la realización efectiva del segundo, y que es preciso tomar medidas transnacionales para remediarlo.

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