Tribuna:

La situación

Es posible que Francia sea, en esta década que transcurre, un país sin imaginación. No es, sin embargo, un país que carezca de pensadores y ensayistas, y la última sorpresa de la situación política ha provocado Ios análisis más brillantes y sinceros en las plumas más esclarecidas. Digo esto sin ironía y con admiración. Durante las semanas que acaban de pasar, la inteligencia política del país se ha aplicado a intentar comprender un fenómeno que la ha llenado de estupor por su misma sencillez: la vertiginosa ascensión de monsieur Le Pen, el menhir tricolor. Como éste no es un artículo de...

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Es posible que Francia sea, en esta década que transcurre, un país sin imaginación. No es, sin embargo, un país que carezca de pensadores y ensayistas, y la última sorpresa de la situación política ha provocado Ios análisis más brillantes y sinceros en las plumas más esclarecidas. Digo esto sin ironía y con admiración. Durante las semanas que acaban de pasar, la inteligencia política del país se ha aplicado a intentar comprender un fenómeno que la ha llenado de estupor por su misma sencillez: la vertiginosa ascensión de monsieur Le Pen, el menhir tricolor. Como éste no es un artículo de difamación sino de opinión, digo de entrada la mía, subjetiva, personal y reflexiva: monsieur Le Pen es una basura. Algo más del 14% de los franceses piensa todo lo contrario. Lo contrario de la basura debe ser la panacea. En la risueña región donde vivo, paraíso del jubilado con posibles y del viticultor subvencionado, la proporción supera el 30%, y localmente llega a ser la mitad, lo cual da una idea de lo inconfortable que puede resultar la situación. Tarde o temprano, quienes toman la basura por una solución no son buenos vecinos.El problema francés, que oscurece cualquier otro y polariza los discursos soberbios o vergonzantes, es el de la emigración. La solución, en términos españoles del siglo XVI, es lo que llamaríamos la expulsión de los moriscos, o como decía Cervantes en su castellano puro y duro de marco por el turco y unitario por la fe, la morisca canalla. Traigo esto a colación para señalar lo poco que el hombre ha cambiado desde el siglo XVI. Nunca ha sido fácil ser árabe en tierra de cristianos ni europeo donde Alá da las tres voces.

Dicen que el carácter regañón que los turistas atribuyen al ciudadano francés se manifiesta políticamente en un porcentaje de voto protestatario que antes recogía como suyo el partido comunista y ahora cosecha su opuesto en un hemiciclo espectral del negro al rojo. Ése es un dato que sólo se explica por la insondable estupidez del comportamiento humano. Para nada ayuda a la comprensión del problema una constatación de índole tan global. Semejante vuelco en el comportamiento de una parte considerable de la opinión no carece, sin embargo, de antecedentes. Se recuerda ahora a Jacques Doriot, alcalde comunista de St. Denis, que en los años treinta se pasé al fascismo arrastrando a su electorado tras de sí; ese mismo St. Denis que de florón rojo de la corona de París pasa a ser un bastión del paro, de la emigración africana, y por combinación de ambos ingredientes, de monsieur Le Pen.

La extrema derecha francesa alcanzó representación parlamentaria a través de una reforma introducida en el proceso electoral. Comprendo el maquiavelismo del presidente Mitterrand, que de esta forma divide a la derecha en tres y obliga a dos de sus partes a definirse en función de su componente más extremo, cualquiera que sean los esfuerzos que hagan por evitarlo. Es probable que el presidente saliente, y sin duda mañana entrante, no hubiera tenido necesidad de semejante ardid para su reelección. Ha logrado, en cambio, desintegrar la idea, probablemente falaz y transitoria como la historia misma, de que el bipartidismo es el régimen natural de funcionamiento de las democracias occidentales. Se me dirá que maquiavelismo no hay, puesto que esa opinión orientada hacia soluciones de tipo fascista ya existía, diluida en el seno de la derecha, o en e corazón electoral del partido comunista, como hemos señalado. Ha logrado, sin embargo, que de forma patente tome la palabra el odio y la mezquindad. Yo he visto en ocasiones cierta prensa destilando odio y mezquindad con tinta fina y tinta gruesa. Pero quien no haya visto a 20.000 personas vociferándolo en un estadio no sabe lo que es eso.

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Un amigo español, que en otros tiempos dejó sus dientes sembrados en un cuartelillo de la Guardia Civil, me confía con su tersa sonrisa de ortodoncia posfranquista: "Si Le Pen llega a ser alcalde de Marsella, me vuelvo a trabajar a España". Olvida que está en el paro. Trabajar, en España o aquí, es para cinco millones de individuos (las dos naciones confundidas) un deseo no realizado. Esta ciudad, que no acaba de salir de su decadencia económica y de su decrepitud, feudo de un socialismo peculiar que se redujo a escombros con la muerte de su líder, territorio de un clan de padrinos sin familia, de un clientelismo turbio y nada claras relaciones personales, le guiña el ojo al hombre fuerte y se deja seducir por él. Se ha sobrepasado el umbral de tolerancia de Marsella, mediterránea y levantina, que expulsa a sus moriscos del otro lado del mar y llama a este bretón para que deje las cosas en su punto sembrando con dientes magrebinos la Cannebière y el Vioeux Port.

Lo importante de esta elección presidencial es lo que va a suceder tras ella. Algo no está claro en las democracias cuando los árbitros de la situación resultan ser los indecisos. Queda el consuelo de saber que al cabo de cualquier elección son ellos los que deciden, pero no los que gobiernan. La crisis de los valores franceses que se ha puesto de manifiesto es ante todo una crisis de los valores políticos y humanísticos de la derecha. Lo del partido comunista no es una crisis, es una negación de identidad. Monsieur Le Pen se ha definido a sí mismo como un terremoto, con lo cual se le puede retirar el tratamiento de monsieur para otorgarle el título de catástrofe natural. Si el partido comunista, a su paso, no se halla, la derecha tradicional deberá por su parte desaparecer o reconstruir. El líder más inteligente de esta derecha, por su discurso, es quizá Raymond Barre. El paradójico funcionamiento del sistema, que desperdicia el talento para premias la audacia, lo ha contenido, por laminación, entre lo que un agudo comentarista ha denominado el peronismo amable de Chirac y el terremoto antes mencionado. Sin embargo, la resignación en política no es una virtud, y el interesado lo sabe, y es hombre tenaz y de recursos. Por una paradoja inversa a la que ha ocasionado su derrota, su capital de confianza permanece intacto. Francia es en estos momentos un caso anómalo en Europa, y es probable que la reconstrucción de la derecha tenga que contar principalmente con él.

Personalmente me quedará de estos tiempos una cruda observación. Que sea en un estadio rebosante como un plato de lentejas o en una municipalidad rural, lo terrible del fascismo es que tiene la cara de la gente de todos los días.

Manuel de Lope es novelista español, autor de Madrid continental, residente en la región de Marsella.

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