Editorial:

El laberinto belga

BÉLGICA ESTÁ dando en estas fechas ejemplo de cómo no debe comportarse un Estado. Desde hace 131 días no hay Gobierno en Bruselas y, aunque la situación va camino de resolverse, momentos ha habido en que amenazaba con desestabilizar seriamente al país.A principios de la década de los ochenta fue aprobada una reforma constitucional que, admitiendo que el único problema que padece Bélgica es el de las fronteras lingüísticas, creaba tres regiones administrativas: Flandes, País Valón y Bruselas. En una se habla flamenco; en otra, francés, y en la capital, la mezcla de comunidades de lengua es tal ...

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BÉLGICA ESTÁ dando en estas fechas ejemplo de cómo no debe comportarse un Estado. Desde hace 131 días no hay Gobierno en Bruselas y, aunque la situación va camino de resolverse, momentos ha habido en que amenazaba con desestabilizar seriamente al país.A principios de la década de los ochenta fue aprobada una reforma constitucional que, admitiendo que el único problema que padece Bélgica es el de las fronteras lingüísticas, creaba tres regiones administrativas: Flandes, País Valón y Bruselas. En una se habla flamenco; en otra, francés, y en la capital, la mezcla de comunidades de lengua es tal que no puede establecerse criterio alguno. De una región a otra, la gente se entiende mal, tan mal que casi no existe el contacto y que incluso partidos políticos hermanos de Flandes y de Valonia se niegan a colaborar en tareas de gobierno. Lo que es más grave, en Bélgica no existen siquiera partidos políticos nacionales, con lo que la tentación disgregadora de los regionales es muy fuerte. En su origen, el antagonismo entre flamencos y valones parte de una vieja rencilla de clases: los francófonos del interior, con sus minas de carbón y sus acerías, se hicieron ricos antes que los flamencos. En cambio, desde la creación de la CE, la región flamenca tuvo un desarrollo espectacular mientras decaía la importancia minera del Sureste. Con ello, los flamencos empezaron a tomarse una venganza para la que se habían preparado durante décadas.

El antagonismo condujo a las regiones a la práctica de un federalismo radical. Cada una tiene su propio partido socialista, su propio partido liberal y su propia democracia cristiana. A este panorama político se añade un elemento gravemente perturbador, en la forma de un partido regionalista flamenco, el Volksunie, que, junto con el alcalde de una pequeña población que se encuentra en los Furones -región fronteriza entre flamencos y valones-, ha sido la espoleta que ha provocado la crisis. Bélgica exige por ley que todo cargo público sea bilingüe. José Happart es alcalde de un pueblo de 4.000 habitantes de habla mayoritariamente francesa situado en la línea divisoria, pero en territorio flamenco; en cada ocasión en que le eligen sus vecinos, declara que no habla flamenco y se niega a manejarlo, con lo que es destituido, por insistencia, entre otros, del Volksunie. La consecuencia final fue que el Gobierno de Martens tuvo que dimitir. Las nuevas elecciones de diciembre casi las ganaron los socialistas, pero al fin quedó consagrada la mínima mayoría ya existente de democristianos y liberales.

Los 131 días de penalidades empezaron cuando el rey Balduino encargó sin éxito a varios políticos el estudio de un Gobierno de coalición. Solamente durante la última semana ha empezado a aclararse el panorama. El democristiano Martens podría volver a formar Gobierno. Pero es significativo que, en los días de mayor preocupación, el rey llegara a considerar la posibilidad de reunir a un Consejo de la Corona y encabezar un Gobierno provisional de gestión económica. Es grave que un país como Bélgica, con una tradición sólidamente europea y cuya capital lo es de la Europa comunitaria pueda llegar a esta traumática desunión. Porque, además, flamencos y valones han capeado la crisis nombrando Gobiernos regionales propios, cuya existencia empieza a convencerles de que es posible organizarse sin contar con el poder central. Peligroso espectáculo de distorsión que, lejos de hacer posible una Europa de las regiones, fomenta una Europa de las divisiones, basada en la antipatía étnica y en la incomprensión lingüistica y cultural.

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