Tribuna:

Cien años de caridad

La celebración del centenario de Fortunata y Jacinta, la gran obra de Galdós, ha vuelto a traer a nuestros días, bien que de soslayo, ecos de la primera restauración, y precisamente cuando Fraga, quien, según algunos, estaba llamado a ser nuestro Cánovas, abandonaba la primera línea de la política nacional.Ecos oblicuos y deformados, en verdad; ecos que, a tenor de lo que leemos en Fortunata y Jacinta, han resonado menos en los cenáculos -a no ser que el acceso a las listas cerradas se siga consiguiendo de tan ibérica manera como lograba sus prebendas Juan Pablo Rubín- y m...

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La celebración del centenario de Fortunata y Jacinta, la gran obra de Galdós, ha vuelto a traer a nuestros días, bien que de soslayo, ecos de la primera restauración, y precisamente cuando Fraga, quien, según algunos, estaba llamado a ser nuestro Cánovas, abandonaba la primera línea de la política nacional.Ecos oblicuos y deformados, en verdad; ecos que, a tenor de lo que leemos en Fortunata y Jacinta, han resonado menos en los cenáculos -a no ser que el acceso a las listas cerradas se siga consiguiendo de tan ibérica manera como lograba sus prebendas Juan Pablo Rubín- y más en la calle, donde todavía resuenan y con qué fuerza.

Sigamos, por ejemplo, a uno de los personajes de Fortunata y Jacinta, a don Manuel Moreno-Isla, por las calles madrileñas de hace más de 100 años, camino de su casa un hermoso día de octubre, en el momento en que tiene que apartarse para evitar ser mójado por la manguera de unos barrenderos municipales.

Este don Manuel, además de enfermo del corazón, padece, según don Benito, del mal de España, porque, habiendo vivido largas temporadas en el norte de Europa, en Londres sobre todo, sufre, sin apenas resignación, él, que es un gran resignado, las carencias y desidias que encuentra en nuestro país, en su país.

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Galdós nos lo presenta morido de silenciosos amores por Jacinta, el día antes de su partida al extranjero, y con la sola pulsión de su pensamiento nos va refiriendo en sincronía perfecta la depresión de su ánimo y cuanto ocurre en la calle.

"...Otro pobre. No se puede dar un paso sin que le acosen a uno estas hordas de mendigos. ¡Y algunos son tan insolentes!... "Toma, toma tú también'. Como me olvide algún día de traer el bolsillo Heno de cobre, me divierto. ¡Aquí no hay policía, ni beneficencia, ni formas, ni civilización!... Gracias a Dios que he subido el repecho. Parece la subida al Calvario, y con esta cruz que llevo a cuestas, más... 'Déme usted un nardo. Una varita sola... Vaya, déme usted tres varitas. ¿Cuánto? Tome usted... Abur'. Me ha robado. Aquí todos roban-... Debo de parecer un san José; pero no ¡m-porta... 'Yo no juego a la lotería; déjeme usted en paz'. ¿Qué me importará a mí que sea maftana Último día de billetes, ni que el número sea bonito o feo...? Se me ocurre comprar un billete y dárselo a Guillermina. De seguro que le toca. ¡Es la mujer de más suerte!... 'Venga ese décimo, niña... Sí, es bonito número. ¿Y tú por qué andas tan sucia?'. ¡Qué pueblo, válgame Dios, qué raza.'".

Reflexiones semejantes me vinieron a la mente hace sólo unos días, cuando, saliendo a pie del aparcamiento subterráneo de la plaza del Marqués de Salamanca, una voz agónica, desde el paramento que se alza sobre la rampa de entrada de coches, me requirió: "Señor, ayuda...".

Un hombrecillo que se retorcía con maneras de histrión me tendía la mano en actitud pedigüeña desde la absurda altura de más de tres metros.

Me apresuré Lista arriba. Y he de confesar que ni el mismo Moreno-Isla hubiera acelerado tanto el paso. Moreno-Isla, ¿qué significa este apellido en quien se caracteriza precisamente por su amor a Albión, la isla rubia por excelencia? ¿Acaso el isleño Galdós quiso reflejar en él la convicción de una secreta imposibilidad?

Sin mayores incidentes -ni regaban los barrenderos, ni había niñas vendiendo lotería- llegué a la confluencia con la calle del Conde de Peñalver. Y justo allí, sentado a la mesa de la terraza de una cafetería -el día era, aunque frio, soleado-, un gitano ya mayor me voceó: .¿No quiere 50 millones para el sábado?".

Le hice un gesto impreciso, que él entendió, y seguí; crucé la calle de Ortega y Gasset, y a la derecha de la puerta de las oficinas de un banco vi a un individuo acuclillado de mediana edad" la piel cetrina y el bigote muy poblado y negro; a su lado, con un platillo en la mano, una niña de pelo pajizo. La niña de misma altura; la del hombre, tensa; niña de pelo pajizo. La niña de pie y él individuo acuclillado tenían la cara a la misma altura; la del hombre, tensa; la de la niña, ausente.

Crucé a la otra acera, ya en la calle del Conde de Peñalver, y en el lateral de las oficinas de otro banco un individuo muy menudo hacía el amago de apoyar su espalda contra la pared, una tentativa menos que tangencial, delicadísima, como si temiera el pinchazo del contacto; el individuo, de ojos lacrimosos, se doblaba a la manera rígida de una marioneta, como vencido por el liviano peso del cartel que le colgaba del cuello y que decía: "Estoy enfermo de la columna, tengo escoliosis y sifosis, ayúdenme, por Dios".

Avancé unos pasos y tuve que apartarme para no tropezar con las espaldas de un hombre joven y vigoroso que, en camisa y de hinojos sobre la acera, mantenía los brazos abiertos en cruz; tenía una bolsa de plástico en el suelo al lado de sus rodi llas, la cabeza gacha y los ojos al acecho.

Me aparté, pues, y tuve que entrar en el amplio retranqueo que sirve de pórtico a la iglesia de los Dominicos. Vi a tres mendigos más, sonrientes y plácidos, dos en un flanco de la puerta, uno en el otro, cada uno con su bolsa de plástico en el suelo, en la que los feligreses, unos a la entrada, otros a la salida, depositaban un óbolo... No siempre entre mendigos y feligreses, ni por la vestimenta ni por el talante, era fácil distinguir a unos de otros...

¡Pobre- Moreno-Isla, que ¡Pobre Moreno-Isla, que murió al día siguiente de ese paseo suyo por las calles de Madrid, que no pudo regresar jamás a su añorado Londres!

Han pasado más de 100 años, hemos ido de una a otra restauración, son muchísimas las cosas que han cambiado, pero ahí están nuestros mendigos en la calle, hoy como ayer.

Y, sin embargo, aquel Estado de la primera restauración que refleja Fortunata y Jacinta estaba muy lejos de ser el Estado benéfico de nuestros días; todavía imperaba por doquier el laissez faire, laissez passer.

Hoy, con una Administración pública que gestiona cerca, si no más, del 50%, del producto nacional bruto, con un Estado que regula prácticamente todas las parcelas de la vida ciudadana, se hace difícil encontrar una razón para estas cosas. Pero si, a lo que se ve, con razón o sin ella, ha de haberlas, quizá, para ser del todo consecuentes, no debieran dejarse al albur ciudadano. Sería deseable, cuando menos, una recomendación sobre el nivel de incremento anual de nuestras limosnas: ¿un 5%, un 7%?

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