Tribuna:

FERNANDO SAVATER Embajador en el infierno

El cese como embajador ante el Vaticano de mi admirado amigo Gonzalo Puente Ojea debe suscitar en cualquier ciudadano pensante -valga el pleonasmo- de este país un balance general semejante al de lo que antes se llamaban ejercicios espirituales. El incidente se presta a ser enfocado desde diversos ángulos y, por una vez, el menos provechoso es el de la catadura ético-política de la Iglesia católica. A este último respecto, la cosa es paladina: la Iglesia católica no ha sido, ni es, ni puede llegar a ser realmente tolerante. Se lo impide la naturaleza de su función, la raíz de su poder h...

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El cese como embajador ante el Vaticano de mi admirado amigo Gonzalo Puente Ojea debe suscitar en cualquier ciudadano pensante -valga el pleonasmo- de este país un balance general semejante al de lo que antes se llamaban ejercicios espirituales. El incidente se presta a ser enfocado desde diversos ángulos y, por una vez, el menos provechoso es el de la catadura ético-política de la Iglesia católica. A este último respecto, la cosa es paladina: la Iglesia católica no ha sido, ni es, ni puede llegar a ser realmente tolerante. Se lo impide la naturaleza de su función, la raíz de su poder humano y demasiado humano. La Iglesia subsiste merced a los beneficios de todo tipo obtenidos por la administración de unos determinados dogmas, esto es, de unas determinadas verdades forzosamente indiscutibles, pues si se las discutiera dejarían de ser verdad. Un gestor de dogmas tiene que ser dogmático o cerrar la tienda, del mismo modo que un supermercado puede hacer de cuando en cuando una oferta de rebajas y conceder crédito a la clientela, pero no regalarles la mercancía. Ahora la Iglesia admite tarjetas de crédito y anuncia de cuando en cuando saldos de primavera (aunque con este Papa polaco estamos más bien perpetuamente en la moda otoño-invierno), pero la búsqueda de provecho e influencia que subyace a esta compra-venta sigue inalterable desde Inocencio VIII. La Iglesia católica no se ha hecho tolerante, porque no sabría ni podría, sino que en cuanto Poder político se ha debilitado: allí donde aún conserva fuerza ejecutiva vuelve por sus fueros, con la disimulada ferocidad de sus mejores años. El abandono de la Inquisición no ha sido cuestión de principios, sino de presupuesto. Pero todo esto ya es cosa demasiado sabida y no merece la pena volver sobre ello. La actitud del Gobierno en todo este asunto, en cambio, sorprende más dolorosamente. No sólo porque revela una obsequiosidad degradante y torpe ante el poder político menos digno de respeto de los desdichadamente vigentes, sino también porque atañe a razones de fondo mucho más importantes. Por decirlo en una palabra, lo que hoy hace a medias digeribles tantas píldoras amargas como nos dan a tomar los socialistas es el propósito racional y enérgico de dejarnos de teologías en política. Cuando se ha hablado de modernizar el país, hemos entendido purgarlo de la izquierda mártir y santa de nuestros años mozos, con nuestra señora la utopía como patrona feriada, el capital como Satanás de rabo colorado y la nacionalización como definitiva liturgia sacramental. Y renunciar también a la beatitud patriotera, que convierte en lignum crucis cualquier mástil de bandera y en cruzada liberadora cualquier orgía de canibalismo civil. Dejarnos de teologías comporta renunciar a hablar con los ojos en blanco de la unidad sagrada de la patria, la figura del Rey que es sagrada, los sagrados derechos del pueblo o la sagrada y absoluta libertad de comercio. Aquí no hay nada sagrado, vamos a discutirlo todo y a revisarlo de nuevo cuando no resulte como esperábamos. Y es preciso acostumbrar a la gente (y acostumbrarnos a nosotros, cada cual a sí mismo) a que en política hay que ser incrédulo hasta las cachas, lo cual no equivale a "pasivo" o "desinteresado". Por ello, los rebrotes de contagio teológico que vemos en el Gobierno son tanto más injustificables cuanto que nos desfondan la justificación que teníamos para lo demás. Y esto vale tanto para la benderofilia militante como para la destitución de un general que se permitió hacer un comentario no teológico sobre su función social. Y desde luego es particularmente válido para cualquier concesión a los poderes clericales, invariablemente siniestros en nuestro país en lo político, en lo educativo y en lo ideológico. Francamente, con cierto esfuerzo puedo llegar a admitir que son inevitables los costes sociales de la reconversión industrial, pero me niego a aceptar que a estas alturas del siglo XX es preciso tener un embajador ante el Vaticano.

Pero el lamentable affaire que comentamos tiene aún otro aspecto significativo, y como tengo por seguro que éste nadie va a subrayarlo, quiero detenerme ante él. Uno de los motivos barajados en la destitución del embajador es el de su divorcio, situación, por cierto, tan anómala e inmoral hoy día como llevar gafas. Con razón habló Puente Ojea, en la explicación de las verdaderas razones de su cese, de la pacatería de cierta izquierda española, aún peor que la. hipócrita pudibundez oficial de la derecha. Es la pacatería imbécil de quien en el fondo aún no se ha curado de considerar al que organiza su vida privada como le da la gana bajo la categoría del pillín. Naturalmente, la Prensa más digna ha acogido y, expresado la indignación de que tal asunto particular pueda interferir en una función pública, al menos en un Estado que aún no acepta fundamertalismos teocráticos a lo Jomeini. Ahora bien, ¿quién tiene la culpa de que ocurran abusos por el estilo? ¿Quién fomenta la morbosa y nefasta curiosidad de la gentuza de cabeza vacía por la acompañante nocturna de tal ministro o las aficiones lésbicas de tal directora general? ¿Quién ha establecido el principio de que nadie que pueda ser considerado "personaje público" -es decir, nadie en absoluto, pues todos somos personajes públicos si los medios de cornunicaci ' én quieren considerarnos tales- tiene derecho a ocultar aquellas esferas de su intimidad que no desea ver* propaladas por los ociosos y negociadas por los mangantes? ¿Quién se queja de que haya leyes sobre el honor, la difamación o la simple indiscreción -¡ojalá fueran tres veces más severas!- que purguen el vicio de mirar por la cerradura de algunos que claman por el derecho de libre expresión cuando en realidad lo que quieren es pagarse los plazos del ordenador personal? Sólo una mentalidad totalitaria, un inquisidor en ciernes, un descerebrado de peluquería o un vivales que quiere: hacerse rico husmeando braguetas pueden creer que el público tiene derecho a ser informado de lo que no le afecta ni le: concierne en cuanto conjunto de ciudadanos. Basta con que haya cierta Prensa que viva de quienes venden sus ridículos secretos al mejor postor: es una de las fronteras miserables del periodismo, la que bordea la tampoco mal remunerada ocupación del chantajista. Por cierto, también el chantajista es partidario acérrimo de la libertad de expresión sin trabas... Pero quien desee trabajar en un tipo de información menos pringrosa debe ocuparse de los trapos sucios de la realidad, no de los pañales usados de los individuos. La afición a. inquirir la vida privada de quien, por muy pública que sea su función, desea conservarla tal es un refuerzo esencial de todo puritanismo y de toda degradación chismosa (y en el fondo reaccionariamente enmascaradora) de los mecanismos que sustentan la organización política.

Comparto con Gonzalo Puente Ojea la afición a los Soliloquios del emperador Marco Aurelio, sobre cuya época ha escrito el embajador páginas excelentes. Dijo el emperador estoico: "Todo lo que acontece es tan habitual y bien conocido como la rosa en primavera y los frutos en verano; algo parecido ocurre con la enfermedad, la muerte, la difamación, la conspiración y todo cuanto alegra o aflige a los necios". Por muy habitual que sea este tipo de acontecimientos, es sumamente triste que bajo cierta, rosa primaveral se haya dado este verano semejante fruto.

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