Editorial:

Veraneo y demagogia

DURANTE LAS últimas semanas, y sin motivo aparente que lo justifique, asistimos a una ridícula campaña orientada a poner en cuestión el derecho del presidente del Gobierno, y de los ministros en general, a tomar vacaciones. Para que el argumento cuadre se hace imprescindible pintar con trazos siniestros el panorama de la vida nacional, para lo que no se escatima tinta china. España estaría al borde del caos, sometida a una guerra decisiva -la de las banderas- y amenazada por todos los peligros imaginables, mientras que Felipe González y sus ministros se dedicarían a holgazanear disfrutando del...

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DURANTE LAS últimas semanas, y sin motivo aparente que lo justifique, asistimos a una ridícula campaña orientada a poner en cuestión el derecho del presidente del Gobierno, y de los ministros en general, a tomar vacaciones. Para que el argumento cuadre se hace imprescindible pintar con trazos siniestros el panorama de la vida nacional, para lo que no se escatima tinta china. España estaría al borde del caos, sometida a una guerra decisiva -la de las banderas- y amenazada por todos los peligros imaginables, mientras que Felipe González y sus ministros se dedicarían a holgazanear disfrutando del patrimonio nacional. A decir verdad, no se trata de un argumento nuevo. Pero tampoco puede afirmarse que los sectores a que nos referimos se caractericen por una gran imaginación a la hora de seleccionar los motivos de denuncia. Desde que los socialistas llegaron al poder, en 1982, no hay verano en que no se encuentre en la elección realizada por el presidente de Gobierno para sus vacaciones motivo de grave escándalo. Si se va fuera de España, porque su gesto perjudica los intereses turísticos de la nación, y si se queda, porque se queda; si se va a una casa en Soria porque el lugar no es digno de tan alta autoridad, y si se va a un chalé de Mallorca, porque ello demuestra que se ha convertido en un nuevo rico con pretensiones. Es cierto que la embarcada del Azor resultó un patinazo notable, y que el tardío descubrimiento de los encantos de la beautiful por parte de algunos altos cargos sembró el desconcierto. Pero de ahí a cerrar todas las salidas y considerar que el mero hecho de tomar vacaciones constituía una dejación de responsabilidades, cuando no un abuso de autoridad, media la distancia que va de la crítica razonable al esperpento.

La cosa resulta aún más chusca teniendo en cuenta que, con anterioridad a 1982, nunca esos sectores habían mostrado preocupación especial por las vacaciones de los miembros del Gobierno, y encontraban normal, por ejemplo, que una diputación provincial regalase una residencia veraniega al general Franco. Por ello, resulta inevitable pensar que, viniendo de donde vienen, esos escrúpulos sólo pueden obedecer a la íntima convicción de que hay clases y clases, y que no es lo mismo un presidente que sea general, o al menos abogado del Estado, y exhiba un apellido sonoro, que un vulgar González que hace poco era letrado laboralista en una ciudad de provincias. En el fondo, si las críticas al socialismo de esos sectores nostálgicos del esplendor cortesano resultan tan inocuas es porque fácilmente se adivina tras ellas la consideración de usurpadores que atribuyen a los actuales gobernantes, su irritación ante el hecho de que unos chiquilicuatros nacidos para ocupar la cocina o las cocheras se hayan aposentado en la sala principal.

La cosa ha tomado una singular derivación con motivo del incidente en que se vieron implicados el otro día, en el aeropuerto de La Coruña, el vicepresidente del Gobierno y su familia. Varios centenares de trabajadores de una empresa en crisis rodearon y zarandearon el vehículo en que viajaba Alfonso Guerra con su mujer y su hijo, de regreso de unas cortas vacaciones en Galicia. Aparte de la evidente incompetencia demostrada en la ocasión por los encargados de mantener el orden, el incidente ha puesto de relieve cierto oportunismo de unos dirigentes sindicales y la hipocresía de los más celosos defensores del orden y la autoridad, que, sin embargo, en esta ocasión han considerado justificado, o en todo caso comprensible, el desbordamiento de las iras populares.

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Uno de los rasgos característicos de la inmadurez política que todavía aqueja a nuestro país es la tendencia al uso y abuso de la demagogia como componente esencial del discurso político cotidiano. La demagogia se manifiesta fundamentalmente en dos terrenos. Por una parte, en la deliberada sobredramatización de los acontecimientos de cada día, y por otra, en la tendencia a establecer guiños de complicidad con lo que se considera sentimiento espontáneo de la gente, cuyos más pasionales y menos razonables prejuicios se estimulan desde el halago interesado y la adulación populista. Ambos aspectos han formado tradicionalmente parte de lo peor de la cultura de la izquierda española. La novedad reside en que ahora constituye la sangre misma del discurso preponderante de la derecha cavernícola. Especialmente de sus delirantes celadores.

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