Tribuna:

La esquizofrenia francesa

Hay, siempre hubo -y probablemente siempre habrá- dos culturas en Francia. Una de ellas, libertaria y libertina, explosiva, que va de Rabelais a Jean Genet, de Diderot a Céline, de Sade a Georges Bataille. Y luego, una tradición clásica fuerte, pero cada vez más académica, bien pensante y conservadora. El caso de Francia es casi pura esquizofrenia: ya Marx observaba esta división, y le parecía ejemplar. Una Francia partida en dos, que estaba constantemente oscilando hacia un lado o hacia otro; un francés doble también, que se siente doble. No existe ningún país en donde la noción de ...

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Hay, siempre hubo -y probablemente siempre habrá- dos culturas en Francia. Una de ellas, libertaria y libertina, explosiva, que va de Rabelais a Jean Genet, de Diderot a Céline, de Sade a Georges Bataille. Y luego, una tradición clásica fuerte, pero cada vez más académica, bien pensante y conservadora. El caso de Francia es casi pura esquizofrenia: ya Marx observaba esta división, y le parecía ejemplar. Una Francia partida en dos, que estaba constantemente oscilando hacia un lado o hacia otro; un francés doble también, que se siente doble. No existe ningún país en donde la noción de unidad nacional suscite tantas pasiones. Sería superficial identificar este corte, este enfrentamiento endémico, con la simple línea divisoria derecha/izquier-da. El fenómeno es mucho más profundo, más complejo, y lo vemos, desde luego, resurgir en todo debate sobre la libertad.La representación del sexo: en esto son expertos algunos franceses. En literatura, pero también en pintura, y basta citar los nombres de Fragonard, de Manet, de Courbet, de Rodin (los dibujos eróticos publicados estos días lo confirman), de Picasso (el español conquistado por la bacanal francesa), de Matisse... El desnudo, la pornografia, el arte de la lucidez fisiológica, siempre engendraron escándalos, como, por ejemplo, el que provocó la Olimpia de Manet, hoy prudentemente guardada y desactivada en el Museo d'Orsay. Los últimos procesos que se hicieron a unos libros subversivos (Sade o Guyotat, por ejemplo) parecían ya lejanos. Las interdicciones, también. De ahí el estupor ante la ofensiva del Ministerio del Interior, que se lanza de nuevo a una moralización de las publicaciones sexuales. La reciente Exposición de lo horrible ,que parece haber sido, por lo menos en un principio, un completo fracaso) ha sorprendido a -todos los observadores. ¿Por qué recurrir a una campaña tipo cruzada? ¿Por qué meterse en un asunto tan feo? ¿De dónde viene -o resucita- esta pasión por expurgar y controlar? Es extraño, pero también lógico.

En primer lugar, no olvidemos que el primer intento de resucitar la censura después de su casi desaparición en época de Giscard (1974: posibilidad de proyectar películas pornográficas) vino del feminismo. Fue Yvette Roudy, ministra socialista de los Derechos de la Mujer, quien empezó hace unos años a reclamar la prohibición de las "imágenes degradantes del cuerpo femenino" en la publicidad. Siguiendo los pasos del puritanismo feminista americano

primeros kilómetros de distancia entre el domicilio oficial del diputado y el lugar de la reunión al precio de 0,56 Ecus el kilómetro y los restantes al de 0,28. Un diputado con residencia en Madrid recibiría cada vez que viaja a Bruselas unas 150.000 pesetas y a él le cuesta el viaje, en tarifa normal y clase turista, unas 90.000 pesetas sin contar taxis de su casa al aeropuerto y otras zarandajas.

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Por cada día que asista a una sesión o reunión fuera de su domicilio recibe 148 Ecus, unas 19.700 pesetas y un hotel razonable en Bruselas o Estrasburgo cuesta unas 8.000 pesetas diarias a las que habría que añadir el precio de las comidas y cenas (manifestaciones en Estados Unidos), se pudo considerar en serio la posibilidad de unas Ieyes antisexistas" (famoso artículo de Simone de Beauvoir en Le Monde). Con el pretexto de defender una imagen pura, ideal, protegida, de la mujer, se procedió poco a poco a incriminar ideológicamente todo aquello que pudiera atentar contra ese sueño. La lógica es siempre la misma: se parte de representaciones simples para ir poniendo en tela de juicio, paulatinamente, una nebulosa de la cultura. Cierto es que madame Roudy, o Simone de Beauvoir, no reclamaban abiertamente que se volviera a abrir el proceso de Madame Bovary, o de Las flores del mal (dos célebres asuntos siempre sobre el tapete), pero cierta coloración del discurso feminista se prestaba a ello insidiosamente, cuando la mujer tenía derecho a nuevos sacrificios. La publicación -que no encontró resistencia- del Ulises de Joyce en París, en 1922 (cuando en Nueva York hubo que esperar hasta 1934), ¿podría volverse a discutir? Naturalmente que no, pero muchas posturas de carácter dogmático parecían, en el fondo, estarlo deseando. Eso era antes del terror al SIDA. Ahora estamos en otra época.

Ya no protección a la mujer, sino protección de la juventud. De la izquierda, la censura se ha pasado a la derecha; el eslogan también se ha deslizado hacia un miedo más fundamental, puesto que implica la salud. SIDA mental es probablemente la fórmula que más resonancia ha tenido en Francia desde aquella otra de Mueran los judíos. Como recordaba un director de publicaciones eróticas, la última orientación del Estado para denunciar hechos escandalosos fue durante la ocupación alemana, y apuntaba precisamente a los judíos. Miedo a un virus: siempre la misma historia. Y así es como hemos podido ver a Jack Lang, ahora en la oposición, proponer un grabado erótico de Picasso a Charles Pasqua (¿le habría ofrecido el mismo a su colega Roudy?; no lo sabemos). Más allá del aspecto cómico de la situación, hay en esto un síntoma de gran envergadura. Y el hecho de que se abra simultáneamente, en Lyon, el proceso de Barbie tampoco es del todo una casualidad. Por primera vez, en efecto, los franceses se enfrentan cara a cara con la realidad de su período de orden moral: la colaboración con uno de los temas más regresivos de la historia humana. En el fondo, el siglo XX tal vez no sea más que el siguiente enigma: ¿cómo se explica, de Alemania a Rusia, pasando por Europa, tal retroceso de la figuración? ¿Por esa negación mortal de la sexualidad que vuelve continuamente a obsesionar las mentes? Todo sucede como si un tal Freud no hubiera descubierto ni escrito nada nunca. Ahora bien, Freud, por lo menos, pronosticó una ley fundamental, a saber: que el olvido, la regresión, la censura, siempre pueden resurgir.

Por eso no hay que tomar a la ligera unos episodios sociales de esta índole. Dicen una verdad subterránea, dibujan en superficie unos movimientos que pueden, llegado el caso, acelerarse bruscamente. Todo lo que se relaciona con el sexo constituye una indicación segura. Puede decirse incluso que no hay brújula más precisa. Por eso se debe exigir constantemente, por principio, la mayor libertad en ese campo. Ceder en cuanto a las publicaciones sucias, vulgares, bajas, haría que muy pronto hasta las obras de arte, las novelas, fueran motivo de discusión. Hay quienes sueñan con ello desde siempre. ¿Los censores estarán ahí indefinidamente? Pero nosotros también, en suma.

Philippe Sollers es escritor francés, autor, entre otras, de las obras La revolución teórica de la pornografia, Sobre el materialismo, Visión en Nueva York, Mujeres y Le coeur absolu. Traductora: Erniría Calatayud.

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