Tribuna:

España y la lluvia

Un viajero que llegase a Madrid con la suficiente sensibilidad por equipaje para adentrarse en los entresijos de su vida cotidiana, se sorprendería no tanto de la agitación de sus calles ni de su atmósfera de inconformismo e insumisión, hoy, por lo demás, común a tantas ciudades. Más bien creo que llaman la atención los signos de frustración, cansancio y pesimismo sociales que empañan sus sueños. La crítica está en las niñas de todas las miradas. Pero se presiente algo oscuro, abrupto y hosco en sus gestos de protesta.Esa crítica es hoy una exigencia insoslayable, y por dos razones independien...

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Un viajero que llegase a Madrid con la suficiente sensibilidad por equipaje para adentrarse en los entresijos de su vida cotidiana, se sorprendería no tanto de la agitación de sus calles ni de su atmósfera de inconformismo e insumisión, hoy, por lo demás, común a tantas ciudades. Más bien creo que llaman la atención los signos de frustración, cansancio y pesimismo sociales que empañan sus sueños. La crítica está en las niñas de todas las miradas. Pero se presiente algo oscuro, abrupto y hosco en sus gestos de protesta.Esa crítica es hoy una exigencia insoslayable, y por dos razones independientes. Primero, porque aun considerando que a lo largo de esta última década española de reconstrucción y transición sociales se ha hecho lo mejor de todo aquello que era posible, ya es absolutamente indispensable tomar medidas, distancias y posiciones nuevas frente a ello. La crítica constituye a este respecto la condición necesaria de lo nuevo, y de su recreación. Pero, además, nunca se defenderá con bastante vehemencia el principio de la crítica en una cultura que, como la española, le ha cerrado tradicionalmente sus puertas, y ha carecido, además, de aquellos movimientos intelectuales europeos que configuraron su forma moderna: el humanismo filosófico, la reforma y la Ilustración.

Esta crítica ha estado y sigue estando estos días en boca de todos. Primero han sido los jóvenes, y contra un sistema cultural y educativo que no es capaz de abrirles posibilidades creativas de futuro. Luego han sido los trabajadores, alzando su protesta contra un orden de groseras renuncias y coacciones. Es muy claro el objetivo y el límite que desentrañan estas protestas: un orden cultural y educativo que no garantiza el desarrollo individual del conocimiento, de las capacidades creativas, y por tanto de un proyecto social de futuro, y una democracia que carece de concepto en cuanto a sus contenidos sociales.

Pero la propia inarticulación de estas protestas, y la violencia y manipulación de la que han sido objeto (una y otra vez sus gestos de crítica parecen encallar en consignas administrativas de cortas miras, y en ningún caso han tratado de abrazar un proyecto social y culturalmente más profundo) hace pensar en otro aspecto elemental de la cultura española. Ésta no sólo no ha asumido históricamente un sentido ilustrado, a la vez científico y social, de crítica, como pusieron de manifiesto intelectuales como Feijoo, Jovellanos o Cabarrús, sino tampoco su correlato positivo: la idea de progreso. No me refiero, claro está, a la primitiva concepción del progreso como resumen de electricidad más burocracia, que la izquierda española la ha heredado, al fin y al cabo, de la vertiente intelectualmente más pobre del marxismo, sino aquel concepto ético, estético y congnitivo de progreso que nació en los talleres de los artistas del Renacimiento, en los púlpitos de reformadores religiosos y en los gabinetes de los filósofos ilustrados.

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Llamar la atención sobre la ausencia de un principio crítico y de un ideal de progreso en la cultura española no resulta precisamente frecuente, pero tampoco es nuevo. Sobre la crítica en un sentido ilustrado, es decir, no como protesta y subversión, ni como lucha fratricida entre individualidades que sólo saben afirmarse a través de la negación intolerante de cualquier otra individualidad, sino sobre la crítica como instrumento de análisis, principio de independencia y medio de transformación, no sólo dejaron testimonios de debilidad los ilustrados españoles, sino también signos de amargura los intelectuales del siglo XX. Allí donde Unamuno proclamaba: "¡Que inventen ellos!", Ramón y Cajal sólo podía gritar que el investigador en España, con ser héroe, necesitaba, además, de las virtudes de un mártir. Y donde Menéndez Pelayo condenaba la ilustración europea como un espíritu ajeno a los valores esenciales de la cultura española, mal podía el krausismo erigir un principio ético y epistemológico de crítica.

En cuanto a la idea de progreso, entendido como proyecto de crecimiento y creatividad de una cultura, entendido, en fin, como libertad, tampoco ha sido un valor distinto de la cultura española. Se dirá que hoy no se habla de otra cosa que de modernidad, racionalización, competitividad y nuevas tecnologías. Pero esta incierta perspectiva política y tecnocrática del progreso no es sino una pálida réplica decadente de aquel ideal de progreso cultural formulado en su tiempo por un Basari, un Bacon o un Herder, y su actual significado legitimatorio y restrictivo está en realidad más cerca del dogmatismo teológico del catolicismo histórico que de las modernas filosofías críticas.

Precisamente, uno de los significados filosófica y culturalmente más relevante del pensamiento de Unamuno consistió en recordar los valores esenciales de la cultura histórica española en su abierta animadversión respecto al espíritu ni sustancial ni trascendente, sino crítico y transformador del progreso en su figura moderna. Ganivet resaltaba igualmente la indiferencia de la cultura española con respecto a los objetivos temporales del devenir histórico, comparándola metafóricamente con el destino trágico de una madre que ni se reconoce ni reconoce a sus hijos, porque su verdadera aspiración era en todo punto trascendente, fundamentalista y mística.

Recordar estos hitos oscuros de nuestra memoria histórica podrá ser cometido poco galante, pero de ningún modo superfluo de cara a las ambigüedades y conflictos que plantea la sociedad española de hoy. Se podría y quizá se debería decir a este propósito que la era y el concepto de cambio que han presidido las grandes decisiones de -los últimos años ha tocado a su fin. Lo que no significa más que reconocer las limitaciones y flaquezas que necesariamente entraña todo proceso social, con el fin de que sus ilusiones, hoy ya desfallecidas, resurjan una vez más de las cenizas. Las protestas que hoy invaden las calles son un claro signo de este agotamiento. Si su impulso encuentra el espacio y la tolerancia, tan necesaria como poco habitual entre nosotros, para abrirse paso como crítica articulada y reformulación de objetivos culturales nuevos, estas protestas llegarían a significar tanto como una señal de vitalidad y esperanza. De no encontrar estos medios, se retorcerá en su propia negatividad, como nihilismo, bien patente por lo demás estos días, y no conocerá más gloria que la de maltrechos héroes trágicos. De ahí la importancia, tanto filosófica como social, de aquella crítica capaz de reinventar un proyecto colectivo de futuro.

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