Tribuna:

Elogio del separatismo

La otra tarde, mientras escuchaba los resultados de las elecciones vascas, una radio me telefoneó para preguntarme: "¿Qué es lo que más echa usted en falta en la actual democracia española?". Respondí casi instintivamente: "Separatismo auténtico". Me parece que se lo tomaron como una butade y cortaron la conexión antes de darme tiempo para explicar lo que pretendía decir. Intentaré aclararlo ahora. Lo peculiar de la democracia moderna, en cuanto ruptura con el orden teocéntrico y las jerarquías genealógicas o gremiales anteriores, es la potenciación igualitaria del individuo. Las cara...

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La otra tarde, mientras escuchaba los resultados de las elecciones vascas, una radio me telefoneó para preguntarme: "¿Qué es lo que más echa usted en falta en la actual democracia española?". Respondí casi instintivamente: "Separatismo auténtico". Me parece que se lo tomaron como una butade y cortaron la conexión antes de darme tiempo para explicar lo que pretendía decir. Intentaré aclararlo ahora. Lo peculiar de la democracia moderna, en cuanto ruptura con el orden teocéntrico y las jerarquías genealógicas o gremiales anteriores, es la potenciación igualitaria del individuo. Las características de cada cual van dejando de ser relevantes en el plano de la participación política, mientras comienzan a sacralizarse en el terreno psicológico o estético. En cuanto ciudadanos, todos tenemos derecho a las mismas leyes, sin importar creencias, etnias, costumbres o sexo; en cuanto personas, cada cual tiene la opción de ser como sus dioses o sus demonios quieran. Por supuesto, hablo de un proceso o de un proyecto, no de algo definitivamente conseguido de una vez para siempre: sobre las dificultades económicas y burocráticas del asunto, ya se explayaron Marx, Bakunin, Weber et álli. Voy a referirme a otras pegas.

Sabemos que el derecho divino de los reyes o la nobleza de sangre son mitos políticos; la institución de los individuos iguales en cuanto a su ración de poder, diferentes en sus peculiaridades e invenciones, no es menos mitológica, pero se trata del mito propio de la democracia moderna, es decir, de nuestro mito. Insisto: lo verdaderamente nuevo del sentido moderno de la democracia es que funciona por y para los individuos, no para las naciones, los pueblos, los Estados. Desde un comienzo, sin embargo, surgen intentos de acuñar entidades colectivas más nobles, grandiosas y justas que los individuos, es decir, más similares a las viejas teocracias y autocracias dispuestas. Se vilipendia al individuo declarándolo forzosamente insolidario y rapaz, amén de corto de miras, como si las naciones o los imperios fuesen modelos de abnegación, desinterés y perspicacia histórica. Del mismo modo, cada vez que se habla del egoísmo como fundamento de la moral ateológica hay quien supone que se predica la rapiña contra los desvalidos (por cierto, una carta publicada con motivo de mi anterior artículo sobre el instinto de felicidad me sugiere la exigencia de otro ombudsman que proteja a los escritores contra la exagerada incompetencia de ciertos lectores: para comprar el periódico se debería exigir un sencillo certificado de aptitud o una declaración jurada de que no se le utilizará más que para envolver el bocadillo).

Naciones, pueblos, partidos, Estados y otros entes colectivos tienden a hipostasiarse y a convertirse en protagonistas a costa de los individuos. En lugar de que estos grupos sean instrumentos al servicio de los fines individuales, exigirán que los individuos sometan sus apetencias políticas a las de tales colectivos superiores. Al individuo no le quedará otra esfera más que la del comercio o la vida privada, mientras que la esfera pública permanecerá en manos de los especialistas en representar a las entidades colectivas. Los ungidos por tal representación, aunque hayan sido elegidos por los individuos, no serán responsables ante éstos, sino ante la entidad superior, que representan y cuyos verdaderos designios conocen mejor que nadie. Heredan así la infusión divina de los antiguos reyes, la natural jerarquía genealógica de los antiguos aristócratas. El mal no estriba en el mecanismo de elección democrática, quizá ni siquiera en la delegación del poder, sino en la hipóstasis de nación, pueblo, Estado o partido que genera unos intereses propios -gestionados oportunamente por los especialistas en representar colectivos- y contra los que ningún individuo puede hacer prevalecer su interés peculiar.

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El individuo cae así en una esquizofrenia que es el auténtico torpedo en la línea de flotación democrática: por un lado, sólo puede participar en lo tocante a sus negocios, sus aficiones o sus amores, pero en cuanto al mundo de la decisión política, lo que le corresponde es pertenecer. Y deberá limitarse a formar parte de tal o cual grupo sublime, cuyos elevados objetivos, debidamente explicitados por los líderes, habrán de ser los suyos propios. Se crea de este modo una lógica de la pertenencia, que se opone a la participación propiamente dicha. El individuo no podrá querer o proponer lo que se le ocurra, sino que será de tal o cual grupo que quiere y propone. Por otro lado, la pertenencia al grupo se convierte en el contenido del grupo mismo: ayer, ser socialista fue querer salir de la OTAN; hoy, ser socialista es permanecer en la OTAN, porque en el fondo ser socialista no es más que pertenecer al grupo socialista; uno vota a Herri Batasuna porque quiere la autodeterminación de Euskadi, y uno quiere la autodeterminación de Euskadi porque vota a Herri Batasuna, etcétera. Las listas cerradas en las elecciones son las más indiscutibles muestras de la lógica de la pertenencia frente a la libre participación individual. Y por esta misma lógica un especialista en representar puede separarse de su colectivo anterior y fundar otra entidad sin ningún contenido diferenciado, pero que brindará otra posibilidad de pertenencia..., lo que es tanto como un contenido político.

Ni la derecha ni la izquierda aspiran hoy a sustituir la obligación de pertenencia por la libertad de participación. La derecha propone el refugio en la privacidad comercial y narcisista, dejando los fastidiosos jaleos políticos en manos de los especialistas; la izquierda sigue esgrimiendo modelos gregarios abnegados y redentoristas, pese a los reveses de su aplicación histórica (por no hablar de Camboya o Etiopía, atengámonos a Rusia y China, que tras reinventar una versión industrial de esclavismo están a punto de descubrir a tropezones los algo ajados encantos de la economía de mercado). Mientras, los antiguos y nuevos nacionalismos exigen pertenencia, tal como los dos grandes bloques militares, cuya pertenencia condiciona cualquier otra opción. De aquí mi nostalgia por un auténtico separatismo, que no consistirá en separarme de aquellos para mejor acurrucarme junto a estos, sino que me librará de toda lógica de la pertenencia, pero sin obligarme a renunciar a la participación en la creación de lo político. Colaborar en grupos artificiales, experimentales, siempre supeditados a sus contenidos concretos y nunca con los contenidos subordinados a la entidad grupal ni a los líderes que la encarnan. Sin este separatismo, la democracia continuará secuestrada y decepcionante.

Y tras estas abstracciones, un aterrizaje de emergencia en Euskadi. Es el lugar donde más falta hace una buena dosis de separatismo, porque allí la lógica de la pertenencia es omnipotente. Lo único que cuenta es con quién está uno mejor, o mejor, contra quién se está. El miedo a chocar con los del entorno es tan imperioso como en Japón: es más fácil encontrar becerros de dos cabezas que individuos que piensen con la suya sin dejarse dictar las razones por su cuadrilla, su barrio o su grupo político. Y en cuanto se ha formado una peña lo suficientemente apretadita, se embiste en masa contra el rival de turno. En nombre del pueblo, todo el mundo habla como si fuera un pariente mudo que tiene uno en casa los jueves a la hora de almorzar, y se es tanto más pueblo y más jatorra cuanto menos se discrepa de los que hablan en nombre del pueblo. Pese al silencio estratégico actual de la violencia (que desgraciadamente, como vemos cada día, siempre parece quebradiza) y los bienintencionados intentos de buscarle amparos progresistas en Chomsky o Fanon, nuestro carlismo-leninismo autóctono cada vez se parece más a su mentor secreto, Carl Schmitt: un pueblo natural que se mantiene unido por medio de la lucha a muerte contra los enemigos exteriores y los traidores de casa; la situación de emergencia (Ernstfall) justifica cualquier medida que deba tomarse para asegurar la victoria final o la prolongación de la lucha...

Pero nadie tiene el monopolio de la pertenencia a ultranza y los rivales se van asemejando. El señor Leguina aparece por televisión para minimizar la importancia de las elecciones vascas, dado que en Eukalherría no hay muchos más votantes que en Carabanchel Alto y Villaverde, por ejemplo. Como siempre, el inconsciente político habla por la boca del político inconsciente: porque ser tomados por un barrio más de Madrid es precisamente lo que los vascos no quieren, y con toda la razón. Leguina, por favor, no pienses más y no nos ayudes a pacificar Euskadi: eres la cara de Madrid que mejor sirve para animar a la muchachada de Herri Batasuna. Y ojalá que al Partido Socialista de Euskadi no se le ocurra ahora, como único descubrimiento político, hacer antinacionalismo de derechas. El antinacionalismo de verdad, el de izquierdas, ya tuvieron tiempo de ejercerlo, y como si nada. Habría consistido en hacer mejor que los nacionalistas lo que de sensato éstos solicitaban: acabar con la tortura, agilizar las transferencias, resolver el tema de la Ertzaintza, del euskera, del paro, etcétera. Ahora ya no hay más remedio que jugar con los nacionalistas mansos como único medio de frenar a los nacionalistas que muerden. Esperemos que Txiki Benegas prefiera utilizar la cabeza en vez de ponerse a la cabeza. Y que vaya cundiendo el imprescindible separatismo democrático, que buena falta hace.

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