Editorial:

El terrorismo sij

LA MATANZA de 24 personas en Hoshiarpur, cometida a sangre fría por un grupo terrorista sij, ha desencadenado una oleada de violencia en otros Estados de la India; en Nueva Delhi, el Gobierno ha tenido que movilizar al Ejército para impedir que los choques entre hindúes y sijs se conviertan en un baño de sangre. Para paralizar a los cómplices del terrorismo, cientos de detenciones se han producido en Punjab; entre los detenidos figura un antiguo primer ministro y otras personalidades políticas y religiosas de máxima relevancia. El Gobierno Gandhi se halla acosado por crecientes críticas y en ...

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LA MATANZA de 24 personas en Hoshiarpur, cometida a sangre fría por un grupo terrorista sij, ha desencadenado una oleada de violencia en otros Estados de la India; en Nueva Delhi, el Gobierno ha tenido que movilizar al Ejército para impedir que los choques entre hindúes y sijs se conviertan en un baño de sangre. Para paralizar a los cómplices del terrorismo, cientos de detenciones se han producido en Punjab; entre los detenidos figura un antiguo primer ministro y otras personalidades políticas y religiosas de máxima relevancia. El Gobierno Gandhi se halla acosado por crecientes críticas y en Punjab la situación linda con la ingobernabilidad. Sería totalmente erróneo querer explicar el terrorismo sij como un fenómeno de vulgar criminalidad, por horribles que sean los asesinatos y atentados que ha cometido. En su raíz existe un problema nacional y religioso que lleva a grupos fanáticos a utilizar la violencia en sus formas más ciegas y salvajes. Desde eÍ fin de la dominación británica, el problema sij ha empezado a plantearse de forma aguda. Su expresión más radical ha sido la reivindicación de un Estado in dependiente, el Jalistán, que debería comprender, aproximadamente, el actual Punjab, uno de los Esta dos federados que constituyen la India. Esa reivindicación extremista ha sido siempre minoritaria; lo que demanda la gran mayoría de los sijs es el reconocimiento de su personalidad nacional y religiosa y, en concreto, la superación de una serie de discriminaciones de que ha sido víctima el Estado de Punjab, en el que ellos constituyen el grupo más numeroso. El auge del extremismo, con sus formas terroristas, ha sido en gran parte una consecuencia, en cierto modo patológica, del fracaso de los intentos de obtener, por parte del Gobierno de Nueva Delhi, una respuesta positiva.

Una constante de la política india en las últimas décadas ha sido esa incapacidad por consolidar una política moderada en Punjab. Y desgraciadamente parece que Rajiv Gandhi está abocado a un fracaso del mismo género. Éste demostró dotes de gobernante cuando, un año después del asesinato de su madre, logró concluir, en julio de 1985, un pacto con el principal partido nacional de los sijs, el Akali Dal, dándole satisfacción en muchas de sus reivindicaciones históricas. Parecía abrirse una nueva etapa. Según ese pacto, la ciudad supermoderna de Chandigarh -concebida por Le Corbusier en 1950-, que es ahora capital conjunta de los Estados de Punjab y Haryana, se tenía que convertir el verano pasado en capital exclusiva del primero. Tal promesa no se ha cumplido. Ni otras referentes a rectificaciones de frontera tendentes a concentrar en Punjab un mayor porcentaje de población sij, o a una distribución de aguas para facilitar los riegos en dicho Estado. La consecuencia ha sido no sólo que el terrorismo ha recibido mayor impulso, sino que del partido Akali Dal, que gobierna en Punjab colaborando con Nueva Delhi, se ha desgajado un amplio sector, adoptando posiciones extremistas. El candidato de este sector, Gurcharan Singh Thora, ha triunfado en la elección de presidente del comité encargado de administrar los 700 templos de los sijs, comité que dispone de fondos considerables. Y la detención de Thora en las últimas redadas será un motivo más de agitación extremista.

Rajiv Gandhi, en el problema de Punjab, lo mismo que en otros casos, ha querido promover una política nueva de acercamiento a las realidades nacionales de la India, e incluso ejercer una influencia moderadora en el problema tamil en la vecina isla de Sri Lanka, reconociendo la necesidad de respetar las diferencias tanto étnicas como linguísticas y buscando acuerdos para aislar a los partidarios de la violencia. Hasta cierto punto, los primeros meses del mandato de Rajiv Gandhi supusieron un freno, cuando menos retórico, a la política de unificación centralizadora seguida por el Gobierno de su madre, Indira, pero los pesos muertos del poder, la resistencia inmovilista del Partido del Congreso, que se ha convertido, con los años de poder, en un aparato semipetrificado, defensor de intereses creados, que se apoya en santones y notables para los cuales la corrupción es el medio de controlar los procesos electorales, han parado visiblemente ese proceso. El Congreso pareció aceptar al principio los propósitos modernizadores de Rajiv Gandhi, pero cada vez está más claro que una labor de zapa los está frenan do y paralizando. El caso de Punjab sirve para encender los enfrentamientos raciales y religiosos en diversos lugares del país. Ahora Gandhi está condenado a una política basada en la represión. Y no está claro de qué forma podrá recuperar una iniciativa sin la cual no hay solución duradera.

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