El placer de volver a la vida

16 niños españoles se han salvado de una muerte segura gracias al trasplante de hígado

Dieciséis niños españoles se han salvado de una muerte segura gracias al trasplante de hígado. Todos ellos han llegado al quirófano en situación desesperada, víctimas de dolencias progresivas e irreversibles. Los cirujanos han abierto sus pequeños abdómenes sabiendo que aquella era la última oportunidad que les quedaba, la única posibilidad de seguir viviendo. Más todavía: para muchos de estos niños, el trasplante era su única posibilidad de Regar, por fin, a vivir, porque muchos de ellos no sabían qué era saborear un helado, correr detrás de una pelota o dar una voltereta.

El más peque...

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Dieciséis niños españoles se han salvado de una muerte segura gracias al trasplante de hígado. Todos ellos han llegado al quirófano en situación desesperada, víctimas de dolencias progresivas e irreversibles. Los cirujanos han abierto sus pequeños abdómenes sabiendo que aquella era la última oportunidad que les quedaba, la única posibilidad de seguir viviendo. Más todavía: para muchos de estos niños, el trasplante era su única posibilidad de Regar, por fin, a vivir, porque muchos de ellos no sabían qué era saborear un helado, correr detrás de una pelota o dar una voltereta.

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El más pequeño de estos niños es Carlos Fernández Navarro, operado cuando apenas tenía 11 meses en el hospital Infantil de la Residencia Valle Hebrón de Barcelona. Carlos se encuentra bien y desde el pasado miércoles vive ya con sus padres fuera del hospital, en un apartamento que la generosidad del gobernador civil de Albacete ha puesto a su disposición.Los últimos días ha salido todas las mañanas a pasear y el sol le ha tostado los moñetes, dejándole una piel saludable y rosácea, que en nada recuerda ya a la de aquel niño de color verdoso, preludio de un fin ya muy próximo. Cuando fue sometido a trasplante, apenas pesaba seis kilos y medio. "Me estremecía cada vez que ponía su bracito junto a mi brazo y veía su piel cada vez más verde", explica la madre, feliz de ver cómo su hijo sonríe y saca la lengua cuando le hacen gracias o intenta, resuelto, dar sus primeros pasos.

Minados por la enfermedad

"La mayoría de los niños trasplantados han llegado a la operación en una situación terminal", explica el doctor Vicente Martínez Ibáñez, jefe del programa de trasplante hepático del hospital Infantil de Valle Hebrán, que ha realizado hasta ahora, junto al doctor Carles Margarit, 11 trasplantes a otros tantos niños. "Se trata, en la mayoría de los casos, de enfermedades congénitas, básicamente atresias biliares y errores metabólicos, de carácter progresivo e irreversible, contratas que no existe ningún tratamiento clínico ni quirúrgico, a excepción del trasplante".

El hígado es el laboratorio del organismo donde los alimentos se transforman en energía. Por eso, muchos de Ios niños han llegado al trasplante con la capacidad física y motriz seriamente mermada, un peso muy por debajo del que les corresponde, sin fuerzas, con un abdomen desmesuradamente abultado y en estado psicológico de postración.

Primero la piel se vuelve amarilla, pero poco a poco se va tomando verdosa y cuando el estado empeora pueden producirse hemorragias en cualquier parte del cuerpo. La urgencia del trasplante es, entonces, absoluta.

La enfermedad les ha privado de muchos placeres. La anorexia y un régimen basado en alimentos hervidos sin condimentar les ha impedido saborear, la comida. Y los dulces y las golosinas no han existido para estos niños. De modo que los trasplantados más pequeños, cuya enfermedad se diagnosticó al nacer, no han llevado nunca una vida normal.

"Es emocionante ver después del trasplante cómo descubren el helado, los batidos, o el pastelito de tal o cual marca", explica el doctor Martínez Ibáñez. En algunos casos, como el de Mánica, una niña de Tenerife, o Elisabet, de Barcelona, la enfermedad les ha sorprendido más tarde. Fueron operadas cuando tenían ocho años. Ellas sí sabían, por tanto, qué significa encontrarse bien, poder ir en bicicleta, saltar a la goma sin esfuerzo. Por eso, al salir del hospital, se volcaron a la vida. Elisabet volvió hace poco, pero no por un amago de rechazo, sino por haberse roto la clavícula mientras disputaba una carrera en bicicleta.

También Javier Trapiello, de Avilés, operado hace apenas unos días en Valle Hebrán, tiene unas enormes ganas de vivir. Coloca el brazo bajo la nuca y explica, con una sonrisa traviesilla, que el diente que le falta le saltó un día que se cayó yendo en bicicleta: "Ahora se mueve otro. Lo tendré que poner debajo de la almohada del hospital", dice.

Los niños reciben atención psicológica desde que son incluidos en la lista de espera. Pero muchas -veces, son los padres quienes más la necesitan, porque han sufrido mucho y todavía les queda lo peor. "Cuando vamos a entrar al quirófano les repito que el riesgo es enorme, incluso de que el niño no resista la operación, y les digo que pueden despedirse de él con la seguridad de que han hecho todo lo que han podido y de que nosotros, los médicos, también lo haremos en el quirófano".

La gravedad de su dolencia convierte a estos niños en el centro de atención de toda la familia. Luego, en el hospital, la excepcionalidad del trasplante también los convierte en el centro de todas las atenciones. Por eso se convierten en niños supermimados, pero, lejos de ser ser un inconveniente, constituye un impulso terapéutico. El estímulo decisivo lo constituye, sin embargo, la alegría de recuperar la piel blanca y las posibilidades perdidas.

"Los niños trasplantados pueden llevar una vida absolutamente normal después del posoperatorio, que dura apenas un mes y medio", explica el doctor Ignacio Landa, que junto a los doctores Calleja, Gómez y Jover integran el equipo quirúrgico del doctor Moreno González, de la Residencia Primero de Octubre.

Los médicos saben que tarde o temprano habrán de afrontar la pregunta angustiada de los padres: "¿Cuánto vivirá ahora, doctor?". La respuesta del doctor Martínez Ibáñez es escueta: "En Denver (EE UU) vive una chica de 19 años que fue trasplantada cuando tenía dos". Eso fue hace 17 años, cuando los quiráfanos no eran lo que son y mucho antes de que se pudiera soñar con algo parecido a la ciclosporina, la droga que evita el rechazo. Las posibilidades de vivir de estos niños son ahora indefinidas, como las de todos.

La única secuela del trasplante será una cicatriz en el abdomen y la obligación de tomar una cucharadita de jarabe -la milagrosa ciclosporina- cada día. Álgunos padres, después de haber hecho lo indecible, ven a sus hijos tan recuperados, que la cucháradita diaria se les hace una montaña. "¿Y toda la vida tendrá que toniarla?". La pregunta revela que ellos también han recuperado la normalidad.

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