Editorial:

La tragedia nuclear

EL ACCIDENTE ocurrido el pasado fin de semana en la central nuclear de Chernobil, situada a 130 kilómetros al norte de la capital de la república soviética de Ucrania, es el más grave producido hasta el momento en la historia de esta compleja tecnología energética. Incluso si no se confirmasen las cifras de víctimas adelantadas por fuentes norteamericanas -que estiman en más de 2.000 el número de muertos y entre 10.000 y 15.000 el de personas evacuadas de la zona-, los datos conocidos hacen temer que se trate de una catástrofe de grandes dimensiones y efectos duraderos.La actitud de las autori...

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EL ACCIDENTE ocurrido el pasado fin de semana en la central nuclear de Chernobil, situada a 130 kilómetros al norte de la capital de la república soviética de Ucrania, es el más grave producido hasta el momento en la historia de esta compleja tecnología energética. Incluso si no se confirmasen las cifras de víctimas adelantadas por fuentes norteamericanas -que estiman en más de 2.000 el número de muertos y entre 10.000 y 15.000 el de personas evacuadas de la zona-, los datos conocidos hacen temer que se trate de una catástrofe de grandes dimensiones y efectos duraderos.La actitud de las autoridades soviéticas, que sólo reconocieron el accidente 24 horas después de producido, y únicamente tras la alarma dada por el Gobierno sueco, hacen razonable la desconfianza con que en todo el mundo han sido acogidas las escuestas y versiones de esas autoridades; incluso cabe pensar que, de no mediar la intervención de Suecia, jamás se hubiera reconocido el accidente. Fuentes científicas de Alemania Occidental han, adelantado, por lo demás, que la naturaleza del accidente -fusión del grafito en el interior de uno de los reactores- constituye el supuesto de máximo riesgo de todos los posibles en instalaciones de este tipo.

Ya a raíz de] suceso de Harrisburg, en Estados Unidos, se puso de manifiesto que era más lo que se desconocía que lo que se sabía en relación a los peligros potenciales de las centrales nucleares. El informe Kemeny, preparado entonces por encargo del presidente Carter, reconocía, por ejemplo, que problemas fundamentales, como el de los peligros derivados de la acumulación de residuos dentro de las centrales nucleares, no habían sido evaluados. Ahora se informa que nada se sabía sobre las condiciones que podría provocar la fusión del grafito, aunque sí que, caso de producirse dicho fenómeno, se ocasionaría una reacción nuclear en cadena muy difícil de detener y de consencuencias incalculables.

El accidente de la central soviética -que podría no ser el primero de comparable gravedad: fuentes norteamericanas insisten en una catástrofe similar registrada en la URS S a fines de los años cincuenta- ha puesto de relieve no sólo las grandes lagunas técnicas respecto a la seguridad todavía existentes, sino la ausencia total de una normativa internacional al respecto. Y, sin embargo, el hecho de que la nube radiactiva haya sido detectada en Escandinavia indica hasta qué punto el problema desborda las fronteras en que los Gobiernos ejercen su función.

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Instituciones como la Agencia Internacional de la Energía Atómica (AIEA), con sede en Viena, recomiendan a los países miembros el intercambio de informaciones relativas a accidentes producidos, de cara a la adopción de eventuales medidas complementarias de seguridad, pero ninguna norma jurídica sobre cuáles deban considerarse medidas obligatorias existe en el mundo.

La convicción según la cual en el mundo occidental las centrales en funcionamiento están sometidas a condiciones de seguridad mucho más exigentes que las situadas en países del bloque soviético, se apoya en la inexistencia en este último de una opinión pública con capacidad de influir en las decisiones; pero el hecho de que los técnicos suecos que detectaron la nube radiactiva creyeran inicialmente que se trataba de una fuga de sus propias centrales, demuestra que ni siquiera los sistemas de detección de riesgo ofrecen, incluso en los países occidentales con tecnología más avanzada, garantías suficientes.

La apuesta mundial por la energía nuclear (en el mundo existían a fines de 1982 un total de 276 reactores en funcionamiento y otros 234 en construcción o en fase de proyecto) se relacionó con el incremento del precio de los crudos. Doce años después del inicio de la crisis de la energía, la experiencia parece irreversible. El nuclear es un riesgo con el que está condenado a vivir el mundo, incluso en aquellos países que han decidido prescindir de él. El accidente de Chernobil, incluso si sus efectos no llegan a ser los que hoy se temen, obligarán a modificar drásticamente los términos del debate sobre la utilización civil de la energía nuclear. Y demuestran la necesidad de acuerdos internacionales que no dejen al albur del riesgo ajeno la seguridad propia.

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