Tribuna:MADRID RESUCITADO

Atocha

La calle de Atocha es un angosto túnel del tiempo, pasaje lóbrego en el que las huellas de la historia se perciben dificultosamente a través de placas e inscripciones borrosas. La pátina que recubre sus edificios corre a cargo del intenso tráfico rodado: los tubos de escape de los automóviles han homogeneizado las fachadas, hermanándolas con la severidad de un gris carbonilla que no respeta las peculiaridades.Nace esta calle en la plaza de la Provincia, junto a los muros del palacio, de Santa Cruz, antigua cárcel de Corte que se abrió a los asuntos extranjeros tras su custodia de los más dísco...

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La calle de Atocha es un angosto túnel del tiempo, pasaje lóbrego en el que las huellas de la historia se perciben dificultosamente a través de placas e inscripciones borrosas. La pátina que recubre sus edificios corre a cargo del intenso tráfico rodado: los tubos de escape de los automóviles han homogeneizado las fachadas, hermanándolas con la severidad de un gris carbonilla que no respeta las peculiaridades.Nace esta calle en la plaza de la Provincia, junto a los muros del palacio, de Santa Cruz, antigua cárcel de Corte que se abrió a los asuntos extranjeros tras su custodia de los más díscolos de la villa. Residencia provisional de Lope y de Candelas, última morada de Riego, escenario de la rocambolesca fuga de Olózaga.

Pronto se ensancha Atocha para formar la plaza de Benavente; a las puertas de la antigua Casa de los Gremios o Aduana Vieja, las meretrices siguen cobrando tributo y ejercen su profesión desde las primeras horas de la mañana. Brilla en esta populosa encrucijada el edificio del teatro Calderón, emporio del género frívolo, receptáculo habitual de revistas musicales y desfiles folclóricos, historiado y barroco por dentro y por fuera, ensabanado con los cartelones que siluetean los contornos de las primeras vedettes.

Luego vuelve a sumirse Atocha en sus estrecheces, y continúa encajonada hasta Antón Martín. Este tramo se ilumina con los escaparates de los mayoristas deropa, tradicionales firmas como Bobo y Pequeño, señuelo habitual de los bromistas telefónicos, que repetían hasta la saciedad el manido chiste: "¿Es Bobo y Pequeño? ¿Sí? Pues a ver si se espabila y crece". La Catedral de las Colchas no deja dudas, con su orgullosa denominación, de su extenso muestrario. Ferreterías y mercerías de toda la vida cohabitan con bares remozados e impersonales.

Antón Martín, discípulo y colega de san Juan de Dios, ve reducido su patronazgo a una estación de metro. En el siglo XVI creó aquí el hospital del Amor de Dios, que, en abierta contradicción con su nombre, se especializó en el tratamiento de los morbos provocado por el amor profano. Pronto ostentaron con impudicia muchos madrileños la impronta de este hospital venéreo, siendo los hijos de esta urbe reconocidos, según el epigrama de Salicio, por llevar "marcado el cuello con sellos de Antón Martín". La tradición hospitalaria del barrio se prolonga hasta la glorieta de Atocha, con el hospital de San Carlos, antigua facultad de Medicina.

Tradición y modernidad

En este último tramo, la calle se ensancha y ofrece restos de un comercio especializado en el tema médico, conservando también establecimientos de secular abolengo, una antigua cerería, una cacharrería que muestra, en un mínimo espacio, todo un museo de utensilios cerámicos supervivientes al plástico, Casa Pajuelo, miel y artículos de matanza, los Almacenes San Carlos y, fundiendo tradición y modernidad, Va Como Va, tienda y taller artesano en el que la moda, surge de antiguos moldes y de materiales nobles en lucha contra lo sintético. Va Como Va ha recuperado la fachada art-nouveau de una antigua lechería.

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Asoma sobre Atocha, a la altura de Antón Martín, el mundo de la farándula: el teatro Monumental, el primero, en utilizar una estructura de hormigón armado, se ha especializado, por mor de su buena acústica, en espectáculos musicales.

Los comediantes, inquilinos habituales de las Huertas, que tenían su mentidero en la calle del León, entronizaron en la cercana iglesia de San Sebastián la modesta imagen de su patrona, la Virgen de la Novena, copia de la copia de un cuadro sin valor artístico, pero con cualidades taumatúrgicas. Una ojeada a las listas de feligreses de la parroquia basta para intuir la antigua importancia de esta malhadada iglesia, reconstruida sin arte, huérfana de sus tesoros, ennoblecida por el espurio enterramiento de Lope de Vega, cuyos restos fueron a parar a la fosa común cuando el párroco buscaba sitio para dar honrosa sepultura a su hermana.

Uno de los vecinos del barrio, don Miguel de Cervantes, vio publicado por primera vez su Quijote en una imprenta de esta calle; la placa que lo recuerda aparece ahora velada por los andamiajes que anuncian la salvación in artículo mortis de un edificio que estuvo a punto de caer bajo la piqueta.

Entre Antón Martín y Benavente, en los días señalados por el calendario, se siguen formando largas colas que dan acceso a las catacumbas del Consulado, una de las primeras salas de juventud que se abrieron en Madrid, pabellón subterráneo dedicado a los bailes antiguos y modernos, pista de pruebas de noviazgos improvisados entre honestas chicas de servicio y reclutas de permiso.

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