Tribuna:MADRID, RESUCITADO

Toledo

Ni siquiera Fellini, en sus ubérrimos delirios de Amarcord, hubiera imaginado que existiesen atributos capaces de rellenar de forma conveniente las vertiginosas copas del ciclópeo sostén que exhibe, impúdico y grotesco, este comercio de corsetería de la calle de Toledo especializado en tallas grandes. Un maniquí monstruoso, envuelto en una kilométrica bata guateada, preside el escaparate: Venus exuberante que centra una composición alegórica de fajas enormes, bragas imposibles y ligueros capaces de abarcar un hemisferio.Los escaparates de la calle vivieron mejores tiempos y cargan ahora...

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Ni siquiera Fellini, en sus ubérrimos delirios de Amarcord, hubiera imaginado que existiesen atributos capaces de rellenar de forma conveniente las vertiginosas copas del ciclópeo sostén que exhibe, impúdico y grotesco, este comercio de corsetería de la calle de Toledo especializado en tallas grandes. Un maniquí monstruoso, envuelto en una kilométrica bata guateada, preside el escaparate: Venus exuberante que centra una composición alegórica de fajas enormes, bragas imposibles y ligueros capaces de abarcar un hemisferio.Los escaparates de la calle vivieron mejores tiempos y cargan ahora con el polvo y la mugre que desprenden los vehículos y con los achaques de la edad. Se desplazó el centro hacia otros barrios y ha perdido su hegemonía esta avenida que diera entrada en la ciudad a los forasteros del Sur y del Levante, de La Mancha y la Extremadura. Aquí instalaban sus cajones y tabucos toda laya de vendedores ambulantes que llamaron la atención de El curioso parlante, don Ramón de Mesonero Romanos, que veía aquí una "España en miniatura" y distinguía por su atuendo la procedencia de arrieros y hortelanos, sacamuelas y truhanes, artesanos y buhoneros, que pernoctaban en las posadas de la Cava y comerciaban con desaforados pregones y expresivos aspavientos.

La vecindad del Rastro y de las Cavas, la plaza Mayor y el barrio de La Latina, la Morería cercana y el contiguo mercado de la Cebada conforman el genuino casticismo de esta calle, proto-Gran-Vía arrumbada de los barrios bajos, cátedra del madrileñismo militante a la sombra de las torres de San Isidro, catedral espúrea que contiene las urnas funerarias del patrón de Madrid y de su santa esposa circundados de espesos dorados, metopas y revocos que ocultan la modestia del templo, vagamente iluminado desde la cúpula encamonada, ingenioso artificio arquitectónico que abarataba los costes con su armazón de madera.

Adosado a San Isidro figura el instituto del mismo nombre, germen de la Universidad madrileña, que contó entre sus alumnos más notables con Lope, Quevedo, Baroja, Benavente y Aleixandre. Su patio herreriano con las águilas bicéfalas de su fundadora, la emperatriz Mariana de Austria, y la capilla de la Inmaculada, cuyo dogma exaltan los coloristas frescos de Delgado, un pintor discípulo de Palomino, conviven malamente con las modernas y sórdidas edificaciones actuales.

En la plaza de la Cebada se hallaba también el hospital de La Latina, fundación de doña Beatriz Galindo, hoy teatro de variedades bajo la advocación de Lina Morgan. En este teatro se examinaban hasta hace poco tiempo los candidatos a artistas para obtener el carné del Sindicato Vertical de Teatro, Circo, Variedades y Folclor, ante un tribunal de funcionarios severísimos.

Esta plaza fue también escenario de la ejecución de Riego, y luego mercado de abastos, bajo la estructura metálica creada por Calvo Pereira al estilo de Eiffel y con el recuerdo de Les Halles parisienses.

Demolido recientemente, aún se preguntan los vecinos del barrio qué se hizo con todos aquellos artísticos hierros, suponiendo que su destrucción llevó aparejado el enriquecimiento de algún revendedor espabilado. El nuevo edificio, de una fealdad insólita, sigue albergando uno de los mercados más abigarrados y castizos de la urbe y una piscina cubierta con vocación de Ganges suburbano.

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El otro monumento de la calle de Toledo es la olvidada Fuentecilla, a la que poco le cuadra el diminutivo por su monumental estampa. Un oso, un dragón y un león que guarda bajo una de sus garras el globo terráqueo se dan cita en el incómodo pedestal, demasiado pequeño para albergar tanta grandeza zoológica y emblemática.

En la Fuentecilla, que mandó construir Fernando VII, figuran representadas algunas contradicciones de esta ciudad inventada; la grandeza de los símbolos contrasta con la ingenua tosquedad de la talla, y su pretensión monumental tropieza con lo grotesco de su factura. Una a una fueron cayendo las letras de su leyenda, sustituidas por grafitos anónimos, y hay que tener por lo menos un gramo de locura y una tonelada de amor a la Villa para encontrar en tan descabalada fuente un átomo de belleza, como la halla este cronista, que afirma, sin rubor, su admiración por este espantajo.

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