Cartas al director

La muerte de una niña

Omayra Sánchez, colombiana, de 12 años, ha muerto. Pero la suya ha sido una muerte de lujo y a todo color, porque la antigua metrópoli desplazó hasta ella la más sofisticada tecnología de telecomunicaciones para que varios millones de telespectadores entretuviéramos algunos minutos del sábado noche confemplando un espectáculo extraordinario: una muerte en directo (prueba inequívoca de que la realidad termina superando al cine).Sólo la aprisionaban unos cuantos escombros y varios metros cúbicos de agua y sobrevivió durante tres días. Dicen desde allí que una motobomba capaz de ach...

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Omayra Sánchez, colombiana, de 12 años, ha muerto. Pero la suya ha sido una muerte de lujo y a todo color, porque la antigua metrópoli desplazó hasta ella la más sofisticada tecnología de telecomunicaciones para que varios millones de telespectadores entretuviéramos algunos minutos del sábado noche confemplando un espectáculo extraordinario: una muerte en directo (prueba inequívoca de que la realidad termina superando al cine).Sólo la aprisionaban unos cuantos escombros y varios metros cúbicos de agua y sobrevivió durante tres días. Dicen desde allí que una motobomba capaz de achicar el agua le hubiese salvado la vida. Una bomba, ¡ese viejo cacharro! Pero entonces, Omayra, el espectáculo no hubiese sido interesante. ¿Qué importancia tendría una niña de 12 años atrapada y con el agua al cuello si no tenemos la certeza de su muerte final?

Por televisión pudimos ver cómo alguien, con un mono azul, cual ayudante de rodaje, se fumaba un cigarro al borde de la charca, sin duda evitando interferir.

Además de los minutos televisados, hoy, domingo, hemos podido regodearnos un poco más con varios artículos en la Prensa. Seguramente se escribirán más, y hasta es posible qye alguien gane un premio con esta historia, para que quede constancia de las altas cotas de incivilización y podredumbre a que hemos llegado los que con orgullo nos autodenominarnos civilización occidental.-

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