Tribuna:MEMORIAS DE UN HIJO DEL SIGLO

21 / Mi guerra civil

La guerra era un cartel en una esquina de mi calle: un soldado con casco y, en torno del casco, un laurel invicto. Niño de triciclo, yo, en seguida pensé que el laurel se despegaba del casco. El cartel no estaba bien hecho (1). Los moros, los regulares, los legionarios, los cadetes, todos pasando por mi plaza, en camiones, con el fusil en alto, camino de Capitanía. Creo que alcancé así como el último año de la guerra civil. Al general Saliquet lo mataron en las escaleras de Capitanía, VII Región Militar, el mismo 18 de julio.Había un falangista local y tuberculoso, medio novio de una tía mía, ...

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La guerra era un cartel en una esquina de mi calle: un soldado con casco y, en torno del casco, un laurel invicto. Niño de triciclo, yo, en seguida pensé que el laurel se despegaba del casco. El cartel no estaba bien hecho (1). Los moros, los regulares, los legionarios, los cadetes, todos pasando por mi plaza, en camiones, con el fusil en alto, camino de Capitanía. Creo que alcancé así como el último año de la guerra civil. Al general Saliquet lo mataron en las escaleras de Capitanía, VII Región Militar, el mismo 18 de julio.Había un falangista local y tuberculoso, medio novio de una tía mía, que venía por casa cada vez que tenía una hemoptisis y le daban un permiso. Una vez que yo discutía con un primo mío por un lapicero de dibujar, el falangista partió el lápiz y nos dio una mitad a cada uno. Era el simplismo de la Falange. Creían que así iban a repartir España, como un lapicero. Pero luego me llevó a los autos de choque, el falangista, en Valladolid, y cada vez que él topaba, yo, inadvertido del golpe, me daba con los dientes contra el volante. Pude haberme dejado allí mi hermosa, dentadura, hasta que decidí sujetarme bien a la carrocería de latón de los coches. Se veía que la agresión y la guerra podían más en el falangista que el cuidado de un niño. El tipo murió en el frente, tuberculoso o de una bala. Casi me alegré, recordando los autos de choque. "Mañanas del bar Cantábrico", como ha escrito don Francisco de Cossío en su libro Manolo, elegía del hijo falangista que le murió en la guerra (2). Mañanas del bar Cantábrico, siempre en Valladolid, calle de Santiago, esquina a la plaza Mayor. Por allí aparecía don Federico García Sanchiz, tan caracterizado de guerrero, con su capote de cuello de piel, que nadie podía creer que hubiese estado en la guerra. El bar Cantábrico (hoy desaparecido) era ya el cubismo de Picasso pasado por el lujo provinciano. Picasso ha cambiado, sobre todo, la estética de los bares del siglo. Hasta los vasos siguen siendo cubistas, altos y rectos, y hay que pedir el whisky en vaso bajo, de cocina, si quiere uno tornarlo a gusto.

Otra aparición muy de la guerra / posguerra era Millán Astray, fundador de la Legión y una especie de vizconde demediado a lo Ítalo Calvino. Míllán Astray era medio hombre, medio ojo, media pierna, medio brazo, media muerte, media vida, media cruz, y toda aquella mitad de hombre se erguía mucho, hasta llenar el hotel, y nos ofrecía fotos suyas, sin que se las hubiésemos pedido, y nos dedicaba una con aquellas dedicatorias transversales de la época. Luego, de paisano y con sombrero -"los rojos no usaban sombrero"-, Millán Astray seguía siendo héroe, raptaba a Celia Gámez para llevarla a matrimonio con honesto marido. 0 la guardia mora de Franco, que iba a ambos lados del coche y lo enverjaba de lanzas andantes, tal como lo vimos en la plaza Mayor de Valladolid, lo cual que su perfil remoto y tan cercano, a mí, lo que más que recordó fue los sellos de Correos. También estuvo en Valladolid el doctor Radío, ministro de Perón, a traernos trigo. Trigo que, según se decía, Franco no utilizaba para remediar el hambre de los españoles, sino que lo recibía en un puerto y lo vendía en otro, porque lo que le interesaba eran las divisas. Cuando Perón se enteró del trapicheo, se nos acabó el trigo y seguimos comiendo pan negro, pan de salvados, que entonces era estigma de pobres y hoy es lujo de grandes restaurantes y dietética may recomendada. La que no se llegó nunca hasta nuestra ciudad fue doña María Eva Duarte de Perán, Evita, que nos decían que era mujer muy hermosa de ver y de mirar; sólo la he visto luego, por los noticiarios y eso, y era una especie de María Félix metida en política y metida en rubia. Los europeos sabemos muy poca geografia americana; para qué engañarnos, todo nos parece igual, y Louis Aragon, en su novela Las campanas de Ba silea, habla de Argentina como un país tropical. Ya decía De Gaulle que los franceses no saben geografía. (Sin duda porque no encuentran nada interesante fuera de París, como los venecianos no viajan jamás al resto de Italia: para qué.) De Gaulle, general al fin, imponía la guerra como didáctica para enseñar geografía a los franceses.

En el número 10 o 12 de mi misma calle estaba el cuartel general de la Falange agraria de Onésimo Redondo, y teníamos un amigo en la banda, infantil, Pepe, que era naturalmente el jefe, con machete de flecha o de cadete, pese a lo cual (y admiraba mucho a, Pepe) jamás me afilié a la cosa de la Falange, ni mi familia me lo hubiera consentido. De la calle de San Blas, 10 o 12, de Valladolid, salían los pretorianos de la: Falange que una vez golpearon a un hombre en la cabeza, un domingo, hasta dejársela hecha una bola de sangre. Aquello era una conspiración confusa de líricos de mentira y matones de verdad. Pero yo era muy pequeño y hacía figuras con el barro santo que se daba naturalmente en la calle. Cuando había aviso de bombardeos, aunque la mía fue zona pacífica, nos bajábamos al refugio, que estaba al lado de mi casa, muchas escaleras de piedra primitiva, y allí la gente rezaba el rosario y los niños jugábamos a mirarle la rayita a las niñas sin braga. A la puerta había una tabla de madera que ponía "refugio".

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-Que ha caído una bomba en la estación.

-Bueno, la estación está muy lejos.

Era la estación del Norte, naturalmente. También nos bajaban a otro refugio que había al lado de un parvulario adonde yo iba, en la calle de los Arces. A este refugio se entraba por una cantina, y lo más que yo notaba era que la humedad y el frío de la piedra me congelaban un poco la tripa. Lo otro, el peligro de las bombas, era una cosa de personas mayores que me daba igual. También allí se pasaban el tiempo del bombardeo rezando el rosario (es asombrosa la capacidad del español, o de la española media, para organizar rosarios colectivos), y yo no veía la relación, a favor o en contra, del rosario con las bombas. Cuando volvíamos a la calle, la gran explosión era la luz, el sol, y a mí me parecía que todo aquello del refugio había sido un infantilismo típico de personas mayores. No pasaba nada. Pero las sirenas seguían cortando el aire como pájaros sombríos y lineales.

Sólo cuando llegué al uso de razón, si es que he llegado, comprendí que en mi primera infancia había habido una guerra, la más cruenta y absoluta guerra de la historia de España. "Nos matarán jugando", dice el verso de un poeta. Pero yo me había pasado la guerra jugando. La primera posguerra nos trajo una mitología que tampoco nos fascinaba mucho, porque ya teníamos nuestra mitología infantil de gánsteres y piratas, y todo lo español nos recordaba un poco la zarzuela que cantaban nuestras tías, a la hora de pasar el polvo, como decían ellas, con las criadas de coristas de la cuarta de Apolo, y sin saberlo. Aparte de Franco, que siempre me resultó, curiosamente, una figura neutra, los otros, el gentío de la guerra, eran moros sucios, regulares raros, legionarios con el cuerpo recorrido de sirenas de tinta y cicatrices, falangistas que cantaban himnos y tenían las mejores novias, mientras sacaban a toda prisa las oposiciones, generales remotos como astros y gobernadores civiles incógnitos. El virrey de cada provincia era el delegado de Abastos, mucho más que el gobernador. Abastos era como la pirámide de la abundancia, llena de toda la comida que no se habían comido los muertos de la guerra, y había que acercarse a aquella cosa faraónica y burocrática, como seguramente los egipcios del Imperio, para tener azucar de color oscuro, un azúcar vivo que se movía, pan negro, pan blanco, aceite de oliva que había engordado la aceituna y el olivo todo dando sombra a los cadáveres sin enterrar de los braceros muertos. Estábamos aprendiendo a leer y mirábamos mucho los periódicos. El que más venía (aparte de Franco, claro) era Serrano Súñer, un señor que mandaba muchísimo y que decían que era aún más malo que Franco . En las fotos, uniformado de fascista español, delgado y felino era como un Hifier en más guapo. Franco, aunque eran parientes, le apartó pronto de su lado. No sé si Franco era tonto, pero sabía deshacerse de los listos. Un día, así como en el setenta, tantos siglos más tarde, Serrano Súñer me mandó su libro Ensayos al viento, que eran artículos con prólogo de Azorín (3).

Azorín, según norma de fábrica, había dedicado el prólogo a hablar de Saavedra Fajardo, echando balones fuera con la finura con que lo hizo siempre (y no es que se me, oculte la alegoría Saavedra/ Serrano). En estos artículos, publicados previamente en el Arriba o así, Serrano, desde un liberalismo más bien antidemocrático, se ve que había tenido más afinidades con Mussolini que con Hitler, aunque en los cuarenta pareciese lo contrario. De Mussolini llega a escribir que es el mayor hombre de Estado de este siglo. Cuando el doctor Marañón, inexplicable e innecesariamente, traduce y prologa el libro Almas ardiendo (humorizado por el humorista Llopís como Almas fritas), del fascista belga León Degrelle, Serrano se apresura a explicarlo y justificarlo. Serrano fue muy amigo de Dionisio Ridruejo, pero jamás jugó tan fuerte como Ridruejo la postura de la rectificación histórica. Una vez, firmando yo ejemplares rutinarios en la Feria del Libro, pregunté el nombre al comprador de turno, sin. levantar la cabeza:

-Ramón Serrano Súñer.

Al bolígrafo se le secó de golpe la tinta. Nos saludamos mucho y me presentó a su esposa, hermana de doña Carmen Polo de Franco. Vázquez Montalbán ha definido al Serrano tardío corno "un anciano pulcro". Desde aquella tarde del Retiro y las firmas he sido amigo del anciano pulcro. Este verano he buscado y encontrado, entre los libros de la dacha, el de don Ramón (también conozco Entre Hendaya y Gibraltar, naturalmente), para hacer esta breve semblanza, y me ha decepcionado un poco. Es un político muy inteligente que redacta con lucidez. Es un conservador irrecuperable que dedicó su largo exilio interior a razonar su conservatismo. En el Poder, quizá, no habría tenido tiempo de razonar nada. En el mal genio dicen que sí se asemejaba a Hitler más que a su amado Mussolini. Pero la madurez -y la Historia o contrahistoria- le dieron en seguida una paz dialogante y llena de curiosidades, que le hace muy grato. Cuando él era el Hitler español, yo hacía figuras de barro santo para las niñas de mi calle. Los aviones cortaban el aire como pájaros sombríos y lineales.

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