Tribuna:

El pato

La mar se puso femenina. Una brisa levemente musculada henchía la vela y ésta derramaba sobre cubierta una sombra de azafrán. Sonaban las olas contra la amura del barco; la caña del timón, que vibraba en el pulso, mandaba a proa el temple de la ceñida, y puedo asegurar que el instante era perfecto. Navegar el Mediterráneo y tener el corazón en paz. Quedar en silencio y dejarse abrazar la mente por la luz más ardua. Veía la costa de Denia, los grises acantilados que brillaban al sol con destellos de cinc como aquellas monedas de los fenicios, el vapor de una lejana arboleda bajo unos montes min...

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La mar se puso femenina. Una brisa levemente musculada henchía la vela y ésta derramaba sobre cubierta una sombra de azafrán. Sonaban las olas contra la amura del barco; la caña del timón, que vibraba en el pulso, mandaba a proa el temple de la ceñida, y puedo asegurar que el instante era perfecto. Navegar el Mediterráneo y tener el corazón en paz. Quedar en silencio y dejarse abrazar la mente por la luz más ardua. Veía la costa de Denia, los grises acantilados que brillaban al sol con destellos de cinc como aquellas monedas de los fenicios, el vapor de una lejana arboleda bajo unos montes minerales y mientras la quilla hendía el azul yo pensaba: algún día vendré a vivir aquí, compraré un blanco sillón de mimbre y sentado en la orilla abriré el libro de mi infancia. Dejaré la ciudad a merced de los insaciables, las putrefactas calles donde no pudo brotar la pasión ni la gloria de mi juventud, la cultura muerta en los salones, el desánimo de una madurez inútil que se iba macerando con un hedor de alcantarilla. En Denia escribiré, bellas historias de amor tal vez fraguadas de puñales, imágenes de flores y viajes, relatos de perfumada memoria y no hablaré sino con estos marineros cuyo rostro está labrado con las estrías de Grecia. Después, moriré como un abuelo sonrosado del Mercado Común escuchando una música de Harcias.Navegando sobre estas aguas de dulzura, yo sabía que por aquí habían pasado todos: fenicios, griegos, romanos, visigodos, árabes cristianos y ese hervidero de turistas que ahora flotaba en el litoral. El viento me llevaba con exquisita perfección hacia el pasado. Pero de pronto oí desde la mar el terrible graznido que tronó en el firmamento. Era el pato Donald. Llegaba con su impúdica desfachatez pavoneando unas pistolas de plástico y le seguía una corte de secretarios con un millón de baúles de California. Había elegido mi paraíso para sentar sus reales y parecía que él mandaba. El pato imponía la ley. ¿Dónde habrá ahora un Este del Edén para huir? Yo no quiero escuchar nunca las carcajadas de este imbécil.

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