Tribuna:

El patatús de la posguerra

A un amigo mío le ha dado un patatús y se ha quedado en plena calle. Quiero decir que, cuando le han conducido a un hospital, dicho traslado era ya ocioso. Este hecho, entre otras consideraciones, me he llevado a pensar en lo poco que se estila ya el patatús en nuestros tiempos. Cierto es que, de cuando en cuando, leemos en los periódicos que un se ñor de tantos años ha caído fulminado en una determinada calle, pero me parece que hace 30 o 40 años el patatús tenía mucha mayor entidad que ahora. Y no me refiero a ese patatús definitivo en cuya virtud uno es borrado de las listas de este mundo, ...

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A un amigo mío le ha dado un patatús y se ha quedado en plena calle. Quiero decir que, cuando le han conducido a un hospital, dicho traslado era ya ocioso. Este hecho, entre otras consideraciones, me he llevado a pensar en lo poco que se estila ya el patatús en nuestros tiempos. Cierto es que, de cuando en cuando, leemos en los periódicos que un se ñor de tantos años ha caído fulminado en una determinada calle, pero me parece que hace 30 o 40 años el patatús tenía mucha mayor entidad que ahora. Y no me refiero a ese patatús definitivo en cuya virtud uno es borrado de las listas de este mundo, sino más bien a las meras lipotimias, vahídos, desmayos, pérdidas de sentido o de conocimiento y otros malestares similares, en una palabra.Y esto que digo debe ser cierto porque me acuerdo de que, en mi niñez, los padres de aquel entonces resultaban muy cuidadosos a la hora de la prevención del patatús. Se esmeraban con constancia cuando alguien de la familia salía a la calle, y miraban con detenimiento a ver qué clase de ropa interior llevaba puesta. Lo importante y vital era que la ropa interior estuviese limpia. Y aclaraban: "No sea que te pase cualquier cosa en la calle y la gente vea que tienes sucia la ropa íntima". Es claro que, al hablar así, estaban pensando en el patatús. El patatús estaba siempre en sus mentes.

Yo me digo que, si ellos adoptaban esta clase de precauciones, lo hacían porque era frecuente que a la gente le ocurriese algo en la calle con bastante asiduidad. Supongo que las bases de esta general inestabilidad, que reinaba en aquel entonces, habría que buscarla en la escasez de comida de la época. La guerra acababa de terminar, había poca comida y la gente se caía en la calle con harta frecuencia. El patatús, en estos años de escasez, estaba a la orden del día.

Y parecía ocurrir, a juzgar por las precauciones de los padres, que en cuanto a uno le daba un patatús, toda la gente que le circundaba -los famosos corros de ociosos- se apresuraba a indagar el estado de su ropa interior. Era una época de pobreza, y parece que ello creaba en la gente un cierto estado de ansiedad por averiguar cómo los demás vestían por dentro. Por supuesto, esta ansiedad no era demostrada abiertamente. Quiero decir que no es que le desnudaran expresamente a uno para inspeccionar la situación de sus prendas íntimas. No, lo que hacían era desabrochar camisas y aliviar de tensiones al caído, en busca de neutralizar así los efectos del patatús. Sólo que, de pasada, echaban una ojeada a ver cómo estaba su ropa interior.

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Recordar todo esto, a mí, me produce una gran dosis de ternura. Creo que todos sentimos ternura cuando advertimos la penuria de los otros y, especialmente -y en este preciso momento nace la ternura-, cuando la gente trata de disimular esta penuria, de encubrir la vergonzosa realidad y fingir una realidad distinta a aquella que poseemos. La escasez de los otros genera ternura en nuestro ánimo. Miramos así con ternura a ese hombre sofocado que te dice: "No comprendo cómo el banco ha podido devolver esta letra, ya que en mi cuenta había fondos más que suficientes". Y esta culpa, que le arroja al banco, es esa ropa interior limpia que el del patatús muestra para hacernos ver que está exento de pobreza y necesidad. Nadie quiere que sus prendas íntimas denuncien su estado interior.

Así, llegamos casi al final de este artículo como los cuentos de nuestras abuelas solían hacerlo: con la inevitable moraleja. En nuestra moraleja, esa ropa interior del niño que fuimos en la posguerra encubre nuestro propia esencia y penuria: sabíamos que éramos pobres y desvalidos, pero nadie tenía que descubrirlo. Y esta indigencia, sin embargo, es el estado habitual del hombre, con posguerra o sin ella. El hombre no sabe nada, pero hace como que sabe. No sabemos por qué estamos aquí, en este mundo, pero necesitamos disimular. Somos pobres y anhelamos riquezas, pero nos mostramos ante los otros ahítos y satisfechos. Estamos solos y necesitamos compañía, más nos fingimos acompañados. Estamos tristes y necesitamos felicidad, y cuidamos de parecer dichosos. Nos falta urgentemente amor, necesitamos amor, y hacemos como si fuéramos amados y como si amásemos.

Y casi todo el mundo parece ignorar que los demás hombres están justamente en la misma situación, justamente en la misma situación y padeciendo los mismos padecimientos. No sabe, el pobre hombre que es cada hombre, que todos los demás seres de la Tierra también tienen sucia la ropa interior porque están padeciendo igualmente necesidad. No sabe que todo el mundo está fingiendo y ocultando su penuria. Y, puesto que lo ignoran, antes de salir a la calle se colocan una ropa interior decente. Por si acaso les diera el patatús.

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