Tribuna:El asno de Buridán

Sobre votos, costos y confianzas

La relación que legítimamente pueda existir entre los ciudadanos de una democracia y sus representantes parlamentarios ha sido quizá el problema teórico más debatido a la hora de buscarle los cinco pies al gato de dicha fórmula política. Sabido es que la democracia, como institución, se inventó para dar cobijo a las precisiones organizativas de comunidades pequeñas, con fuerte contenido rural y muy escasa estratificación de clases sociales, al menos en lo relativo a los habitantes con derecho al voto. Al trasvasar esos usos a nuestro mundo industrializado, tecnificado, computadorizado y, en ju...

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La relación que legítimamente pueda existir entre los ciudadanos de una democracia y sus representantes parlamentarios ha sido quizá el problema teórico más debatido a la hora de buscarle los cinco pies al gato de dicha fórmula política. Sabido es que la democracia, como institución, se inventó para dar cobijo a las precisiones organizativas de comunidades pequeñas, con fuerte contenido rural y muy escasa estratificación de clases sociales, al menos en lo relativo a los habitantes con derecho al voto. Al trasvasar esos usos a nuestro mundo industrializado, tecnificado, computadorizado y, en justo castigo, masificado y perdido en el anonimato, la relación entre el representado y su representante puede limitarse a los muy hábiles y remotos lazos tan sólo expresables a la hora de las elecciones. Existen, por supuesto, alternativas al estilo de las de la democracia asamblearia en sus múltiples grados, pero no parece ser ése un camino excesivamente recorrido a lo largo de la historia contemporánea, como no fuere sino bajo muy eufemísticas y pomposas denominaciones jamás respetadas. Por mi parte, voy a olvidarlas, al menos provisionalmente, y dar por buena la fórmula de la representación no sometida a los arbitrios de la marcha atrás. Entiendo que el control directo y la consulta continua significan, aun como supuesto, una fuente de problemas muy difíciles de resolver y no he de entrar, por tanto, en semejantes alternativas, sino que me limitaré a señalar dónde se encuentran, según pienso, ciertos límites de la representación parlamentaria y cómo, también en mi leal y siempre revisable opinión, nos encontramos peligrosamente cerca de algunos de ellos.En ocasión del debate parlamentario celebrado bajo el título de El Estado de la nación, que tanto se presta a los ingeniosos y quizá malévolos dobles sentidos, nuestro presidente del Gobierno ha ofrecido una salida al quiste de la presencia o ausencia de España en la OTAN. El que sea una maniobra airosa o no es ahora lo de menos, porque lo verdaderamente importante a estas alturas era coger de un vez al toro por los cuernos. La fórmula elegida para superar el impasse ha sido, una vez más en nuestra democracia, la del consenso, y será el Parlamento quien arbitre, en su oportuna circunstancia, qué postura final adoptará España en el seno o, como solución extrema, pero -al menos en principio- bajo ningún motivo desechable, fuera del seno de la OTAN. Rápidamente han surgido voces, en el Parlamento y en la calle, reclamando idéntico procedimiento para abordar otros graves problemas de la nación: el autonómico, por ejemplo. La nómina de los problemas serios que España tiene planteados es no poco prolija y, a poco que fuéramos ensanchando la manga, la mayoría de los asuntos en los que pudiera tener interés primordial el Parlamento -desde la presencia del Estado en la educación hasta el mecanismo de inversión del dinero público y la recaudación de impuestos- caería en este mecanismo no siempre posible.

Pienso que es ésa una práctica viciada en los usos parlamentarios, y supongo que agrava considerablemente los defectos de la fórmula representativa. Las elecciones llevan implícitamente incluida la oferta de las alternativas que se usan como argumento para la captación del voto. Un voto emitido a favor de un partido determinado debería entenderse como un compromiso frente a su programa electoral, pese a que los impedimentos de toda índole transforman tal pacto en una especie de frontera utópica asediada por las necesidades pragmáticas. El que esto sea así lo justifica ciertamente la necesidad de una libertad de movimientos tácticos del partido político en cada momento en el poder, pero no parece que esto pudiere legitimar también la abdicación de las alternativas bajo una especie de síntesis contra natura en la que, tanto por desgracia como por razón de principio, acabaría por convertirse el consenso generalizado.

Con frecuencia el mapa sociológico electoral, o la dificultad para distinguir entre las alternativas, convierte las elecciones en un callejón sin salida con los partidos repartiéndose los escaños sin que ninguno de ellos pueda llegar a estar en condiciones de formar Gobierno en solitario. Sabido es que un país puede llegar a considerarse ingobernable por tal motivo, y que esta situación puede abocarle a una peligrosa etapa de inestabilidad institucional. Pero ése es el no deseable resultado de unas determinadas y ciertas circunstancias desventuradas. Peor habría de resultar, a lo que pienso, la voluntaria abdicación de la mayoría de los compromisos electorales.

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Un tema como el de la permanencia en la OTAN merecería quizá los riesgos del consenso, con tal de encontrarle una salida -la relación entre el costo y el beneficio parece justificarlo-, pero la reiteración pudiera provocar rápidamente el desequilibrio de la fórmula, al tiempo de dar paso a costos excesivos. No hay mayor costo, ni tampoco mayor peligro, que el de la pérdica de la confianza de los votantes en la fuerza que pueda tener su voto.

Copyright. Camilo José Cela 1984.

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