Editorial:

El giro cultural del Gobierno Pujol

LA GESTIÓN cultural del primer Gobierno de Jordi Pujol en Cataluña ha sido uno de los espectáculos más deplorables que nos ha proporcionado el Estado de las autonomías en sus primeros años de andadura. La cultura catalana exigía, sin lugar a dudas, un nuevo caudal de energías, dinero, creatividad y medios de todo tipo que permitieran la recuperación del terreno y del tiempo perdidos durante los últimos 40 años. Lo exigía y sigue exigiéndolo, y no únicamente del Gobierno autonómico, encargado directamente de desarrollar una política cultural específicamente en su ámbito territorial, sino tambié...

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LA GESTIÓN cultural del primer Gobierno de Jordi Pujol en Cataluña ha sido uno de los espectáculos más deplorables que nos ha proporcionado el Estado de las autonomías en sus primeros años de andadura. La cultura catalana exigía, sin lugar a dudas, un nuevo caudal de energías, dinero, creatividad y medios de todo tipo que permitieran la recuperación del terreno y del tiempo perdidos durante los últimos 40 años. Lo exigía y sigue exigiéndolo, y no únicamente del Gobierno autonómico, encargado directamente de desarrollar una política cultural específicamente en su ámbito territorial, sino también del Gobierno del Estado, que, según la Constitución, debe velar por la conservación y el enriquecimiento del patrimonio cultural de todos los españoles.Pero lo que ninguna recuperación cultural puede justificar es la dilapidación de los recursos públicos de que hizo gala en sus cuatro años de gestión el anterior conseller de Cultura Max Cahner, la funcionarización -como forma de compra de voces y conciencias- de creadores e intelectuales, la entronización de una cultura oficial de un Gobierno, acompañada de una concepción estatalizadora de la cultura, y la marginación de sectores culturales que no se acomodaban a los peculiares criterios del Gobierno de Pujol.

Las políticas Culturales que se pretenden totales, con vocación de penetración en todas las esferas de la vida social, además de políticamente peligrosas son económicamente caras. En la realización de proyectos de políticas culturales dirigistas, los dos últimos años de vida pública nos han deparado, en este sentido, una cierta carrera demencial de oficialismo y padrinazgo estatalistas. La consagración gubernamental, el patrocinio ministerial, el copyright de alguna entidad o institución financiada con caudales públicos parecen haberse convertido en el sello de legitimación de la creación y del valor culturales. Y esto, que es claro en la política del Gobierno central y en la de muchos Gobiernos autonómicos, se convierte en modelo y aberración ejemplares en el caso de la política desarrollada por el departamento de Max Cahner.

Esta política parece estar en quiebra, en Cataluña cuando menos. Quiebra económica, por cuanto los compromisos y endeudamientos del ex conseller de Cultura Max Cahner han empezado a ser revisados a conciencia y sin concesiones a la demagogia por el nuevo conseller y anterior responsable del departamento de Trabajo, Joan Rigol. Quiebra ideológica, por cuanto la entrada de Rigol en el ámbito cultural ha supuesto la enunciación de unas ideas y de un tipo de discurso totalmente nuevos y la crítica, en algunos aspectos incluso despiadada, de los grandes tópicos y estereotipos más caros hasta ahora al nacionalismo pujolista.

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El conseller Rigol eligió, para acentuar todavía más las tintas de su discurso renovador, la ciudad de Vic, la capital interior del Principado, caracterizada históricamente por su clericalismo y su carlismo, la ciudad cuyo alcalde, de Convergencia, se permitió valorar la derrota socialista en las elecciones municipales como un triunfo para la Cataluña catalana. Allí hizo una apuesta contundente por el pluralismo, contra la monopolización del nacionalismo, contra el esencialismo tradicionalista, contra la mitificación de la historia, contra el dirigismo y contra la existencia de intelectuales orgánicos. Como propuesta positiva, Rigol abogó por un pacto cultural entre todas las instituciones y sectores sociales catalanes, de forma que desapareciese una absurda competencia en la capitalización de supuestos méritos culturales -electorales, de hecho-; una apertura hacia la cultura castellana -"generosa", según propia adjetivación, pero "sin que nos engulla"-; una política cultural que sea más diálogo, estímulo, debate creativo y libre, coordinación e incluso administración de la austeridad, que no lucimiento, dirigismo e imposición de modelos.

Si prospera la línea de reflexión emprendida por Rigol, puede decirse que los fantasmas que han atormentado al mundo de la cultura catalana en los últimos años empezarán a disiparse. Y no únicamente del mundo cultural, sino también del de las ideas que mueven a la gente. Como salvedad y cautela, o como temor, si se quiere, a que triunfen el enardecimiento y el visceralismo -que tan buenos frutos ha proporcionado a corto plazo a Convergència-, habría que mencionar algunos puntos oscuros del discurso ideológico del nuevo conseller. Por ejemplo, su adhesión -no se sabe si sentida o como concesión a la galería- a la creación del maniqueo, llámesele PSOE, socialismo o Madrid, cuando atribuye el único protagonisno en el dirigismo cultural al Gobierno central, cuando asegura que "la cultura catalana no hará con Eugeni d'Ors lo que ha hecho la cultura del Gobierno central con Ortega y Gasset" -olvidando que un nutrido sector del nacionalismo convergente jamás permitiría una recuperación del pensador catalán, y que no hace falta apelar a los muertos para inventar árbitros culturales-, o cuando se identifica el socialismo español con un neorregeneracionismo, que sería como identificar mecánicamente el pujolismo con un poscarlismo y con un nacionalcatolicismo. Pero en su conjunto es esperanzador -y ejemplar para otros Gobiernos autonómicos y para el propio Gobierno central- el esfuerzo de comprensión de la realidad plural y dinámica de la sociedad española que, cuando menos, apuntan y representan estas praneras propuestas políticas del conseller Rigol.

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