Tribuna:

Autonomías, un proceso abierto / 1

En un principio, las autonomías surgieron en la etapa constitucional como medio de resolver las reivindicaciones planteadas por las nacionalidades históricas, especialmente Cataluña, País Vasco y Galicia en menor medida, recuerda el autor de este trabajo, que fue ministro de Hacienda en varios Gobiernos de UCD. Los partidos nacionales no tenían las ideas demasiado claras sobre el tema, y de esta manera el título VIII de la Constitución fue, por su flexibilidad, la mejor de las leyes.

Las autonomías producen inquietud, principalmente en Madrid y sobre todo en la alta burocracia, en los p...

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En un principio, las autonomías surgieron en la etapa constitucional como medio de resolver las reivindicaciones planteadas por las nacionalidades históricas, especialmente Cataluña, País Vasco y Galicia en menor medida, recuerda el autor de este trabajo, que fue ministro de Hacienda en varios Gobiernos de UCD. Los partidos nacionales no tenían las ideas demasiado claras sobre el tema, y de esta manera el título VIII de la Constitución fue, por su flexibilidad, la mejor de las leyes.

Las autonomías producen inquietud, principalmente en Madrid y sobre todo en la alta burocracia, en los políticos que ven cómo tienen que ir perdiendo parcelas, de ese poder tan ansiado durante largo tiempo, en quienes nunca aceptaron las autonomías en su extensión a todas las regiones de España y en quienes no las aceptaron para Cataluña y el País Vasco. Hay en este asunto inquietos progres, inquietos ultras, inquietos que hacen alarde de comprensión de Cataluña y País Vasco, y otros cerrilmente recelosos; hay también inquietos equilibrados, de esos que mueven la cabeza con aire de benigna superioridad, profesionales del "ya lo decía yo", "no se les puede dejar solos; qué se puede esperar, tipos con bandera, himno y Parlamento en Mérida, en Logroño, donde sea".No parece haber muchos discrepantes de la autonomía como un medio de solución para los problemas históricos vasco y catalán. Los hay, desde luego, pero no son numerosos, aunque en algún momento puedan ser significativos. Cuando se emprendió la tarea constitucional, en 1977, todos los que allí estábamos sabíamos que al final habría autonomía para Cataluña y País Vasco y también para Galicia.

Pero la indeterminación sobre el contenido mismo de esas autonomías que ya estaban cantadas era muy grande, y también lo era la manera de aplicar la autonomía a los demás, a los que no eran ni Cataluña ni País Vasco ni Galicia.

Situación fluida

En aquel año y medio escaso que se tardó en hacer la Constitución, la situación, por lo que se refiere a las autonomías, era extraordinariamente fluida: los más radicales autonomistas de las nacionalidades tradicionales hacían, dentro y fuera de las Cortes, planteamientos que llegaban hasta la proclamación del principio de autodeterminación, hasta salirse en cierto modo del cuadro autonómico. Las posiciones que iban tomando a lo largo de los meses los representantes políticos de las demás regiones españolas, encuadrados en distintos partidos, parecían cada vez más inclinadas hacia la autonomía. Los grandes partidos nacionales no tenían al comienzo del período ideas definidas, con suficiente precisión, sobre el alcance futuro de la organización autonómica del Estado. En UCI), las diferencias de opinión no estaban ligadas a las diferencias ideológicas de las familias o grupos que la componían; los diputados y senadores afincados en sus territorios eran partidarios de posibilidades autonómicas amplias y para todos; los sociológicamente, afincados en Madrid veían esa actitud con desconfianza o con franca resistencia; para ellos, los problemas eran, de verdad, sólo Cataluña y el País Vasco. Algo parecido sucedía en el PSOE. En estas circunstancias, el título VIII de la Constitución, tan denigrado, fue un sabio compromiso político. Puede pensarse que un buen compromiso no es necesariamente una buena ley, y no es dificil demostrar que, según los cánones de la racionalidad jurídica que exige definiciones claras y precisas, el título VIII es una ley deficiente. Pero tiene una ventaja excelente: la misma fluidez de la situación en que se elaboró. El título VIII permite que en España haya una autonomía, tres, unas cuantas, todas o ninguna, en virtud de la voluntad mostrada en el territorio respectivo por sus habitantes o sus representantes, y permite que la autonomía tenga alcance amplio o restringido, y que las diferentes comunidades tengan el mismo o diferentes niveles de autonomía, y que se organicen de modo homogéneo o heterogéneo, y que los errores cometidos en el proceso se puedan rectificar. Para un país que no tenía experiencia alguna en materia autonómica, y unos problemas agudos que resolver, el título VIII es una buena ley porque es una ley flexible desde la que podemos acomodar nuestras decisiones y nuestra organización a los resultados de nuestra experiencia. Claro que hay quienes quieren que todo les venga dado, de una vez para siempre, sin riesgos y, por supuesto, en consonancia perfecta con sus criterios personales. Pero hay que entender que si la Constitución ha creado, por ejemplo, un sistema de libertades profundo y perfilado que simplemente hay que defender y llevar a sus consecuencias lógicas, en el orden autonómico creó un marco de posibilidades; y la tarea materialmente constituyente no terminó en la Constitución ni ha acabado luego con los statutos. Porque el proceso autonómico se hace poco a poco, y requiere un esfuerzo continuado de comodación no exento de imaginación, la más difícil, al parecer, de las cualidades que en este asunto se necesitan.

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Una gran debilidad

Una fórmula de este tipo, poco usual en nuestra historia, tiene una gran debilidad, la otra cara de su principal virtud; en un proceso largo caben los desánimos, las incongruencias, las zancadillas, los cambios de criterio y, en resumen, la deslealtad política alproceso mismo. Y no es la menor de las posibilidades de frustración la que resulta de que el desarrollo del proceso requiere la colaboración de los centros de poder político y burocrático que, como consecuencia del proceso mismo, tienen que reducirse o desaparecer.

Como responsable cualificado antes y como espectador ahora, he asistido al espectáculo a veces mezquino de la negociación de las transferencias; he visto cómo la Administración central ha tratado de imponer siempre, y muchas veces lo ha conseguido, la interpretación más recortada posible de las competencias y servicios a transferir y de su valoración; he visto cómo se intentaban reducir a la mínima expresión las posibilidades constitucionales y los compromisos estatutarios.

Todo lo cual era esperado, y es lógico que sucediera, por lo que se refiere a los aparatos burocráticos centrales, que defendían, y defienden, palmo a palmo las parcelas de poder y los puestos de trabajo de sus componentes en virtud de una racionalidad que siempre se arguye, y que es la de un sistema centralista que, sin duda, tiene sus méritos y sus logros históricos. Pero lo grave es que en muchas ocasiones ha faltado y falta la lealtad política al compromiso político de las autonomías. Los mínistros son, en mayor o menor medida, prisioneros de sus respectivos aparatos burocráticos, lo que en muchas ocasiones es una fortuna como garantía frente a la insensatez o, sencillamente, la ignorancia; pero en otras conduce a la inercia. Y en un proceso de creación autonómica la inercia es extremadamente grave; impide el desarrollo del proceso mismo.

Resulta grotesco, políticamente, que antes y ahora algunos ministros no se hayan dado cuenta de que sus principales misiones son reducir, e incluso hacer desaparecer sus ministerios, repartir sus funciones y sus medios entre las comunidades autónomas, de modo que éstas puedan hacer eficazmente lo que los estatutos dicen que deben hacer; y que siguen pensando y hablando de grandes planes de futuro en materias en las que la responsabilidad y los medios tenían que estar ya en manos de otros. Y resulta políticamente grotesco que esa cirunstancia no se aproveche para suprimir organizaciones burocráticas que, por el hecho de existir, impedirán un leal desarrollo del proceso autonómico; y para hacer una reforma administrativa necesaria de modo que el gasto público no sufra demasiado. Mucha gente se pregunta cuánto cuestan las autonomías; el análisis de situaciones concretas de alegría o despilfarro produce sonrojo. Pero muy pocos se preguntan cuánto cuestan las organizaciones centrales que se mantienen a pesar de las autonomías, lo que es otra forma políticamente muy diferente de preguntarse por lo mismo, ya que no hay mayor despilfarro que el gasto estúpido. Y resulta más que grotesco que se extraigan conclusiones antiautonómicas de la conducta antiautonómica del acusador: regatear la posición política, poder, competencias, y luego acusar de ineficacia o incapacidad. Y ya, el colmo del descaro: a vosotros sí os transferiríamos esto y esto, pero tal como están los estatutos también lo tendríamos que hacer con Murcia (o Extremadura o Andalucía o sencillamente los otros), y comprenderéis que eso no es posible; no tienen nivel; esto sería un desmadre.

Y no es que quiera presentar la situación como una película de buenos y malos; no es que los representantes autonómicos no hayan hecho ostentación a veces de una voracidad incluso ofensiva. Pero a la hora de transferir competencias, organización y poder, más bien parece que el que debe perder es el que tiende, si puede, a abusar; y así ha sucedido y sucede.

Jaime García Añoveros ex ministro de Hacienda, es catedrático de Economía Política y Hacienda Pública en la universidad de Sevilla.

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