Tribuna:

De nacionalidades, autonomías y federalismo

La cuestión autonómica es y seguirá siendo uno de los grandes temas de la consolidación de la democracia española. Desde luego ha sido no poco mérito del actual Gobierno conseguir poner al país frente al problema prioritario de la crisis y el paro. Hoy, afortunadamente, la ansiedad que el tema autonómico suele provocar no consigue ahogar el encaramiento político de otros problemas. Pero es lógico también que la cuestión de las autonomías resurja permanentemente con más o menos fuerza y planteando problemas diferentes en cada fase del proceso de construcción del Estado democrático españo...

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La cuestión autonómica es y seguirá siendo uno de los grandes temas de la consolidación de la democracia española. Desde luego ha sido no poco mérito del actual Gobierno conseguir poner al país frente al problema prioritario de la crisis y el paro. Hoy, afortunadamente, la ansiedad que el tema autonómico suele provocar no consigue ahogar el encaramiento político de otros problemas. Pero es lógico también que la cuestión de las autonomías resurja permanentemente con más o menos fuerza y planteando problemas diferentes en cada fase del proceso de construcción del Estado democrático español.La fase actual del proceso autonómico se caracteriza por sumar al problema histórico y político de articular las nacionalidades y sus autogobiernos en la nación y el Estado el problema actual de la suerte de las nuevas comunidades autónomas. Digámoslo claramente: si casi nadie duda de que la política seguida con las nacionalidades históricas era obligada y ha sido sustancialmente correcta, en cambio, se extiende crecientemente, especialmente en los medios centrales, la duda sobre la capacidad de las nuevas comunidades autónomas para sustituir con ventaja el aparato periférico de la Administración central. Se tiende a pensar, en relación con estas últimas, que se ha ido o demasiado deprisa o demasiado lejos.

Dos me parecen ser las fuentes principales de estas recientes y crecientes dudas:

1. En primer lugar está la significación diferente que la autonomía tiene para las nacionalidades históricas y para las comunidades autónomas que no lo son. Para las primeras, la autonomía se justifica por sí misma, por su propia existencia; es ante todo una cuestión de identidad, de ser o no ser de una colectividad, que espera de la autonomía una mejora de la gestión, pero para la que dicha mejora no es la cuestión esencial (esto me parece meridiano para Cataluña y Euskadi y en parte también para Galicia). Para las nuevas comunidades, en cambio, la autonomía es algo instrumental, que debe legitimarse por sus resultados, es decir, por su capacidad de integrar en el autogobierno las fuerzas creadoras de cada territorio y de superar gracias a su impulso las desventajas del centralismo. Dejando ahora aparte la lógica del agravio comparativo (que genera demanda autonómica pero no legitima la autonomía lograda) podría decirse que las nuevas comunidades tendrán que legitimar los poderes autonómicos y la clase política que los soporta a través de los resultados. Y ahí comienzan los problemas, porque las condiciones no son demasiado favorables: a una clase política nueva y en parte formada residualmente, carente del apoyo de una verdadera burocracia profesionalizada, trabajando en medio de una incertidumbre y limitación financiera y jurídico-administrativa considerable, con la incomprensión o desconfianza de las instancias centrales y con apoyo a veces insuficiente en la propia población, ¿no será mucho pedirle que sustituya pronto y con ventaja a la vieja maquinaria centralista?

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2. Las nuevas comunidades autónomas han aceptado, no obstante, el reto con valentía y, en general, con responsabilidad, y frente a los condicionamientos señalados plantean al Estado central la necesidad de proceder a clarificar el marco jurídico y financiero, a una mejor distribución de los recursos de personal y a una clarificación mayor de las respectivas competencias y responsabilidades. Y es entonces cuando surge la segunda fuente de las dudas. Porque si la autonomía de las nacionalidades históricas no tenía fuerza para replantear la estructura estatal global, la generalización del proceso autonómico y el avance de las transferencias obligan ya a dicho replanteo y, con él, de las estructuras del poder político y burocrático del centralismo. Lógicamente no es de estas estructuras de quienes se puede esperar un esfuerzo para encontrar las nuevas formas de articulación del Estado. Y sí son ellas las que expanden dudas verosímiles en base a las dificultades del proceso.

Creo que tampoco está ayudando nada al proceso la machaconería política y doctrinal sobre las ambigüedades y las insuficientes del título VIII de la Constitución (en las que se ampara el proyecto desestabilizador de su reforma) ni las recientes profesiones de fe federalistas, que se reciben con simpatía en muchos medios de izquierda, pero que adolecen de rigor y reflexión.

No es aventurado decir que si los constituyentes hubieran pretendido dibujar un modelo acabado de Estado la Constitución vigente no sería la de todos los españoles, hubiera carecido de la legitimidad y de la fuerza ordenadora que posee. Todos saben que el título VIII fue el fruto del consenso, pero algunos no quieren saber que el consenso sigue siendo necesario para su desarrollo. Me refiero al consenso entre todas las fuerzas políticas de relieve nacional, que incluyen naturalmente las fuerzas nacionalistas relevantes. Ese consenso es la mejor garantía de la construcción del Estado democrático y no puede ser sustituido por ninguna racionalidad tecnocrática unilateralmente impuesta. ¿Acaso no es esta la lección política más importante que cabe deducir de la no lejana sentencia sobre la LOAPA al rechazar en ella el Tribunal Constitucional la interpretación o desarrollo legislativo de los conceptos constitucionales y erigirse en instancia única solventadora de los conflictos producidos por falta de consenso?

Estamos ante un proceso político histórico en el que todos vamos aprendiendo de la experiencia y en el que las soluciones técnicas y supuestamente lógicas sólo valen cuando se adecuan a la realidad política. Tratar de imponer una supuesta racionalidad técnica (que se plasmaría en una reforma actual o aplazada del título VIII) a la razón histórica y política es un despropósito que pondría en grave riesgo el proceso democrático. Es como la última venganza del racionalismo jacobino, tan querido de algunos geómetros del Estado y que mentes lúcidas de nuestro vecino del Norte han llamado el mal francés. Frente a todo esto es preciso recordar que nuestra Constitución contiene instrumentos más que suficientes para garantizar, por un lado, la unidad de la nación y la igualdad de los españoles y, por otro, la satisfacción de los derechos de las nacionalidades y la superación del sistema centralista. En este laborioso y nada fácil trabajo político la técnica tiene mucho que aportar, desde luego, pero a condición de adecuarse a la realidad política y al consenso necesario. ¿No es éste también el sentido último del acuerdo institucional ofertado por el presidente del Gobierno?

La línea federalista

Por lo que al federalismo se refiere, la forma en que está siendo aludido el tema constituye un nuevo factor de confusión. Tras los alegatos de los neófitos federalistas me parece que está la pretensión de las clases políticas neoautonómicas de no disponer de menos poder que en las nacionalidades. Esto es natural, y hasta en algunos casos correcto. Lo absurdo es confundir la igualdad de competencias con la igualdad de los ciudadanos, presentando aquélla como garantía de ésta, tal como ha hecho recientemente algún ilustre neoautonomista. Es

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De nacionalidades, autonomías y federalismo

Viene de la página 11cierto que otros, del lado técnico, plantean el horizonte federal como una racionalidad técnica a la que debería adecuarse el desarrollo histórico de nuestro Estado; pero son incapaces de comprender que ninguna racionalidad técnica -incluida la federal- se impone a la realidad histórico-política y que las técnicas sólo tienen fuerza ordenadora verdadera cuando se adaptan a esta realidad.

Quizá sea ocioso recordar que el federalismo ha demostrado su eficacia histórica en los procesos de integración política y no como fórmula de devolución o de descentralización política y administrativa, y que no resulta despreciable entre nosotros la confusión que el federalismo todavía comporta sobre el tema de la soberanía. Lo importante es, con todo, darse cuenta que nuestra Constitución ni es federal ni se le puede sacar sustancia federal por mucho que se la estruje: no es federal la organización de nuestro Poder Legislativo, ni del Judicial, ni son nuestros estatutos de autonomía analogables a las Constituciones de los Estados federados, ni es federal nuestra jurisdicción constitucional, ni se ajusta al esquema federal la ordenación constitucional de las Administraciones públicas.

El federalismo resulta simpático en los medios de izquierda por su tendencia a la igualación competencial y por su fuerza ordenadora general del Estado. Al nacionalismo particularista de la derecha y del centro-derecha la izquierda ha tratado de oponer una política autonómica de inspiración federal que tuviera en cuenta a la vez la construcción de la autonomía de cada uno y la reordenación del Estado de todos. Pero este federalismo de los socialistas se ha limitado a ser el hilo conductor (así se ha dicho en los congresos del PSOE) de la política autonómica y nunca la pretensión de construir un Estado federal.

En realidad, ni la izquierda ni la derecha hemos hecho la Constitución para hacer de España un Estado federal sino un Estado democrático y social de derecho capaz de resolver el problema de las nacionalidades y de superar las graves consecuencias del centralismo. Pero se trata de dos objetivos políticos no confundibles, cuya consecución requiere tratamientos y ritmos políticos bien diferentes. El problema de las nacionalidades era un caso de restitución histórica que requería un ritmo político rápido y que exige un desarrollo sin cicaterías de los respectivos estatutos de autonomía. El problema de la superación general del centralismo a través de las nuevas comunidades, autónomas tiene otra naturaleza y, pese a las apariencias, entraña mayor dificultad y riesgo.

Toda transferencia precipitada de responsabilidad que vaya más allá de la propia capacidad de ordenación y gestión de las nuevas comunidades se acabará volviendo a corto plazo contra ellas, sin que los funambulismos de imagen sirvan para compensar el descrédito derivado de una gestión inadecuada de los servicios. Ser autonomista no es querer toda la autonomía al momento, ni empeñarse en leyes orgánicas de transferencias o en reformas de estatutos. Ser autonomista es querer construir una Administración mejor que la centralista e ir asumiendo los servicios al ritmo de la propia capacidad, procurando que la Administración central coopere y no dificulte el proceso (pues lo dificulta cuando demora innecesariamente las definiciones jurídicas o financieras a las transferencias de personal). Felipe González dijo mucho antes de ser presidente que la culminación del proceso autonómico costaría 20 años.

No parece haberse entendido ni atendido este mensaje, siendo así que ninguna transformación histórica como la que estamos haciendo puede darse en un plazo menor. Los loquitos neoautonomistas que quieren emular al particularismo nacionalista planteando los problemas de su comunidad como expresión del conflicto con el Estado son los aliados inconscientes y más eficaces del criptocentralismo de las covachuelas administrativas y políticas.

es miembro de la Comisión Ejecutiva Federal del PSOE.

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