Tribuna

Jueces y seguridad ciudadana / 1

En los sistemas democráticos, y más en las democracias parlamentarias, algunos partidos políticos acuden a una estrategia que supone una verdadera patología del régimen, voluntariamente empleada para su degeneración y que puede conducir a la muerte del sistema.Así ocurre cuando los partidos de oposición adoptan la táctica de hacer al partido y al Gobierno en el poder una crítica sistemática y destructiva, no constructiva, que aprovecha toda ocasión para luchar, sin reparar en medios ni razones, por derribar al Gobierno y ganar en las próximas elecciones, cuando no existe la oculta intención de...

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En los sistemas democráticos, y más en las democracias parlamentarias, algunos partidos políticos acuden a una estrategia que supone una verdadera patología del régimen, voluntariamente empleada para su degeneración y que puede conducir a la muerte del sistema.Así ocurre cuando los partidos de oposición adoptan la táctica de hacer al partido y al Gobierno en el poder una crítica sistemática y destructiva, no constructiva, que aprovecha toda ocasión para luchar, sin reparar en medios ni razones, por derribar al Gobierno y ganar en las próximas elecciones, cuando no existe la oculta intención de destruir o socavar al sistema mismo, desprestigiando los valores y principios que lo inspiran. En efecto, con esta destructiva e implacable oposición se destruye la misma esencia del sistema, puesto que éste descansa en un principio básico: la participación. No se concurre a la tarea del Gobierno, suministrando pareceres y soluciones, sino que se mina, sin ofrecer solución alguna, el terreno bajo sus pies.

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En la historia de las democracias hay frecuentes casos de este fenómeno y, probablemente, a casi todos los partidos se les puede hacer este reproche en los períodos en que están en la oposición. También es verdad que hay ejemplos de un comportamiento contrario, como ofrecen en la historia de la joven democracia española los ejemplos del consenso, al elaborar la Constitución de 1978 y de los Pactos de la Moncloa. Así debe funcionar la democracia en los tiempos de grave crisis como lo eran los de la transición.

El incremento de la delincuencia, y consiguientemente de la inseguridad ciudadana, ha proporcionado a la oposición una, para ella, feliz coyuntura. El ciudadano, indefenso y amedrentado, desconocedor de los términos en que se plantea el problema, de los valores y principios que están en juego, en sus aspectos técnicos o jurídicos -que no suele conocer- y aun morales o éticos, ante la ansiedad o angustia de la situación, es, irresponsable pero premeditadamente, desorientado y confundido.

Se trata de recordar conceptos y principios elementales perfectamente conocidos por los juristas prestigiosos, que militan en la oposición.

Los jueces no están para prevenir y evitar los delitos y detener a los delincuentes, sino para juzgarlos. Un juez no anda por la calle guardando los bienes y derechos de los ciudadanos, vigilando y deteniendo a los delincuentes. Esta actuación en la calle no corresponde al juez, sino a la policía. El juez interviene después de la comisión del delito. Hay que hacerle entrega del delincuente y proporcionarle pruebas, aunque el mismo juez las busque después, con objeto de que pueda juzgar aplicando la ley. El juicio de si el delito se ha cometido, de si el detenido puesto a su disposición es o no culpable y sobre qué clase de pena corresponde aplicar, siempre según la ley, que soberanamente interpreta, corresponde en exclusiva al juez.

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Para su juicio y decisión, el juez tiene que tomarse un poco de tiempo, el menos posible, pero el necesario, de investigación y reflexión sosegada, serena. Necesita de medios auxiliares, personales y materiales. Ningún juez, sin pruebas, o contra los preceptos de la ley, dictará condena precipitadamente por mucha que sea la demanda social de represión y seguridad.

La prisión preventiva durante la tramitación del proceso no constituye la pena del delito. Con ella no se hace un escarmiento; su finalidad estriba en asegurar que el presunto delincuente, que, por haberse decretado su prisión, ya no es un presunto inocente, no escape al juicio y al castigo, en su caso. Cuando este peligro no existe, no hay por qué imponerla. Y la prisión preventiva nunca puede exceder de la pena aplicable al delito, so pena de correr el riesgo de cometer una grave injusticia. Las limitaciones justas con arreglo a este criterio, que se inspira en la Constitución, puestas en vigor por la reforma a la prisión preventiva tienen una contrapartida necesaria, a saber: la rapidez ejemplar de los procesos penales. No se pueden llenar los establecimientos penitenciarios de presos preventivos que esperen por largo tiempo la sentencia de su proceso, pero sí se pueden llenar, si es necesario, de delincuentes juzgados y condenados ya.

Este fue, sin duda, el propósito del Gobierno y del legislador cuando hicieron la reforma, y es este resultado el que ha fallado. Lástima que el extraordinario, excepcional, digno de elogio, esfuerzo desplegado por los jueces, con la ayuda de medios proporcionados por el Ministerio de Justicia, para aplicar la reforma, resolviendo en breve tiempo las situaciones de prisión preventiva, no se realice en igual medida para tramitar y ultimar rápidamente los procesos penales.

Si la delincuencia aumenta, harán falta más jueces, muchos jueces. Y buenos jueces. Jueces bien seleccionados, competentes y con vocación profesional. Vocación sacrificada, necesaria en los tiempos de crisis. En estos tiempos hacen falta jueces sacrificados en la prestación del servicio, de su tiempo, estudio y esfuerzo, en condiciones incómodas y de riesgo incluso.

Como estos mismos tiempos exigen, ante todo a los políticos y gobernantes, a los empresarios, sacrificándose en la asunción del riesgo, a los obreros en sus reivindicaciones, a los maestros, médicos, intelectuales, policías, etcétera, todos prestos a arrimar el hombro para salvar la crisis.

Eduardo Jauralde Morgado es vocal del Consejo General del Poder Judicial.

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