Luto en el Kremlin

Un resfriado mortal

"Desgraciadamente, un resfriado, me impide encontraros personalmente". Esta frase, contenida en un mensaje remitido por Andropov a un congreso de médicos pacifistas que se celebraba en Moscú, trajo de cabeza a los kremlinólogos el pasado 30 de octubre. Nunca un líder del Kremlin había confesado públicamente ninguna dolencia.Como es de rigor, todos los diarios de la URSS publicaban el comunicado del jefe en primera página, pero los lectores no parecían impresionados. Aquel domingo, los moscovitas se paraban ante los paneles callejeros en los que se exhiben los periódicos sin aparentar as...

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"Desgraciadamente, un resfriado, me impide encontraros personalmente". Esta frase, contenida en un mensaje remitido por Andropov a un congreso de médicos pacifistas que se celebraba en Moscú, trajo de cabeza a los kremlinólogos el pasado 30 de octubre. Nunca un líder del Kremlin había confesado públicamente ninguna dolencia.Como es de rigor, todos los diarios de la URSS publicaban el comunicado del jefe en primera página, pero los lectores no parecían impresionados. Aquel domingo, los moscovitas se paraban ante los paneles callejeros en los que se exhiben los periódicos sin aparentar asombro: con la misma desgana que viene caracterizando las relaciones entre la ciudadanía y las autoridades soviéticas durante las tres últimas décadas. El poder parecía haber ido consumiendo la salud de Andropov. Sus visitantes occidentales relataban cómo le temblaban las manos y el líder adelgazaba a tal ritmo que las fotos no podían disimular cómo le bailaban los cuellos de las camisas. El historial médico -filtrado oportunamente por embajadas occidentales pocos días después de su llegada a la secretaría general- decía que padecía diabetes.

Después de aquel domingo de octubre, Andropov dejó de asistir a la conmemoración de la revolución bolchevique, también estuvo ausente durante el desfile en la Plaza Roja -a pesar de que, esa vez, los dirigentes del Kremlin accedieron a la tribuna desde la parte posterior del mausoleo de Lenin, en vez de hacerlo por las escaleras ante las que se sitúan siempre los fotógrafos, atentos a cualquier titubeo- y tampoco presidió las reuniones ordinarias del Comité Central y del Soviet Supremo.

La nomenklatura parecía haberse acostumbrado a una situación tan atípica. El portavoz del Kremlin, Leonid Zamiatin -cuyo carácter alterable había estallado más de una vez, años pasados, cuando se le preguntaba por el estado de salud de Breznev-, daba sin embargo joviales respuestas a los reporteros occidentales que le interrogaban sobre el resfriado de Andropov. Para los soviéticos bien situados en el sistema, la reaparición del líder era, desde el mes de noviembre, "sólo cosa de dos o tres senianas". La única conclusión de tan misteriosa dolencia era que el Kremlin había terminado aceptando que los virus podían llegar a atacar, incluso, a un secretario general del PCUS.

Las fuentes oficiosas -que tan generosas habían sido durante el último año de vida de Breznev- estaban mudas: sus antiguos subordinados del KGB no tenían necesidad de proseguir la venta de imagen. Hasta el final, la tesis oficial del resfriado seguía vigente y los funcionarios de la URSS continuaban esgrimiéndola con la seguridad que da repetir algo ya publicado por Tass.

Entretanto, el nombre del líder seguía apareciendo al pie de los documentos oficiales,en los remites de los mensajes que eran leídos, con voz circunspecta, por los locutores de la televisión, y en las exclusivísimas entrevistas que concedía a Pravda. En unos momentos de tanta tensión internacional, estos métodos tan indirectos eran los únicos que le servían para hacer llegar sus puntos de vista a las cancillerías occidentales.

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