Tribuna:CRÓNICA DE LA CIUDAD

¿Me da un crédito?

Nuestro hombre, que además de todo lo anterior sufría el secreto agravio de llamarse Pío Pajarón, se lanzó al ruedo de buena mañana decidido a sacar el préstamo. " ¡Ánimo, Pío! ¡Ánimo, que sólo es un millón, y eso se lo dan a cualquiera!", se decía en la calle.Unos vistosos carteles de Barclays le hicieron frenar en seco a la sombra de las Torres de Rumasa: "Crédito de hoy para mañana con disposición del efectivo en sólo 48 horas". Sin pensarlo dos veces, Pío Pajarón entró en aquella jaula. Era una hermosa jaula, azul como un firmamento, con libras esterlinas. Eran azules los asientos, los bol...

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Nuestro hombre, que además de todo lo anterior sufría el secreto agravio de llamarse Pío Pajarón, se lanzó al ruedo de buena mañana decidido a sacar el préstamo. " ¡Ánimo, Pío! ¡Ánimo, que sólo es un millón, y eso se lo dan a cualquiera!", se decía en la calle.Unos vistosos carteles de Barclays le hicieron frenar en seco a la sombra de las Torres de Rumasa: "Crédito de hoy para mañana con disposición del efectivo en sólo 48 horas". Sin pensarlo dos veces, Pío Pajarón entró en aquella jaula. Era una hermosa jaula, azul como un firmamento, con libras esterlinas. Eran azules los asientos, los bolígrafos, los impresos y el ojo cristalino del empleado Manuel Vélez Martín, quien, vestido de igual color, ofreció asiento a nuestro hombre.

Las preguntas no las esperaba Pajarón tan rápidas ni directas, pero había de comprender que un crédito poco menos que instantáneo exige técnicas de combate militar. El señor Vélez interrogaba muy veloz; así: "¿Cuánto? ¿Para qué finalidad? ¿Me muestra su nómina? ¿Tiene propiedades y bienes no hipotecados?", Pío trinó lo mejor que pudo, ponía el pico en posición de confidencia y, llegado el momento, su instinto de ave latina le aconsejó ahuecar el ala. Pero lo hizo escuchando las instrucciones y recibiendo los impresos de rigor, en los que se le pedían detalles de las cabezas de ganado que poseyera, aperos de labranza, valor de todo ello y la firma imprescindible de la esposa y avalista. "Usted nos trae eso, y ya se verá, caballero, ya se verá; pero no se haga falsas esperanzas".

Detrás de Pajarón se sentó ante el señor Vélez una dama forrada con pieles, y el empleado dijo, alzando la voz: "Hemos tenido solicitantes que pidieron el crédito de un millón para comprarse un coche a las nueve de la mañana, y a las doce del mismo día ya salían por esa puerta con el efectivo".

Las calles estaban animadas en esta cuesta de enero, y parecía que otros muchos pajarones fueran hacia la city madrileña, ese polvorín de millones que se acumulan en los bancos próximos a Sol. En el número 17 de Alcalá, el Exterior de España le guiñó el ojo a nuestro necesitado hombre. Le dijeron que subiera a la primera planta. Allí, un tal García Rodríguez le aposentó frente a una mesa cubierta de tapas de papel, como si de un banquete se tratara, y desplegó la carta: "De entrada, ábrase una cuenta y deposite en ella el 10% de la suma del crédito; en el caso de que le concedamos el préstamo deberá pagarnos los intereses de ese primer mes por adelantado; también los gastos de comisión y esas cositas, y le aplicaríamos un tipo del 19%, para amortizar el crédito en 36 meses". Leído este menú, García Rodríguez puso gesto de esperar que le pidieran el postre, así que nuestro hombre no quiso defraudarle: %Precisa también declaración jurada de bienes, nómina y alguna garantía complementaria?". El empleado movió la cabeza indicando que sí, y aún dijo: "Pero no hace falta que detalle para qué objeto destina el dinero, eso es cosa suya, y ya en su casa, espere la respuesta dentro de un mes". La propaganda era optimista: "Operación 10 por uno", decía en caracteres de oro, y ahora lo entendía Pajarón. Metes 25.000 pesetas en la libreta y ellos te dan 10 veces esa cantidad. ¿No era fantástico? El folleto explicaba sus intenciones: "¡Haz realidad muchos sueños! Renovar el mobiliario, comprarse un vídeo, ir sobre ruedas en su nuevo remolque turístico..."'.

Casi pegado al anterior, el Citibank (primer banco del mundo) se había comido las cenizas del Banco de Levante, y Lorenzo Suárez, joven director de la agencia 3, producía la deportiva impresión de hallarse pescando clientela extraviada en la selva financiera española. Apenas oyó la palabra crédito, su puerta cedió y, aclarando cuerdas bucales, dijo que quien llega de la calle, sin cuenta abierta aquí, a pedir dinero aquí, les "minuciosamente estudiado". ¿Le importaba acaso a Pío Pajarón que revolotearan los espías en torno a su decente y modesto hogar? "No le extrañe a usted", seguía hablando el director Suárez, "que extrememos las precauciones en estos tiempos que corren, así que si se le diera ese crédito, me gustaría revisarlo a los tres meses, para que me lo rebaje al 50%".

El dinero es carísimo en un banco

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Nuestro hombre cobró ánimos. Podía decirle que estaba negociando con el primer banco del globo, algo saldría de ahí, y cruzó la calle triunfalmente para hacer parecida gestión en el poderoso Banco Español de Crédito. Aquí tuvo que ser conducido por vericuetos hasta la segunda planta, donde un tal señor Tobes, rollizo y arremangado, le instruyó para que redactara una carta, una simple carta, explicando las razones del crédito. "Mire, la política de esta casa es de prudencia, de prevención ante posibles rebotados de otros bancos, ¿entiende?, y además es carísimo, el dinero es carísimo: le sale al 2 1% anual". Esto deprimió a Pajarón, que en aquel momento calculaba lo carísimo que sería recibir el millón para devolverlo al año, pagando sobre él 210.000 pesetas. Se puso lentamente en pie, estrechó la mano del sincero empleado, cruzó secretaría general, admiró el lienzo de Murillo que luce en la antesala (un mendigo, casi como él arrodillado ante santo Tomás de Villanueva) y, musitando frases incomprensibles, volvió a la calle.

Pero había más oportunidades. Uno vive en una sociedad capitalista, competitiva, abierta, donde la banca privada le aguardaba en cada momento de la existencia. O sea, que Pajarén penetró mecánicamente en el Hispano Americano de la plaza de Canalejas. Le pareció hermoso su patio como de vecindad, con las cuatro mesas de información en el centro, y cuatro claveles blancos sobre cada mesa. Había caballeros fumando puros y hablando de dinero arriba,y abajo, gente de cierta edad con esa pátina de talonario usado a todas horas. Fue el señor Martínez Banegas quien le dijo que, de reunir todos los requisitos, en 72 horas conocería el resultado del acuerdo de la comisión. Y repitió lo de las 72 horas: "Positiva o negativa, la decisión le será comunicada en ese plazo". A Pío se le puso la carne de gallina en un reflejo condicionado por asociación de ideas. Setenta y dos horas es el plazo de la detención hasta que el juez dicte libertad bajo fianza, o prisión, o tal vez la calle. ¿No era nuestro hombre un detenido por la recesión económica? ¿No era una víctima abocada a la prisión preventiva de los números rojos?

Con estos pensamientos, Pajarón iba a agarrarse a un clavo ardiendo. Vio allí enfrente el Crédit Lyonnais; preguntó por créditos y le mandaron, escalera de caracol arriba, a conferenciar con don Mariano Gutiérrez. Este experto en leasing fue muy franco: "Si es para maquinaria, hecho", oyó esperanzado de sus labios; "nosotros pagamos el total de la máquina que usted nos paga a crédito, y al cabo de dos años, la máquina es totalmente suya, satisfaciendo del millón la cantidad que cuelga, o sea, 50.367 pesetas, porque si no nos pagara esas pesetas, la máquina se la quitaríamos".

El problema de Pajarón no era de máquinas (ojalá pudiera deshacerse de algún electrodoméstico); el problema de Pajarón estaba al margen del utillaje de fábrica. "Pues, nada, en tal caso no podemos hacer nada por usted", se le dijo finalmente.

Pensó que quizá la imaginación de los italianos podía servirle más que el rigor cartesiano de los franceses, y en la Banca Nazionale del Lavoro se encargaron de despejar esas quimeras: "No, signore, niente, niente", decía un tipo en el mostrador de la carrera de San Jerónimo; "que le digo que no tenemos línea de crédito".

"¡Porca miseria!" era la única frase que Pío Pajarón recordaba de las películas de Fellini, y repitió en voz muy baja esa maldición.

"Somos un banco raro, queremos operaciones fuertes"

Como un autómata, nuestro hombre hizo su incursión en el Banesto de Castellana, entre esas fuentes con surtidor y ventanillas que reciben pagos de los ministerios. Le hablaron aquí de un interés del 21%, 10 días para deliberar y "un expediente que sea muy verificable". El caballero que le atendía balanceaba sus gafas de tal modo que Pajarón sintió deseos infantiles de saltar a la comba con ellas. Se abstuvo. Caminó en dirección norte. Grandes automóviles extranjeros se desviaban para detenerse ante el edificio del Aresbank. Descendían árabes con aspecto de recién llegados de un viaje por el desierto. Y les siguió. Nadie acudía a este templo de divisas a pedir; más bien se diría que todo les sobraba y venían a depositar. Por ello, las palabras de Jesús Sonlleva de la Calle (hermoso nombre para quien no sea un guardia urbano) eran como un mensaje del Corán: "Somos un banco raro, no queremos coleccionistas de cuentas, sino operaciones fuertes; ¿un millón?, ¿de dólares?". Pajarón tuvo un acceso de risa histérica. Pidió disculpas. No se reía del cuadro que adornaba el despacho de Sonlleva de la Calle (un caballo negro sujeto de la brida por un árabe de blanco), precioso óleo comprado en Londres: se reía de sí mismo, del millón de dólares, de los pitos del libor y las flautas de comisiones que "le plantan el crédito en un interés del 11,5%, pero como el dólar sube y la peseta baja, al cabo del año el costo financiero sobrepasará el 20%".

Pues nada, hombre, pensó Pío. Para eso me voy a La Caixa. Ya La Caixa fue. Regalaban la enciclopedia femenina y papel para anotar las condiciones: 18%, dos avalistas a partir del millón y a pagar de uno a seis años. ¡Ay, quién fuera catalán!, pensaba, ya en puro delirio, nuestro hombre Pajarón.

¿ el Atlántico? ¿No regala coches, vídeos y patinetes? Hizo un último esfuerzo. En Gran Vía, 48, los clientes parecían una peña de café ante la tele. Por la pantalla aparecieron premios que se brindaban a los impositores. Pero tratándose de pedir, y no de depositar, las caras se volvieron largas: "Tantas cosas le vamos a exigir para darle el crédito", confesó José Romero Piñero, "que si le quedan energías luego de anotar la lista, será un milagro". Pío Pajarón copiaba los requisitos igual que un niño de escuela. ¡Caray sí era largo aquello! Pidió un alto al maestro, alzando un dedo, y aún sigue allí.

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