Editorial:

De 'pactos de familia' a riñas vecinales

CUANDO EL ministro de Asuntos Exteriores formuló públicamente su desgraciada metáfora sobre unos nuevos pactos de familia entre España y Francia, la memoria histórica de nuestro país no logró adivinar si Fernando Morán estaba haciendo humor negro, homologando los acuerdos dinásticos del pasado con las afinidades del presente en el seno de la Internacional Socialista o esbozando una revolucionaria reinterpretación de nuestra política exterior durante el siglo XVIII. En cualquier caso, el desarrollo de los acontecimientos en los últimos meses se ha encargado de demostrar que el espíritu de Le Ce...

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CUANDO EL ministro de Asuntos Exteriores formuló públicamente su desgraciada metáfora sobre unos nuevos pactos de familia entre España y Francia, la memoria histórica de nuestro país no logró adivinar si Fernando Morán estaba haciendo humor negro, homologando los acuerdos dinásticos del pasado con las afinidades del presente en el seno de la Internacional Socialista o esbozando una revolucionaria reinterpretación de nuestra política exterior durante el siglo XVIII. En cualquier caso, el desarrollo de los acontecimientos en los últimos meses se ha encargado de demostrar que el espíritu de Le Celle-Saint Cloud y de La Granja era en realidad un fantasma burlón. En dos cuestiones claves para nuestro futuro, como son la integración en la CEE y la lucha contra el terrorismo, el Gobierno francés ha optado claramente por dar absoluta preferencia a sus intereses electorales e internos sobre la solidaridad con la democracia española y ha defraudado las esperanzas depositadas por el ministro de Asuntos Exteriores en sus propias capacidades de negociación diplomática o de persuasión amistosa. Muchas veces hemos criticado, y lo seguiremos haciendo, los excesos chovinistas y los primarios reflejos antifranceses de la sociedad española. Sin participar para nada de ellos, hoy puede reconocerse lisa y llanamente que el Gobierno de François Mitterrand no es un buen amigo de España. Pero en vez de gritar "Francia es culpable", parece necesario analizar los propios planteamientos, preguntarse por las razones que explican la conducta de nuestros vecinos y poner en marcha una estrategia diplomática que descanse en los hechos y no en los sueños.Está ya claro que Mitterrand no está dispuesto a terminar con el escándalo que significa la existencia de un santuario terrorista de ETA en el País Vasco francés y que esta tolerancia con las bandas terroristas españolas no se practica en cambio respecto a las que operaron u operan en otros países europeos, como la República Federal de Alemania e Italia. La mejoría en las relaciones entre los aparatos policiales de España y Francia en el departamento de los Pirineos Atlánticos resulta una es casa ayuda -y no queremos suponer que sea una ayuda cínica- para la lucha antiterrorista a este lado de la frontera. La hipótesis. del Gobierno de Felipe González dando cobijo a los independentistas corsos o bretones, tolerando la adquisición y almacenamiento en nuestro territorio de armas y explosivos empleados luego para asesinar gendarmes o, militares franceses, para secuestrar empresarios galos o para cobrarles el impuesto revolucionario más allá de la frontera, puede servir de parábola para que el embajador Guidoni comprenda la irritación española ante la permisividad de Mitterrand hacia ETA. A la hora de elegir entre una contribución decisiva a la defensa de las instituciones democráticas españolas (que incluiría como mínimo el alejamiento de la frontera de los refugiados) y el mantenimiento de la situación actual en el País Vasco francés (que neutraliza las amenazas de acciones terroristas dentro de su país y alimenta demagógicamente -a costa del sufrimiento de los vecinos- la tradicional buena conciencia de la izquierda francesa), el Gobierno de Mauroy ha escogido la tranquilidad en la propia casa y la exportación de los crímenes fuera de su suelo.

Pero la preponderancia de la política interior sobre la solidaridad internacional con la España democrática se hace más patente en los obstáculos puestos por los socialistas franceses -hermanos clónicos en este terreno de sus adversarios conservadores- a nuestro ingreso en la Comunidad Económica Europea. Los intereses de los agricultores del Mediodía, que velan por la protección de sus productos ante la competencia exterior, se traducen políticamente en una cantera de votos que pueden resultar decisivos para los candidatos en 1986 y 1988, y también para las elecciones del año entrante al Parlamento Europeo. Las estrepitosas pérdidas de prestigio y de apoyo electoral del Gobierno de París serían así compensadas en parte.

El giro que parece adivinarse en el planteamiento de nuestras relaciones con Francia apunta a la adopción de criterios realistas que permitan, a través de la globalización de los intercambios entre ambos países, reiniciar el camino para conseguir negociaciones igualitarias y contraprestaciones equitativas. El comercio de Estado, la compra de armamento y la adquisición de maquinaria e instalaciones para las empresas públicas forman un mercado de gran importancia y cuya apertura a terceros países no puede realizarse sin compensaciones. En las postrimerías del siglo XX, el cambio de divisas contantes y sonantes por promesas incumplidas sería una versión renovada de los viejos trueques colonialistas de metales preciosos por abalorios.

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En el debate sobre política exterior celebrado en el Congreso, el ministro de Asuntos Exteriores no hizo sino ratificarse en las directrices expuestas en anteriores ocasiones. Sucede, sin embargo, que los nuevos pactos de familia con Francia constituyen la clave de arco de esa construcción ideologizada, más propia de la buena voluntad que de otra cosa. Aunque sólo fuera por el reconocimiento de que incluso los viejos pactos de familia con Francia de 1733, 1743 y 1764 tuvieron consecuencias adversas para nuestras armas y para nuestro erario. No parece que su reproducción en el siglo XX produzca mayores ventajas para nuestra economía y, para la seguridad de nuestros ciudadanos, a menos que el presidente Mitterrand cambie radicalmente de criterio en lo que se refiere a nuestra entrada en la CEE y a la colaboración en la lucha antiterrorista. Si el viraje que en nuestra política exterior comienza a darse -viraje impulsado según todos los datos, por el propio Felipe González- sé confirma, habrá que reconocer que por primera vez en muchas décadas existe una política exterior sin retóricas en este país, una política que defiende a la vez los intereses de los españoles y un internacionalismo racional. Una política, eso sí, que no ha sido marcada por el titular del departamento y que desdice en todo de sus directrices. Nos preguntamos si eso no ha de tener también consecuencias en la composición de este Gobierno socialista.

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