Tribuna:

Cerebros y otros trasplantes

A menudo se ha dicho, y con cierto fundamento, que la ciencia avanza con más rapidez que el arte; quizá por eso los políticos, y sobre todo quienes ejercen el poder, se apoyen más en los científicos que en los artistas, especie molesta si las hay, ya que tienen la inoportuna costumbre de expresar dudas, formular preguntas, canalizar rebeldías, ser (o creerse) ingeniosos y, en consecuencia, acuñar frases que los periódicos ignoran o catapultan. Los científicos, en cambio, laboran casi siempre al margen de la notoriedad y sólo aquellos pocos que obtienen el Nobel se resignan a prestar por 24 hor...

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A menudo se ha dicho, y con cierto fundamento, que la ciencia avanza con más rapidez que el arte; quizá por eso los políticos, y sobre todo quienes ejercen el poder, se apoyen más en los científicos que en los artistas, especie molesta si las hay, ya que tienen la inoportuna costumbre de expresar dudas, formular preguntas, canalizar rebeldías, ser (o creerse) ingeniosos y, en consecuencia, acuñar frases que los periódicos ignoran o catapultan. Los científicos, en cambio, laboran casi siempre al margen de la notoriedad y sólo aquellos pocos que obtienen el Nobel se resignan a prestar por 24 horas sus fatigados rostros a la curiosidad de los fotógrafos, declaran con modestia que quien merece el premio es, en realidad, todo el equipo investigador y, tras esbozar una discreta sonrisa que sobre todo refleja su preocupación por el tiempo perdido, se reintegran a sus microscopios, a sus probetas, a la infinita memoria de sus computadoras.Tal vez se base en esa unción ejemplar la clara ventaja que la ciencia le ha sacado siempre al arte. O también ocurra que el arte no tiene prisa, y en cambio la ciencia siempre ha sido la impaciente de la historia. Gracias a ese innato y explicable sentido de la urgencia, unido a una paciencia descomunal, los clentíficos nos han aligerado lo cotidiano aportándonos el lado seductor de la vida moderna, desde la electricidad a la fotografía, desde las vacunas al cinematógrafo, desde la penicilina a la televisión, desde los jets a la electrónica. Todavía no han descubierto (aunque se afanan en la empresa) cómo dominar el cáncer, pero mientras tanto han puesto un hombre en la Luna y han creado el napalm, la bomba atómica, la de hidrógeno, la de neutrones y otras variantes no menos prometedoras. Todo ello mientras los poetas y escritores se limitaban a innovaciones tan poco rentables como el monólogo interior, la poesía coloquial, el teatro del absurdo, lo real maravilloso; y los plásticos, por su parte, descubrían el muralismo, el constructivismo, el pop-art, la neofiguración, el tachismo, el happening, las estructuras cinéticas y otras menudencias que no matan a nadie.

A veces puede encontrarse un paralelismo, y hasta cierta convergencia, entre el campo artístico y el científico, particularmente cuando éste incluye el de la ciencia aplicada a la represión y la guerra. Digamos, si el artista practica el melodrama, la represión científica inventa el gas lacrimógeno, tan funcional cuando se trata de arremeter contra manifestaciones juveniles. Si el teatro crea el vodevil, la ciencia propone el gas hilarante (así llamó Dany al óxido nitroso, debido a la excitación cerebral que producía). El thriller, por su parte, tiene su exagerado equivalente en el gas nervioso; la literatura nihilista, en la bomba de neutrones. Hiroshima es, después de todo, una dramática ilustración de semejante confluencia. La ciencia y Truman hicieron posible ese holocausto; el arte, en cambio (en este caso, el séptimo), se limitó, a través de Alain Resnais, a filmar Hiroshima, mon amour, y no creo que sea necesario hacer una encuesta entre los japoneses para saber qué prefieren.

El mismísimo Alfred Nobel, notorio hombre de ciencia, creó las célebres recompensas culturales, hoy tan caprichosamente distribuidas, pero conviene no olvidar que antes de ponerse lírico había descubierto el uso de la nitroglicerina como superexplosivo. Quizá por eso varios de los premios Nobel de la Paz sean pura dinamita.

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Entre mono y mono

Aunque de manera índirecta, estas reflexiones están motivadas por una noticia recientemente aparecida en la prensa sobre trasplante de cerebros. Después de la córnea, los riñones y el corazón, parece que ahora será el cerebro el trasplantado. Un cirujano norteamericano, Robert White, asegura con profunda convicción que ese trasplante es posible. Los monos lo han probado; los obispos lo discuten y, de acuerdo a la información de prensa, le hacen menos ascos que al aborto. Al menos el obispo romano Fiorenzo Angelini, responsable de la pastoral sanitaria de la diócesis, ha dicho que el tema "despierta una curiosidad muy legítima".

En realidad, este anunciado salto de la ciencia no es una broma. Ya fue un poco alarmante que no sé qué instituto o fundación o verbena decidiera de pronto acopiar semen de personalidades galardonadas con el Nobel. Pensaban de esa manera mejorar sustancialmente el nivel del homo faber y hasta del homo economicus. Digo alarmante porque en última instancia la dueña del útero no podía elegir en plena libertad quién iba a ser el excepcional padre de su hijo. No le era permitido cablegrafiar a la distribuidora genética: "Favor enviadme contra reembolso semen de Linus Pauling y/o de Saint John Perse para fecundación privada". Más bien debía someterse al azar fertilizante. Pero qué me cuentan si de la espermoteca le

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Cerebros y otros trasplantes

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llegaba a la pobre inocente no el producto puntualmente solicitado, sino otro, proveniente de Kissinger o de Beguin. Vaya guerra la que iba a dar luego en ese hogar el planificado infante.

Es obvio que el trasplante de cerebros es una operación aún más riesgosa. Es bien conocida la anécdota de Bernard Shaw: en cierta ocasión una hermosa artista le comunicó que ambicionaba tener un hijo suyo sólo para que la criatura heredara el talento de él y la belleza de ella, pero el dramaturgo dijo que no, ya que entendió que no podía descartarse el riesgo de que la criatura heredara el talento de ella y la belleza de él, combinación que no garantizaba precisamente un arquetipo. En esto del trasplante el riesgo es parecido. Seguramente los optimistas piensan en un ser hipotético y perfecto, una suerte de Mister Mundo con cerebro de Einstein, pero los pesimistas se imaginan otras ensambladuras bastante menos estimulantes. Es posible que el invento funcione entre mono y mono, o a lo sumo entre gorila y Pinochet, pero más allá de ese límite empieza el peligro.

Que el descubridor de esta turbulenta innovación quirúrgica sea un norteamericano no resulta tan sorprendente como pudiera parecer a primera lectura. En realidad, hace tiempo que se sospecha que el cerebro del senador Joseph MacCarthy esté funcionando aún, adecuadamente trasplantado, sobre el tronco, cuajado de medallas, de algún primus interpares del Cono Sur. Lógico es, por otra parte, que el experimento se haya mantenido en secreto, o al menos como rumor no confirmado, debido, sobre todo, a las conjeturas a que podría dar lugar: por ejemplo, que en un futuro mediato los sólidos troncos de Jeanne Kirkpatrick o de Margaret Thatcher amanecieran con las respectivas cabezas y sustancias grises de Jane Fonda o de Bernadette DevIin.

Tampoco hay que ser injusto con los hombres de ciencia, que cuando salen ecuánimes, lúcidos y generosos, son realmente una maravilla. Otros hay que se entusiasman tanto con sus investigaciones que, cuando menos lo piensan, sus más queridos inventos empiezan a desarrollarse por sí mismos y los dejan atrás, abrumados por el desconcierto, ya que un descubrimiento que podría haber colmado de felicidad a sus prójimos se convierte de pronto en una maldición. Nada menos que Einstein y Oppenheimer conocen algo de esa amargura retroactiva. Aún viven muchos de esos científicos estupendos, que trabajan con denuedo por la paz. Quizá, puedan ellos algún día llevar a cabo otro tipo de trasplante que sería casi artístico, digno de un Hieronymus Bosch del siglo XX: quitar la cabeza nuclear de los amenazantes mísiles y conectar a su tronco impertérrito una linda y frondosa copa de árbol. Al principio es probable que el injerto no funcione, pero con que uno sólo de esos troncos huraños se contagie de aquel verde y permita la circulación de savia generosa, ya habrá comenzado la etapa de salvación.

Después de todo, ¿qué es un árbol sino un misil tierra-aire que ha postergado indefinidamente su lanzamiento? ¡Qué linda sorpresa si la emulación Este-Oeste no tuviera lugar entre Pershing-2 y SS-20, sino entre álamos balsámicos y pinos albares! ¡Qué realismo verdaderamente mágico si las confrontaciones Norte-Sur no fueran entre multinacionales y famélicos, sino entre abedules y quebrachos! ¡Qué fundada esperanza para el género humano si la ciencia, por una sola vez, se fuera por las ramas!

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