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Privilegio y anonimato policiales

Es en sí aceptable, más aún, plausible, todo lo que tienda a garantizar el respeto a los derechos humanos, a la integridad física y moral de los detenidos. Cualquier forma de tortura degrada a sus aplicadores a la más baja condición de la estirpe humana y les hace indignos de pertenecer a una honrosa profesión cuya misión, por esencia, consiste precisamente en defender la seguridad, los derechos y libertades de los ciudadanos. Ciertamente, además de regirse por un código ético, la policía debe ajustar sus comportamientos profesionales a unas normas jurídicas con capacidad punitiva y, por tanto...

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Es en sí aceptable, más aún, plausible, todo lo que tienda a garantizar el respeto a los derechos humanos, a la integridad física y moral de los detenidos. Cualquier forma de tortura degrada a sus aplicadores a la más baja condición de la estirpe humana y les hace indignos de pertenecer a una honrosa profesión cuya misión, por esencia, consiste precisamente en defender la seguridad, los derechos y libertades de los ciudadanos. Ciertamente, además de regirse por un código ético, la policía debe ajustar sus comportamientos profesionales a unas normas jurídicas con capacidad punitiva y, por tanto, disuasoria, sobre aquellas voluntades individuales menos dispuestas a someter sus actuaciones a imperativos puramente morales y deontológicos. De hecho, la tortura ya posee en España sustantividad jurídico-penal, al estar perfectamente tipificada en nuestro Código.Pero ni el anonimato ni el privilegio procesal, anteriormente aludidos, funcionan en absoluto como factores coadyuvantes o favorecedores de la práctica de sevicias policiales. No se comprende, por consiguiente, que su supresión pudiera ejercer influencia positiva alguna en relación con tan vituperable práctica.

El privilegio procesal de los funcionarios policiales viene consagrado en la ley de la Policía, de 4 de diciembre de 1978, y no consiste más que en la asignación privativa a las audiencias provinciales de competencia jurisdiccional en relación a los delitos cometidos por los policías en el ejercicio de las funciones de su cargo. Es decir, en síntesis y fundamentalmente, un juez de instrucción no puede procesar a un funcionario que haya cometido un delito en el desempeño de su cometido profesional; tiene que ser necesariamente la Audiencia Provincial quien acuerde el procesamiento. Por otra parte, de ordenarse el proceso y prisión de un funcionario, tal prisión se llevaría a efecto en las propias dependencias policiales o, de no reunir éstas las condiciones adecuadas, en el establecimiento penitenciario correspondiente, pero, en todo caso, físicamente separado del resto de los reclusos.

Examinado serenamente y con objetividad, no parece que el privilegio -si admitimos esta enfática denominación- sea excesivo. Hay que pensar que el poli cía, por las especiales circunstancias que rodean su actuar profesional, suele verse envuelto en situaciones operativas violentas, angustiosas, que pueden llevarle a incurrir en acciones humanamente erróneas, torpes o imprudentes, que, de mediar malicia, constituirían delito doloso. Pensemos en tantas posibles escenas de funcionarios enfrentados a situaciones de ultraviolencia, de desobediencia activa, de peligro físico para personas inocentes. Es, en verdad, muy difícil calcular proporciones, medir límites legales, contener emociones y precipitaciones. En ocasiones, dudar unos segundos puede frustrar la salvación de una vida humana, por ejemplo. Y reparemos en que ese a menudo penoso trabajo policial es el trabajo de unos defensores de la ley y el orden, de unos salvaguardadores de la seguridad de todos, de unos protectores de los derechos individuales y las libertades públicas.

El número del carné

¿Cómo no considerar plenamente lógico y fundamentado que estos trabajadores, uno de cuyos gajes del oficio es, pues verse casi inevitablemente encartados en un sumario judicial, dispongan de una especialidad procesal como esa a que hemos hecho referencia? Especialidad que no significa, en rigor, privilegio ni favorecimiento, sino garantía de mayor ecuanimidad, fórmula de atención o deferencia hacia quien labora con riesgo en favor de la sociedad y, por ende, factor coadyuvante al mantenimiento de una moral profesional y un ánimo operativo sin el cual podría caerse por la peligrosa rampa del inhibicionismo policial. Mal asunto sería que nuestros policías perdieran disposiciones de activa laboriosidad y dejaran de emplearse a fondo cada día por excesivo temor a esa especie de espada de Damocles que pende permanentemente sobre sus cabezas en forma de responsabilidad penal por actos relacionados con su propio y peculiar trabajo.

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Por otra parte, y en refrencia al llamado anominato policial, éste consiste sencillamente en que los funcionarios que actúan como instructor y secretario de las diligencias -o bien que comparecen en las mismas con uno u otro motivo- hacen figurar en las mismas, como dato personal identificativo, su número de carné profesional en vez de nombre y apellidos. Se trata de una fórmula puramente fáctica, adoptada hace algunos años, con vistas a sustraer la identidad de los policías actuantes al conocimiento de delincuentes y terroristas. Una medida de seguridad, de autoprotección, perfectamente coherente, en favor de un funcionario que realiza, bajo condiciones obligadamente reservadas y secretas, misiones de investigación criminal e información antiterrorista.

Al hacer constar el número de carné profesional no puede decirse, en rigor, que la actuación funcionarial en diligencias sea anónima, pues el juez, destinatario de dichas diligencias, siempre podrá conocer en plenitud la identidad de los funcionarios, con sólo requerirlo del mando policial. Se comprende, pues, que no es a la autoridad judicial a quien se oculta el nombre de los policías, sino a aquellas personas que pudieran hacer uso malévolo de su conocimiento. Precisamente esta medida precautoria fue adoptada después, y como consecuencia de ser descubiertos varios casos del mencionado uso malévolo. La racionalidad, un insoslayable imperativo de preservar la seguridad institucional del Estado y la personal de sus servidores, justificaron el establecimiento de este proceder fáctico, que, empero, no podría sensatamente ser calificado de antijurídico por no vulnerar en absoluto el espíritu de la tan vetusta como vigente ley de Enjuiciamiento Criminal.

En la medida en que pudieran no estar definitivamente erradicadas las torturas o malos tratos a detenidos en España, su erradicación constituiría un objetivo indeclinable y prioritario para nuestra sociedad. Téngase por seguro que de ese espíritu, de ese afán erradicador participa sinceramente, y hasta apasionadamente, la inmensa mayoría de miembros de los cuerpos de seguridad del Estado. Pero, en orden a la consecución de tal objetivo, no se sustraiga a la policía algo que, sin intervenir útilmente en favor del mismo, operaría despotenciadoramente en la función y los funcionarios policiales.

es inspector del CSP y ex director de la revista profesional Policía Española.

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