Tribuna:

La vieja y la nueva izquierda

¿Qué queda en Europa de la izquierda tradicional y qué otro movimiento con metas de transformación social ha entrado en liza? Desde la década de los años setenta una nueva izquierda ha ido abriéndose camino y distanciándose de los históricos partidos de base obrera y sus fervorosas doctrinas políticas. La nueva izquierda, lejos de hallar su apoyo primordial en el mundo del sindicalismo obrero, se nutre de sectores heteróclitos, desde el ámbito académico a los sectores más marginalizados; critica con mucha dureza el autoritarismo dogmático de la vieja izquierda, tanto en su versión socialdemócr...

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¿Qué queda en Europa de la izquierda tradicional y qué otro movimiento con metas de transformación social ha entrado en liza? Desde la década de los años setenta una nueva izquierda ha ido abriéndose camino y distanciándose de los históricos partidos de base obrera y sus fervorosas doctrinas políticas. La nueva izquierda, lejos de hallar su apoyo primordial en el mundo del sindicalismo obrero, se nutre de sectores heteróclitos, desde el ámbito académico a los sectores más marginalizados; critica con mucha dureza el autoritarismo dogmático de la vieja izquierda, tanto en su versión socialdemócrata como leninista; y reivindica, entre otros puntos, frente a la eliminación estalinista de la subjetividad, la dimensión política de lo privado y el argumento de la cotidianidad. Los militantes de este signo crecen, bajo formas paralelas de acción diversa, hasta diseñar un nuevo panorama de contestación adscrito a la sociedad posindustrial de nuestros días.

Los conceptos de izquierda y de derecha no sólo son relativos, sino cambiantes. Se está más a la izquierda o a la derecha en relación con un punto de referencia, que a su vez el fluir histórico va modificando. Cambian así los referentes, pero también la posición de una misma idea o reivindicación respecto a estos referentes. Un mismo empeño, por ejemplo la conservación del medio ambiente, ha tenido distintos significados, de derecha o de izquierda, según posición y referente.No sólo la calificación de derechas e izquierdas es relativa y cambiante, sino que a veces, incluso, parecen coincidir en objetivos comunes, aunque luego, vistas las cosas de cerca, pongan de manifiesto contenidos diferentes, cuando no opuestos. Hoy todos, izquierdas y derechas, hablan de desburocratización. La derecha liberal y el democratismo más radical parecen coincidir en su crítica de la burocracia, insistiendo ambos en el principio de que cuanto menos Estado, mejor. Pero este afán común de reducir a un mínimo el aparato del Estado lo plantea la derecha como resultado del desmantelamiento de la red estatal de servicios públicos, abandonando al individuo a sus solas fuerzas, mientras que la izquierda lo concibe como un desarrollo ulterior de la fase estatal, burocrática y centralizada de la gestión de los servicios públicos. No se trata de suprimirlos o de reducirlos, sino de ir traspasando competencias a los grupos sociales interesados.

Se justifican estas consideraciones si sirven para precavernos de dos errores, harto extendidos: el primero, que la distinción entre derecha e izquierda carece de contenido; el segundo, que se suponga fijo e inalterable el concepto de izquierda o de derecha. Por un lado, la derecha aprovecha el carácter relativo y cambiante de estos conceptos para negar su vigencia, o por lo menos para declararlos anacrónicos, hasta el punto que lo que hoy define a buena parte de la derecha es negar el sentido de esta distinción. Por otro, nada tan conservador -valga la paradoja- que la izquierda a la hora de aferrarse a ideologías y símbolos, como si el carácter de izquierda o de derecha fuese absoluto y definitivo.

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Superados estos dos errores, cabe concluir, primero, que las nociones de izquierda y de derecha son significativas cuando se conocen los referentes. En cada cuestión conflictiva -y en política lo son todas- puede determinarse una respuesta de derecha o de izquierda desde un referente concreto (clase social, estructura de poder, perspectiva de futuro, etcétera); segundo, que la relación derecha-izquierda, así como sus referentes no son fijos ni absolutos, sino que se encuentran en permanente proceso de cambio. Sólo desde la asunción de estos dos supuestos tiene sentido hablar de la nueva izquierda o de la nueva derecha, en relación con lo que ayer pasaba por izquierda o por derecha.

Crisis de la vieja izquierda

Si queremos identificar a la izquierda de ayer tropezamos con el marxismo en sus dos revisionismos, históricamente actuantes: el leninista y el socialdemócrata. Si nos remontamos a anteayer nos encontramos con el doblete anarquismo-socialismo, ambos en sus múltiples versiones. Por lo pronto, dejemos constancia de un hecho que desde nuestra perspectiva actual adquiere nueva significación: la izquierda se organizó alrededor de dos polos, el anarquismo y el socialismo en la primera fase, el comunismo y el socialismo en la segunda, manteniendo en ambas una misma vocación unitaria, en cuanto pretendida expresión de una misma clase, la trabajadora. Lo que define a la vieja izquierda es, justamente, su base obrera, con concepciones ideológicas que, aunque nacidas fuera de esta clase, la atribuyen el papel de sujeto de la Historia.

La crisis de la vieja izquierda se vincula al desmoronamiento de la clase obrera como sujeto revolucionario. En la Unión Soviética, donde triunfó la revolución proletaria, la clase obrera se ve subyugada por una burocracia, de la que se discute su carácter de clase pero no su papel dominante. En los países capitalistas altamente desarrollados de la Europa occidental, desde la década de los cincuenta, se comprueba una integración social y política de la clase obrera que la crisis vivida desde comienzos de los setenta no ha cuestionado, por lo menos en relación con la amplitud de la crisis.

Ya en los años sesenta se percibe claramente el grado de integración a que ha llegado la clase obrera. Por vez primera el pleno empleo le proporciona un cierto margen de seguridad, hasta entonces desconocido, a la vez que salarios reales en rápido aumento la vuelcan a un consumismo tan infantil como integrador. Por aquellos años, Herbert Marcuse describía acertadamente los mecanismos de asimilación en el capitalismo avanzado, a la vez que detectaba, aparte del clamor revolucionario de los países dependientes, en el interior de las metrópolis, nuevos grupos sociales con un creciente potencial de protesta: minorías raciales discriminadas, sectores sociales marginados. El capitalismo habría logrado integrar a la clase obrera, pero al precio de crear nuevos sectores marginales; habría dado muestra de una capacidad apabullante de integración -de la clase obrera, de las ideologías de vanguardia-, pero también una no menor de discriminación, de marginación de nuevos sectores sociales.

La explosión estudiantil

Cuando la asimilación de la clase obrera parecía completa y se había extendido por doquier el convencimiento de que, por lo menos en Europa, habría llegado el fin de las revoluciones -se juzgaba residuos trasnochados, de otra centuria o de otra latitud, a los pocos revolucionarios de boquilla que todavía quedaban-, las explosiones estudiantiles de Berlín, París o California, dado el empuje y la capacidad de movilización que pusieron de manifiesto, resultaban difíciles de encajar en un horizonte del que había desaparecido por completo la revolución y aun la protesta. En cambio, entre la exigua minoría de los revolucionarios desesperanzados, que no desesperados, estos acontecimientos, sacando las cosas de quicio, llegaron a calificarse de revolucionarios, y no faltaron voces que atribuyesen al estudiantado el papel vacante de sujeto revolucionario.

Pero tan repentina e inesperadamente como había subido la marea de protestas, al cabo de un año, vueltas las aguas a su cauce, parecía no quedar más que un acervo de experiencias. Dos, una en cada campo, merecen consignarse. Para los convencidos de la estabilidad de las sociedades occidentales desarrolladas, el amago servía de aviso para desconfiar de su reciedumbre inquebrantable. Convenía poner sordina a la retórica del fin de las revoluciones, y aunque la revolución en Europa no esté a la vista, ni, desde luego, dependa del tesón y combatividad de un puñado de iluminados, tampoco es una posibilidad que podamos eliminar a priori. Para los que anhelaban cambios profundos, el mayo francés y la primavera de Praga tuvieron la virtud de mostrar toda la carga conservadora de la izquierda establecida. Comunistas y socialdemócratas rivalizaron en el mismo afán de contener la marea, enemigos ambos de cambios sustanciales, al este como al oeste.

A comienzos de los setenta se constaba una nueva dimensión ideológica, señalizando, con el comienzo de la crisis, el fin de toda una época. Para la derecha, la revolución constituye una posibilidad que sería ingenuo y hasta suicida eliminar del horizonte. Para la izquierda, esta posibilidad se presenta factible si previamente logra librarse del dogmatismo y autoritarismo burocráticos de la que ya se revela como la vieja izquierda.

Origen y naturaleza de la nueva izquierda

La nueva izquierda europea cuaja en la década de los setenta sobre el rescoldo que deja el movimiento estudiantil y en las nuevas condiciones sociales que produce la crisis. Los elementos ideológicos determinantes se elaboraron en torno a la experiencia del 68, pero es la crisis la que les da verdadera trascendencia social. Un pensamiento crítico, democrático y antiautoritario, que parecía condenado a no romper los muros de los claustros universitarios, empieza a enraizar en muy distintos sectores sociales, a los que la izquierda tradicional apenas había tenido acceso, la mujer, las minorías sexuales discriminadas, el subproletariado marginal, etcétera, pero también entre los intelectuales, científicos y algunos cuadros técnicos que cuando se habían abierto a la política parecían clientela segura de la vieja izquierda.

Señalemos desde un principio lo que diferencia fundamentalmente a la nueva izquierda de la vieja: su distinta base social. La vieja izquierda se considera parte y expresión de la clase obrera, y aunque ideología y líderes no hayan surgido de su seno, en el proletariado industrial echó amplias y profundas raíces; la nueva izquierda, en cambio, se caracteriza por una base social en extremo heteróclita, en la que convergen los grupos y sectores sociales más dispares, desde el mundillo académico hasta los sectores sociales más marginados. Si la vieja izquierda gira en torno a la clase obrera, la nueva, que se siente la auténtica continuadora de los ideales revolucionarios y

La vieja y la nueva izquierda

humanistas del movimiento obrero, apenas encuentra apoyo y comprensión entre la clase obrera integrada, descollando los sindicatos por su oposición frontal a esta nueva izquierda. Si, como quiere el integrismo fundamentalista de la vieja izquierda, vinculamos dogmáticamente la noción de izquierda a la de clase obrera, la nueva izquierda, rechazada visceralmente por obreros y sindicatos, no sería en rigor izquierda. Habría que dejar entonces esta noción para uso exclusivo de los funcionarios de los sindicatos y de los partidos obreros.

Para entender las innovaciones ideológicas de la nueva izquierda conviene retrotraerlas a su origen, el movimiento estudiantil de finales de los sesenta. Tres puntos merecen mención especial:

1. Una crítica contundente del autoritarismo dogmático de la vieja izquierda, tanto en su versión socialdemócrata como leninista. Ni la congelación dogmática del marxismo ni el humanismo socialdemócrata parecían respuestas capaces de enfrentarse a los poderes establecidos. Antes incluso de que en la mayor parte de los países europeos occidentales se inaugurase la política socialdemócrata de reformas paulatinas, se acusaba ya de ineficaz a un reformismo que pretendiera cambiar la sociedad desde el Estado. El antiautoritarismo que se proclamaba tenía así un aspecto puramente negativo -oposición radical a todo lo existente- y otro positivo, de relanzamiento de las nociones clásicas de democracia de base, democracia entendida como participación directa de los afectados, que trasladaba a la sociedad, es decir, a los grupos sociales espontáneamente organizados, la tarea ardua de ir horadando el poder político y económico institucionalizado.

2. Frente a la eliminación estalinista de la subjetividad o su absoluta privatización en el mundo capitalista, el movimiento estudiantil redescubre la dimensión política de lo privado. En vez de avergonzarse de su subjetividad o de encerrarla en el ámbito de lo privado, sin comunicación con lo público, se colocan en primer término las necesidades individuales -las materiales, pero también las psíquicas y espirituales-, haciendo hincapié en las implicaciones políticas de la miseria personal. Lejos de pensar que la enajenación de la vida cotidiana encontraría arreglo definitivo en una sociedad que hubiera socializado los medios de producción, se aspira a soluciones practicables aquí y ahora, comenzando por un cambio radical en la propia vida. Nada produce tanto desdén como el hombre de izquierda que, en público, se pavonea de su ideología revolucionaria y en privado reproduce las formas de vida pequeño-burguesas.

3. No se ha insistido lo bastante en el hecho de que el movimiento estudiantil, por lo menos en su primera forma berlinesa, surge como reacción de solidaridad con los pobres y explotados del mundo subdesarrollado. Figuras como Che Guevara y Ho Tchi Minh son los héroes de aquella generación. Las formas de explotación capitalista se revelan sin disfraz en el llamado tercer mundo.

Del movimiento estudiantil a los 'verdes'

El movimiento estudiantil se disuelve como pompa de jabón a comienzos de los setenta. En el aire queda su antiautoritarismo y antídogmatismo, una nueva valoración de lo privado y una solidaridad profunda con las naciones proletarias. Inmediatamente, empero, flota la pregunta propia de los tiempos de derrota: y ahora qué. Cuatro son las respuestas que se barajan en los medios que se identifican con la protesta estudiantil. La primera, claudicar, que, como siempre, se disfraza de realismo. Habría que cesar en la lucha, al menos la emprendida frontalmente; el sistema tendría cuerda para rato. Para aquellos realistas que pretendían además conservar una buena conciencia, la llamada larga marcha a través de las instituciones se presentaba como la solución ideal. Habría que integrarse como profesor, jurista, técnico, economista, en la sociedad, o mejor, en el aparato del Estado. Una vez en las fauces del monstruo, con paciencia y a largo plazo, cabría ir modificando las estructuras de poder dadas. Esta estrategia no ha logrado cambios apreciables, y sí la asimilación de los que optaron por ella. Antiguos líderes del movimiento estudiantil se convirtieron en ejecutivos responsables, manteniendo a veces hasta su barniz de izquierda. No la hubiéramos mencionado si la socialdemocracia alemana, aterrorizada ante la posibilidad de la revolución desde dentro, no hubiera cometido uno de los mayores errores de su historia al establecer una criba política para el acceso a la Administración pública.

La segunda respuesta, polarmente inversa, consistió en el recurso a la lucha armada. Si el movimiento masivo de protesta se había evaporado, no quedaba más que amilanarse o pasar a la lucha abierta. Habría que reunir a la auténtica vanguardia, sumergirla en la clandestinidad y contestar a la violencia del sistema con la violencia revolucionaria. Aquí se pone de manifiesto no ya la solidaridad, sino la aceptación del enfoque tercermundista, que ideológicamente caracterizó al movimiento estudiantil. La influencia de la guerrilla urbana en Uruguay y Brasil, así como la de los movimientos de liberación nacional del Tercer Mundo, parece tan clara como decisiva. Conocidos son los resultados de los ejércitos rojos en Italia y en la Alemania Occidental. Sin la menor base social, sólo consiguieron renovar y fortalecer el aparato represivo del Estado.

Una tercera respuesta puede resumirse en la consigna: "Vuelta a la ortodoxia marxista". En estos años se constata un intéres renovado por la obra de Marx, sobre todo por una lectura apropiada a la nueva situación. Si en la Europa occidental ha fracasado la revolución socialista, la culpa sería de la socialdemocracia en la primera posguerra y de los comunistas en la segunda. Socialistas y comunistas se habrían alejado igualmente del marxismo: los primeros incluso habían acabado por suprimirlo, y los segundos lo habían congelado dogmáticamente para mejor servir los intereses oscilantes de la burocracia soviética dominante. En esta angustiosa búsqueda del auténtico marxismo de Marx, algunos lo ven encamado en la China de Mao, otros en Trotski, con sus distintas corrientes de la siempre infalible Cuarta Internacional, multiplicándose como setas en primavera los partidos y grupitos que aspiran a encarnar cada uno, el verdadero partido revolucionario marxista de la clase obrera. Estos partidos desaparecen prácticamente al comienzo de la década de los ochenta, pero dado el grado de sectarismo dogmático que acumularon, dejaron una especie de vacuna contra el dogmatismo que ha venido muy bien a la nueva izquierda.

La cuarta y última respuesta es sin duda la más original y la que se revela con mayor capacidad de mudanza. Parte de subrayar la dimensión política de lo privado para concluir que, si lo que se quiere es modificar la sociedad para mejorar lo cotidiano, y se comprueba que la sociedad en bloque no se deja cambiar tan fácilmente, cabe invertir los términos, empezando por lo que tenemos más a mano, es decir, nuestra propia vida, librándola de los objetivos y compulsiones que la sociedad impone. Estamos socialmente programados para comportarnos de determinada forma, internalizados los valores sociales como si fuesen personales; pero si intelectualmente nos hemos librado de las pautas sociales dominantes, lo primero que tenemos que hacer es organizar nuestra vida según los principios de libertad y de democracia que proclamamos para el conjunto social. Pues bien, esta actitud ha venido en llamarse alternativa, y comporta un doble sentido: vivir de otra forma, desde otros valores; combatir de otra forma la sociedad enajenante, rompiendo con los moldes de la izquierda tradicional, revolucionaria o reformista.

En los ochenta convergen el movimiento alternativo, el pacifismo y el ecologismo, amalgamándose en lo que llamamos los verdes o la nueva izquierda. Su programa ya no es específico de clase, al descubrir un interés común y primario para toda la sociedad: sobrevivir. Ello implica, por lo pronto, evitar las dos catástrofes que conlleva la sociedad industrial expansionista, al este como al oeste: el enfrentamiento atómico y la degeneración ecológica. El que la humanidad sobreviva depende de un cambio radical de valores que orientan su conducta privada y colectiva, creando nuevas formas de producción y de consumo.

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