Cuatro años de ayuntamientos democráticos / 1

De la bisoñez a la ruptura de los pactos de progreso en Cataluña

Hace cuatro años, los electores de Cataluña, como los de todo el Estado, desempolvaban, ilusionados, una vieja costumbre común a todos, los países libres que en el mundo son y han sido. Como quien recupera súbitamente su pasado tras la dictadura, la primera nueva cita con las urnas arrojó unos índices de participación más que satisfactorios. Dio el mayor número de votos a los partidos de izquierda (PSC, 712.288 electores y PSUC, 539.875) y el mayor número de concejales y alcaldes a Convergència i Unió y a Centristes-UCD. Concretamente fueron 216 los alcaldes de CiU y 127 los de CC-UCD, y 1.759...

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Hace cuatro años, los electores de Cataluña, como los de todo el Estado, desempolvaban, ilusionados, una vieja costumbre común a todos, los países libres que en el mundo son y han sido. Como quien recupera súbitamente su pasado tras la dictadura, la primera nueva cita con las urnas arrojó unos índices de participación más que satisfactorios. Dio el mayor número de votos a los partidos de izquierda (PSC, 712.288 electores y PSUC, 539.875) y el mayor número de concejales y alcaldes a Convergència i Unió y a Centristes-UCD. Concretamente fueron 216 los alcaldes de CiU y 127 los de CC-UCD, y 1.759 los concejales nacionalistas y 1.280 los centristas. Lógicamente, el triunfo en votos de la izquierda fue más contundente en los -cinturones industriales y las grandes ciudades, mientras resultó mayor la implantación de las fuerzas del centro y la derecha en los municipios pequeños. Con todo, unos y otros entrantes encontraron una administración municipal desmoralizada por su falta de autoridad tanto frente a los ciudadanos como frente a los grandes grupos de presión y de opinión locales.

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Hoy han pasado ya cuatro años y es momento de hacer balance. Derechas e izquierdas coinciden en reconocer el carácter de los municipios corno banco de pruebas para sus bisoños cuadros de partido, no tan solo para el rodaje de un sistema de gobierno necesariamente más próximo al elector que cualquier otro tipo de administración, sino para todo el sistema democrático. La inexperiencia de los nuevos administradores de 1979 afectó a todos, sin distinción de ideologías, en un momento en que la tarea más urgente era reivindicar la importancia de la gestión municipal frente a otras formas de administración y muy especialmente frente a la Administración Central. Desde el siglo XIX las corporaciones locales han sido el pariente pobre del sistema. "Cuando nosotros llegamos, los ayuntamientos recibían un miserable tres por ciento de los Presupuestos Generales del Estado", protestan los socialistas, "cuando en países de más larga y acusada tradición centralista, como Francia, la proporción era del 20 por ciento, y en los países nórdicos llegaba incluso al 50 ó 60 por ciento".La repercusión de la crisis general

Las expectativas eran muchas, el déficit enorme y la imagen de los nuevos ayuntamientos, dañada irremediablemente por la necesidad de recaudar impuestos tan desagradables e injustos como el de Radicación, tenia que resultar por lo menos antipática. "Era tiempo de expectativas utópicas", escribe el sociólogo Pinilla de las Heras, "el desencanto no es un fenómeno exclusivamente español". Pero lo cierto es que el país acababa de celebrar sus primeras elecciones democráticas después de una interminable dictadura en la que a los ayuntamientos catalanes de la última etapa no les había quedado más opción que la del progresivo endeudamiento y la pérdida de autoridad frente a las grandes empresas contratistas, a las que ningún alcalde podía asegurar puntualidad ni tan solo seguridad en el cobro de las deudas. Además, a principios de 1979, se creía aún que la crisis económica iba a ser de corta duración.

Pero seis meses después de la primera fiesta de las urnas llegaron a los municipios de Cataluña las repercusiones económicas del segundo gran shock petrolero mundial. Habría que repartir más sacrificios que prosperidad, el electorado aumentaba su presión en demanda de soluciones ciertas sin querer atender a sofisticadas teorías económicas, y la primera plataforma de gobierno que habían elegido libremente era una desorientada democracia municipal cuya única posibilidad inmediata de acción consistía en tratar de poner sus papeles en orden.

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Los 'pactes de progrès'

Barcelona se estrenó en esta primera etapa con un amplio "Pacte de Progrès" en el que se apiñaban incluso los grandes rivales. El pasivo de la herencia era ingente: los grandes contratistas imponían contratos prácticamente de adhesión en los que el Ayuntamiento no podía apenas negociar cláusulas de duración o de revisión de precios; el déficit anual en transportes era de 11.000 millones de pesetas anuales, con una flota que reclamaba a gritos la jubilación; la tradición, temerosa de la huelga no reglamentada, había consagrado el principio de que los convenios colectivos beneficiarían sin casi discusión las aspiraciones económicas del personal; el "agujero" del Consorcio de la Zona Franca alcanzaba los 11.000 millones de pesetas, incluyendo 1.100 millones de una malversación por la que hoy tres personas están en la cárcel; Túneles del Tibidabo -futuro criadero de champiñones, en palabras de un dirigente comunista- costaba a la ciudad 400 millones anuales en concepto de obra hecha; Mercabarna perdía 160 millones al año; el déficit del Patronato Municipal de la Vivienda era de 150 millones anuales; nadie sabía a ciencia cierta cuántos trabajadores tenía la Casa ni en que trabajaban exactamente; la hora del bocadillo se había convertido para muchas atareadas amas de casa, empleadas en el Ayuntamiento, en la ocasión de acercarse al mercado de la Boquería para hacer la compra diaria; y, en definitiva, por cada peseta ingresada en las arcas municipales, la "Casa Gran" gastaba una peseta con ochenta céntimos.

Desde mucho antes de que se rompiera el "Pacte de Progrès", con la salida de Convergència y Esquerra Republicana del gobierno de la ciudad, el futuro alcalde, el socialista Pasqual Maragall, entonces teniente de alcalde, fue el encargado de poner orden en el tinglado de los funcionarios. Las primeras pesquisas arrojaron un balance aproximado de 15.500 asalariados, seiscientos de los cuales fueron "descubiertos" gracias a la hábil estratagema de obligarles a pasar por ventanilla para cobrar su sueldo. El excedente, hijo de la costumbre y de los "derechos adquiridos" sin control, dedicaba además sus afanes a tareas subalternas y burocráticas de escasa rentabilidad, mientras otras áreas de servicio directo al ciudadano (enseñanza, cultura, sanidad, juventud, servicios sociales) o la de bomberos, clamaban la necesidad de un aumento de plantilla. Fue la primera época de las fiestas de animación popular en la recobrada calle -que, por otra parte, aún no se había desmadrado- y de las enérgicas manifestaciones de protesta en la plaza de Sant Jaume. Expresiones ambas de una vitalidad que pasmaba por igual a propios y extraños y provocaba expresiones de auto-afirmación a Pasqual Maragall: "El día que no tengamos una "mani" en la puerta es que estaremos haciendo algo mal", decía. Al cabo de los años, y con la ayuda del reloj a la entrada del trabajo, 600 lugares de trabajo se habían amortizado por excedencia laboral, jubilación o defunción. Hoy en día la sangría del Consorcio se ha detenido, el déficit del Transporte se ha reducido a 8.000 millones (con un tercio de la flota renovada), Mercabarna empieza a ser rentable... y unos cuantos centenares de funcionarios y trabajadores municipales -algunos de cuyos legítimos intereses se han visto indudablemente afectadosañoran tiempos pasados y critican ácidamente a esos jóvenes leones (clic, clic, reloj de entrada; clic, clic, reloj de salida) de la democracia.

Con todo, el déficit sigue su curso. Actualmente el porcentaje que perciben las corporaciones locales del Presupuesto General del Estado ha pasado del tres al casi el ocho por ciento, y la acumulación es menor. Pero durante los primeros meses y años el ritmo de engrosamiento de la bola de nieve que rodaba por los ayuntamientos hacía perder horas de sueño a más de un alcalde.

Enfrentamientos PSC-CiU

Como no podía ser menos, las primeras divergencias de criterio entre convergentes y socialistas en el Ayuntamiento barcelonés tardarían poco en surgir. Narcís Serra, al ponerse en cabeza del movimiento municipalista español frente al gobierno de aquella UCD de Martín Villa y Abril Martorell, irritó voluntades nacionalistas. "Barcelona tiene problemas radicalmente distintos al resto de las ciudades españolas, con 8.000 millones de déficit destinados a unos servicios sociales que en otros ayuntamientos van a cargo del Estado; tal vez nosotros podamos ayudar a los demás a resolver sus problemas, pero los nuestros quedarán sin resolver", profetizaban voces airadas de CDC, que hoy reclaman el acierto de su pronóstico. Por otra parte, Serra empezaba a convertirse en una personalidad tal vez excesivamente popular vista desde la otra fachada de la plaza de Sant Jaume, desde la sede de la Generalitat.

"Por mucho que nos acusen de sucursalismo y se diga que Barcelona es la ciudad más cara del Estado o que paga el doble que Madrid, lo cierto es que si hubiéramos ido solos a negociar ante un Gobierno que nunca fue municipalista, no hubiéramos conseguido nada", protesta el PSC. "El sistema martinvillista de Presupuestos de Liquidación de Deudas, que rigió hasta 1979, sólo sirvió para endeudarnos más con el Banco de Crédito Local, hasta que Serra consiguió de Abril Martorell que el Estado se hiciera cargo del 50 por ciento del déficit, en 195_. "Esta segunda vía de negociación bilateral tuvo más racionalidad", acepta Convergència, "pero se limitó a buscar soluciones inmediatas, sin profundidad, y no es sino hasta 1982 cuando el gobierno municipal asume la idea de que los servicios diferenciales que paga el Ayuntamiento barcelonés, corno la enseñanza, la cultura, la sanidad y la juventud, provocan un déficit que debe correr a cargo del Estado". "Lo malo es que entonces, una vez cerrado el acuerdo de valoraciones de los traspasos a la Generalitat y en plena acusación del PSOE de que estos traspasos estaban sobrevalorados, es cuando nos piden (a la Generalitat) que negociemos en su nombre en Madrid". "Nos dieron un crédito extraordinario y tendremos más participación en los ingresos por impuestos no cedibles, y todo eso a cambio de dejarnos auditar; hemos conseguido sanear los ayuntamientos y equilibrar los presupuestos; además, ahora los socialistas están en el Gobierno central y no hacen más que proclamar su vocación municipalista; seguirá habiendo auditorías porque estamos seguros de estar administrando bien y controlando perfectamente a las empresas contratistas, a las que hemos enviado inspectores y a las que les ha caído ya más de una multa... "Si se cumplen nuestras previsiones, en 1983 ya no habrá déficit municipal, por increíble que parezca".

Las críticas mutuas

Pero en 1981 Convergència abandonaba el "Pacte de Progrès" de Barcelona y pasaba a la oposición. "Da lo mismo", insistió el PSC, "con Convergència o sin ella, la política del Ayuntamiento hubiera sido la misma; no es una cuestión ideológica sino de enfoque técnico y financiero".

Nadie podrá evitar, sin embargo, que en ámbitos nacionalistas se siga pensando que Narcís Serra actuó con enorme autonomía respecto al PSC... pero con enorme

Cuatro años de ayuntamientos democráticos / 1

çfidelidad a la estrategia global del PSOE. "Por eso le han hecho ministro", subrayan ahora maliciosos.Derechas e izquierdas. Las primeras acusan de utopía e intervencionismo a las segundas. "Han tratado de suplir y subsistir las iniciativas colectivas, en vez de animarlas a mejorar su funcionamiento, como ha pasado en las organizaciones juveniles". Las segundas no se han dejado arrebatar signos externos de autoridad y ofrecieron ya el 19 de abril de 1979 la insólita imagen de alcalde y concejales de Barcelona, algunos con trajes y corbatas recién estrenados, posando para la posteridad con sus bandas protocolarias sobre el pecho. "Parecía el día de fin de curso en el cole", comentaría algún divertido concejal recordando su no tan lejana infancia. Guardias con plumero, esmoquin para el Liceo y rígido protocolo, impuesto por un alcalde que había tenido en el presidente Tarradellas a su mejor maestro en el tema de las formalidades, serían, a partir de aquel mismo momento, un hábito constante, fruto del convencimiento de que el poder necesita también cuidar las formas y de que el electorado exige en el fondo su derecho a la admiración litúrgica de sus representantes legales, más próximos y propios, por lo tanto, que los que etapas anteriores no democráticas. El populismo de izquierdas quedó lúcidamente reservado a la intimidad.

Converg¿ncia apunta aún otro peligro inmediato: todo el mundo parece estar de acuerdo en que la presión fiscal es soportada estóicamente por el electorado siempre y cuando las mejoras en el servicio sean visibles. Pero CDC teme que una vez aprobada la Ley de Financiación de las Corporaciones Locales, prevista para después de las elecciones, se desencadene un exagerado aumento del impuesto sobre la Renta que provoque en defi nitiva la expulsión de la ciudad a aquellas familias con rentas más elevadas.

Todos estos problemas de imagen y de concepción urbanística afectaron de modo muy distinto a los pequeños y medianos municipios, a quienes las primeras elecciones democráticas de 1979 sorprendieron escasamente organizados en partidos políticos y con estructuras municipales inadecuadas para el cambio. Según valoraron algunos círculos políticos, entre ellos Esquerra Republicana, determinados alcaldes "independientes" y no tan independientes, así como determinados miembros de la aristocracia del funcionariado, han venido conservando "tics" autoritarios en el desarrollo de su función, que sin llegar a poderse calificar de caciquiles rozan de cerca esta consideración. En las poblaciones en las que la urna dió paso a inexpertos líderes locales de partido, las tensiones provocadas por la incorporación de cargos de confianza, con la consiguiente in flación de plantillas, generaron no pocas tensiones con los funcionarios de toda la vida.

Pero con todo, notablemente en los pueblos más pequeños de Cataluña, fueron activos líderes procedentes de movimientos católicos, de grupos excursionistas o de asociaciones sardanistas quienes se vieron tentados o empujados a la aventura consistorial. A iniciarla o a renovarla. Cuatro años más tarde, la mayoría de estos líderes naturales, extraídos de un sustrato sociológico característico en unas zonas del país insuficientemente politizadas, han sido captadas por la inteligente acción estratégica desarrollada por Convergència Democrática. En muchos lugares, ahora la candidatura de Convergència i Unió es la única que concurre a elecciones. Las actuales candidaturas "independientes", de signo muy contrario a las presentadas en 1979, son en realidad coaliciones entre partidos políticos en núcleos de población en los que ninguno de ellos han conseguido suficiente hegemonía. Con todo, las alianzas postelectorales también fueron práctica habitual e inexcusable a partir de las elecciones de 1979.

Los pequeños "pactes de progrès" en las poblaciones no excesivamente grandes ni medianas fueron mucho más estables, en general, que el de Barcelona, donde el principio pujolista de "ayuda a la gobernabilidad del país" no pudo soportar mayores presiones.

Actualmente, cuatro años después de aquella primera recuperación democrática, los partidos políticos, alguno de ellos frecuentemente acusados de afanes hegemónicos y prepotentes, aspiran a poder garantizar por sí solos, sin necesidad de pactos excesivos, la gobernabilidad de los municipios.

La respuesta, como siempre, estará en las urnas. O, al menos "como siempre" desde hace cuatro años.

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