Tribuna:

El asno de Buridán

CAMILO JOSÉ CELA

Supongo que la mitad de mis posibles lectores, sobre poco más o menos, sabrá tanto o más que yo de Buridán y su asno. Pero como el título de este mi primer artículo va a ser el mantenido antetítulo de la serie que proyecto (y que Dios nos coja a todos confesados, amén), pienso que no ha de sobrar a la mitad ignara el que le explique, un poco sobre los dedos, de qué va la cosa.El venerable maestro Juan Buridán, nacido en el Artois cuando moría el siglo XII y muerto, Dios sabrá dónde, después de 1358, abanderado de los terministas y dos veces rector de la Universidad de París, hizo en vida más q...

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Supongo que la mitad de mis posibles lectores, sobre poco más o menos, sabrá tanto o más que yo de Buridán y su asno. Pero como el título de este mi primer artículo va a ser el mantenido antetítulo de la serie que proyecto (y que Dios nos coja a todos confesados, amén), pienso que no ha de sobrar a la mitad ignara el que le explique, un poco sobre los dedos, de qué va la cosa.El venerable maestro Juan Buridán, nacido en el Artois cuando moría el siglo XII y muerto, Dios sabrá dónde, después de 1358, abanderado de los terministas y dos veces rector de la Universidad de París, hizo en vida más que suficientes cosas como para quedar en el recuerdo, con frecuencia ingrato, de los tratados de filosofía. Sobre asociar la lógica y la gramática, empeño que no le han sabido agradecer bastante los fanáticos del primer Wittgenstein, Buridán formuló con sorprendente acierto los principios básicos de la cinemática cuando aseguraba que el impetus de un móvil es proporcional a la cantidad de materia que contiene y a la velocidad que le comunica su motor originario. Para completar el cuadro se esforzó en demostrar que ni un solo pasaje de la Biblia obliga a suponer que las esferas celestes sean movidas por inteligencia alguna, ni, por tanto, nos impide pensar que deban sus trayectorias al concurso de un parecido impetus más o menos prosaico.

Pese a todo, el maestro Juan Buridán no es recordado por los filósofos del lenguaje, ni por los físicos, ni por los astrónomos, y su memoria va ligada a una de las paradojas con las que se entretienen los lógicos: la que se llama con la frase que llevó al título de estas cuartillas. Juan Buridán jamás escribió una sola línea acerca de asno alguno, y, al comentar el segundo de los cuatro libros aristotélicos del De caelo, usa como ejemplo un perro. No dudo que de ahí pudiera obtenerse alguna que otra oportuna moraleja sobre las efímeras glorias mundanas.

El asno de Buridán ilustra la miseria que acecha a los indecisos. A medio andar de dos idénticos y equidistantes montones de heno, el asno de Buridán se moriría de hambre en la duda de hacia dónde tirar, sin razón alguna para la preferencia del camino. El menor soplo de viento o el más mínimo destello entre las briznas podrían resolver la incertidumbre, pero las leyes de la mecánica imponen su despótica e inexorable fuerza, y el asno muere de hambre pese a estar rodeado de nutritivos recursos de vida.

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Me pregunto si los hombres no estaremos metiéndonos en un universo de Buridán en el que lo enojoso de la elección nos aboca a un cómodo y definitivo sopor intelectual y moral. Cada vez más se va perfilando la idea de que la opinión pública, la llamada opinión pública, no es tanto la de un público más o menos dispuesto a manifestar sus ideas, sino, muy al contrario, la que se hace públicamente universal a través del uso de esforzados voceros y de medios técnicos capaces de imponer el criterio, incluso con violencia. Encontrar hoy un líder no es cosa fácil. Buscar un líder es, en no poca medida, una tarea que conduce a la posibilidad de abdicación del propio juicio a cambio de absorber todo lo que el ídolo vaya aireando. Ni siquiera pasa él mismo de ser más cosa que un portavoz autorizado, ya que tanto sus gestos y actitudes como sus pensamientos y discursos son elaborados y ensamblados, tras el telón, por un equipo de técnicos de publicidad de las ideas que actúa de forma ni siquiera vergonzante. De cuando en cuando surge un lance imprevisto -el envenenamiento y el aceite de colza, la toma del Congreso por unos iluminados, los fuegos de artificio del incendio del pío abejar, etcétera-, y por unos instantes surge el destello iluminador mientras se disuelven todas las incertidumbres. Pero el fenómeno dura poco, porque los expertos dedican horas y horas en pos de la frase feliz que vuelva a meter en vereda lo que bien pudiera ser una peligrosa tentación de independencia. Y gracias a ellos nos enteramos de que el verdadero problema no es más cosa que un fallo de laboratorio, o de procedimiento, o de adecuada lectura de la Constitución.

No faltará quien piense que para este viaje sobraban todas las alforjas del asno, si al fin y a la postre iba a terminar dudando de hacia dónde tendría que volcar la carga. El cronista, que a lo largo de su vida ha escrito en todas las situaciones y condiciones posibles e imaginables -bajo la miseria y la relativa abundancia, acosado por la censura y aburrido por la otra censura quizá peor, la de quienes tachan en sus cabezas lo que leen para cambiarlo por lo que imaginan leersostiene que esa es una postura equivocada. El asno de Buridán nos ha de servir, al menos, para hacemos recordar que no basta el tener dónde elegir para acabar con las miserias de la tutela, ya que en realidad esos asnos no hacen sino suponer que lo que se ofrece es, se mire como se mire, una y la misma cosa. A la inicial perplejidad ante lo que encontramos envuelto y adornado con los atractivos colores que se cuecen en las oficinas de imagen pudiera responderse, sin duda, con la sabia estrategia de la indiferencia. Pero sería inútil hacer de ella la cifra mágica de la salvación.

España va camino de convertirse en el imperio del no sabe, no contesta que ha sido el gran hallazgo justificador de las cuentas del Gran Capitán de los encuestadores del mundo entero. Sería triste que acabara así la historia de una esperanza que se remonta a tiempos de los que ya nadie parece querer acordarse. Y me gustaría que esta tímida evocación del maestro Juan Buridán, aun bajo la confusa figura de un asno transformista, sirviera para que alguien escarmentare en la siempre oportuna y agradecida carne ajena.

Copyright Camilo José Cela, 1983.

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