Tribuna:Crónicas urbanas

El espectador incorrupto

Estaba sentado frente al televisor cuando de repente murió fulminado por un derrame cerebral, que le inundó tres bulbos de la mollera. Por fuera, el difunto había quedado intacto, en actitud muy digna, con los ojos abiertos mirando la pantalla, las manos posadas como las de un abad en los brazos de la butaca y un botón de sangre negra cuajado en la sien. Según el informe de la autopsia, el hecho ocurrió a primeros de otoño, pero el cadáver de este intelectual solitario no fue descubierto hasta la semana pasada. La vida de una comunidad sólo es un conjunto de ruidos familiares, el zumbido del l...

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Estaba sentado frente al televisor cuando de repente murió fulminado por un derrame cerebral, que le inundó tres bulbos de la mollera. Por fuera, el difunto había quedado intacto, en actitud muy digna, con los ojos abiertos mirando la pantalla, las manos posadas como las de un abad en los brazos de la butaca y un botón de sangre negra cuajado en la sien. Según el informe de la autopsia, el hecho ocurrió a primeros de otoño, pero el cadáver de este intelectual solitario no fue descubierto hasta la semana pasada. La vida de una comunidad sólo es un conjunto de ruidos familiares, el zumbido del lavaplatos, la descarga de la cisterna del retrete o las voces cotidianas de cualquier aparato. A través del tabique, los vecinos oían el televisor funcionando y creyeron por eso que el ciudadano colindante llevaba una existencia normal. Por debajo de la puerta, distintos cobradores y anunciantes le echaban recibos, avisos de embargo o folletos de publicidad, y muy pronto el vestíbulo de la casa se llenó de mensajes y requerimientos, aunque, lógicamente, el inquilino no se sentía capacitado para levantarse del sillón. Se había convertido en un perfecto espectador, en un adicto de la imagen. A partir de su muerte permaneció todo el día inmóvil ante la pantalla, con ojos yertos tragándose los programas enteros, desde la carta de ajuste al cierre con el himno nacional.La casa era un panteón de cien metros habitables. Tenía las lámparas prendidas, algunos electrodomésticos enchufados, los fascículos en la estantería, el carrito de licores aparcado en un rincón, la cesta de revistas en la alfombra y a veces sonaba el teléfono. Ciertamente, los relojes estaban parados y el canario también había expirado por falta de alpiste en la jaula, pero dentro del sarcófago se establecía diariamente la normalidad cuando el televisor dejaba de crepitar como una sartén de churros y a la hora exacta aparecían unos retales de color en la pantalla, comenzaba a sonar en la vivienda un cuarteto de cuerda y salía una presentadora con peluca de Llongueras, sonrisa de plástico y canesú Telva para recitar el menú de la jornada, que debería deglutir el difundo impasible: avances informativos, telediarios, películas americanas, concursos, teatros, dibujos animados, telenovelas, mundos submarinos y reportajes con pingüinos o guerrilleros. La realidad propiamente dicha se iniciaba enseguida con el programa regional. Bajo un sonido de tamboril y dulzaina, se podía contemplar una exhibición de cerdos en un pueblo de Segovia, una feria de loza con tenderetes en una plaza románica, los estragos de la sequía en Extremadura y una cabeza de político local gesticulando competencias de reglamento o agravios de secano. De pronto, el aparato arrojaba a la cara del muerto una carga electrónica de fabulosos traseros adolescentes patinando con la armadura de unos pantalones vaqueros.

-Cimarrón no se mueve, aunque tú no te estés quieto.

-iiGuuuaaauuu!!

-Esto es Martini. Pruébelo.

-¡Clink!

La tripa del televisor sacaba yates, motocicletas náuticas, refrescos sorbidos al borde de la piscina por rubias empapadas, tapangos del Caribe en un crepúsculo de playa con palmeras y parejas de enamorados a contraluz que chupaban a medias un coco tropical, amas de casa con delantal y bigote ponderando un detergente a la prima Eustaquia y dulces esposas de tecnócrata junto al fregadero usando esa crema que deja las manos suaves para la caricia nocturna. Entre el cadáver y el aparato se había establecido una corriente alterna. Los dos parecían excitarse mutuamente. Desde el sillón, la mirada fija de este ser inerme recibía imágenes con mensajes subliminales, que penetraban en su cerebro paralizado y allí dentro trataban de mover el último resorte de antiguo consumidor. Luego las ondas le salían por el hueco de la nariz y volvían al interior del cacharro con un alto nivel de aceptación. A las tres de la tarde llegaba el telediario con las noticias de actualidad.

Ojos soñadores

Este hombre se había quedado tieso a primeros de otoño, y en aquella época, fuera del panteón, se sucedían grandes hechos fantasmales. La calle estaba llena de carteles, mítines, canciones y fervientes discursos, y la excitación de las próximas elecciones lo sacudía todo en la ciudad. El también pensaba votar a los socialistas, atraído por aquella valla imaginativa donde se veía a Felipe González como un joven puro, de ojos soñadores sobre fondo azul. La venta masiva del cambio le había tocado el hígado y se sentía uno de ellos, incluso había hecho campaña en mesas redondas, coloquios y reuniones de intelectuales subalternos. Sabía que algo comenzaba a fluir. Por fin el dinosaurio hibernado durante cuatro milenios bajo la nieve movía el rabo y el deshielo prometía llevarse por delante la costra de jefecillos, enanitos roedores y otros sátrapas vitalicios, que había taponado las cañerías del país durante la gran era de derechas. La misma tarde de su defunción había asistido a una concentración de fuerzas de la cultura en el viejo cuartel del Conde Duque. Tenía buena cara, las lañas grises de profesor le cubrían las orejas y se movía felizmente con un zumo de tomate en la mano entre una estimada densidad de escritores, cómicos, artistas de la canción, periodistas, poetas e intelectuales, que abarrotaban el local como una plantación de cabezas de huevo.

-Mañana voy a Logroño.

-Señor, ¿le apetece un canapé?

-Tengo que dar una conferencia.

-Prueba este pincho de tortilla. ¿Una conferencia sobre qué?

-Televisión y realidad.

-Muy interesante.

-Quiero demostrar que la existencia sólo es un vídeo. Realmente este pincho de tortilla está muy bueno.

En ese momento, los lideres socialistas, acribillados por relámpagos de magnesio, se abrieron paso en la multitud bajo el humo, e incluso catedráticos con siete dioptrías alargaron frenéticamente las manos para palparlos y salir de dudas. Era evidente que la cosa iba a cambiar, y en aquel sarao cultural de montados de lomo e ideas nuevas, esperanzas y lingotazos de ginebra se respiraba un clima de euforia. Entonces Felipe González se encaramó en la tarima con un temblor en el belfo de caballo ganador, abrió los brazos de la victoria sobre los suyos y habló bellas palabras éticas acerca del futuro trabajo de los presentes. No había más remedio que votarle. Ese día, el intelectual se había levantado a las nueve y su jornada se había desarrollado en una serie de pequeños hechos tal vez reales, muy tangibles en apariencia. Desayunó con café americano y una tostada con mantequilla y mermelada de fresa, leyó el periódico en la cocina, le dio alpiste al canario, hizo el pino cinco minutos en el pasillo para irrigarse el cerebro, realizó abluciones cristianas en el cuarto de baño, se fumigó el sobaco con limón salvaje y partió hacia la universidad, donde tenía que dirigir un seminario de comunicación. Se sometió a una entrevista por la radio; almorzó en soledad un caldo gallego, un filete con patatas y flan de la casa en una tasca de azulejos y carteles taurinos; asistió a una tertulia literaria, se vio un par de horas con su media novia, fue al mitin cultural de los socialistas y allí pudo tocar a Felipe González con sus propias manos. Luego volvió al piso de soltero, enchufó el televisor y se sentó en la butaca. Juraría que todo había sido real. Entonces sintió un rayo de sangre en el occipucio y ni siquiera tuvo tiempo de cerrar los ojos. Quedó muerto, mirando con asombro el cacharro mientras en la pantalla, precisamente en ese instante, salía Alfonso Guerra diciendo que la televisión tenía que cambiar.

No ha cambiado nada

Durante cuatro meses y medio, el cadáver de este intelectual sentado en el sillón, iluminado por las lámparas de la sala, había permanecido incorrupto con el cogote apoyado en el respaldo. Sólo las uñas y algunas briznas de la barba le habían crecido un poco. Por lo demás, había resistido el tiempo de una forma intacta e inmóvil, como un espectador nato, y sobre su rostro inmutable la televisión había vertido la realidad, los torbellinos de pancartas, los discursos de los políticos, los anuncios de lavadoras, las colas delante de las urnas, las imágenes de compresas, los agitados mítines en el descampado, el libro gordo de Petete, los adulterios de Dallas, la santa misa y toda clase de sopas preparadas. Según los datos ideales de una computadora invisible, los socialistas habían ganado las elecciones y, al parecer, fuera del panteón, la vida continuaba su curso. Los descargadores de Legazpi seguían tomando copas de cazalla al amanecer, las últimas criadas cantaban en el patio de luces y la calle estaba llena de vallas con salchichas y coches que engullían peatones. Al otro lado del sarcófago, el nuevo Gobierno había hecho cosas muy plausibles. Incluso había expropiado a Rumasa y se disponía a montar un juicio económico al franquismo. Pero la realidad está sometida a un principio indestructible. En este país puede haber una revolución social, puede i que el Ejército se vuelva rojo de repente, puede llevarse a cabo un asalto al palacio de invierno. Si esos acontecimientos los anuncia Marisa Medina por televisión, si Amestoy hace de ellos un comentario pretendidamente gracioso y sale después Iñigo entrevistando a Lenín, hay que tener la seguridad de que no ha cambiado nada.

Los socialistas ya habían tomado el poder y el cadáver de este intelectual estaba rígido como una palanqueta en el sillón preferido frente al televisor en marcha. Ahora iba a asistir al programa Un mundo para ellos. El locutor comenzó a soltar una bobalicona sarta de sandeces beatas acerca del problema de la familia. Era un tema de debate sobre la comunicación de padres e hijos, y en el catafalco del decorado aparecían señoras recién peinadas, psicólogos vaticanistas y muchachos haciendo pompas con el chicle, suavemente rebeldes, que antes habían sido pasados por el prensapuré. El locutor usaba unos ademanes de moderna agresividad clerical.

-A ver, la opinión de una madre.

-Mi hijo es que no me cuenta sus cosas. Si se sincerara conmigo, yo le podría ayudar, porque una madre es la que mejor puede comprender ciertas dudas.

-¿Y tú qué piensas, chavea?

-Yo, o sea, es que, o sea, en el colegio...

-Ahora vamos a oír la voz autorizada del psicólogo.

-El problema de la comunicación familiar es muy importante.

Esa misma tarde, el cadáver ya se había tragado un telediario con asunto de incompatibilidades y moros en la costa; había asimilado un España, sin ir más lejos; una cometa blanca, un libro gordo de Petete, un pato Donald, y después de las mojigatas consignas de Santiago Vázquez y Adela Cantalapiedra estaba preparado para enfrentarse con la terrible convulsión de Hispanoamérica a través de 300 millones, donde unos presentadores de brillantina y cuello duro daban paso a cantantes horteras con fondo de surtidores y palacios coloniales. Finalmente, le esperaba un episodio de la serie Dinastía, en el que Claudia se veía sorprendida con la llegada de Steven, el cual le explicó que tenía un amigo homosexual. Antes de que fuera descubierto, el cadáver de este espectador hermético se había saturado con todo lo zafio de Bigote Arrocet, cómico fascista; con las paletadas de boina y salgorda a cargo de Esteso, con las chocarrerías de Pajares y con la estupidez inalterable de otros programas. Era un difunto experto. Después de cuatro meses y medio, su cuerpo estaba misteriosamente incorrupto, tal vez animado por la única realidad de la imagen.

El descubrimiento del cadáver fue un hecho muy lógico. El casero llevaba demasiado tiempo sin cobrar y pensó que el inquilino se había fugado. La policía tuvo que echar la puerta abajo, y dentro del panteón se encontró el televisor en marcha sacando humo y al intelectual mirando el cacharro con una sonrisa cenicienta. Entonces sucedió una cosa rara. Mientras estaban levantando al difundo, alguien desenchufó el televisor, pero las imágenes siguieron en la pantalla. Un guardia zarandeó el aparato y el locutor continuaba hablando sin parar. Le dio un golpe. Todo en vano. El artefacto parecía tener vida propia. De pronto, el forense se cabreó y, en medio del pasmo general, comenzó a pegarle mazazos con el pie de una lámpara; lo deshizo en pedazos sobre la alfombra, y allí, en cada trozo de cristal, salía Hermida, Amestoy, Cantalapiedra, Charo Soriano, un fragmento de telediario, una carta de ajuste, el himno nacional. Todos se pusieron a pisotearlo como se apaga un conato de incendio. En ese momento, cuando el televisor enmudeció de una vez el cadáver se desintegró súbitamnte en la butaca.

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