Editorial:

Las viejas promesas de San Francisco

LA ASAMBLEA General de las Naciones Unidas está celebrando su reunión general de otoño con el desánimo habitual. Unos cuantos problemas graves nuevos -las Malvinas, Líbano, las circunstancias especiales de la guerra Irak-Irán- se han acumulado a los heredados de la sesión anterior -Polonia, Afganistán- y al cuadro ya eterno de las relaciones entre la Unión Soviética y Estados Unidos, base de la crisis política mundial que empobrece aún más el desastre económico.Cualquier mirada atrás, a los tiempos ya lejanos de la Carta fundacional de San Francisco, se convierte en pesimista. Apenas sirve par...

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LA ASAMBLEA General de las Naciones Unidas está celebrando su reunión general de otoño con el desánimo habitual. Unos cuantos problemas graves nuevos -las Malvinas, Líbano, las circunstancias especiales de la guerra Irak-Irán- se han acumulado a los heredados de la sesión anterior -Polonia, Afganistán- y al cuadro ya eterno de las relaciones entre la Unión Soviética y Estados Unidos, base de la crisis política mundial que empobrece aún más el desastre económico.Cualquier mirada atrás, a los tiempos ya lejanos de la Carta fundacional de San Francisco, se convierte en pesimista. Apenas sirve para tener medida de la utopía. La actual situación estaba ya inscrita entonces en la letra pequeña de los estatutos de fundación: el mecanismo férreo del Consejo de Seguridad y la falta de capacidad de la Asamblea General para hacer valer sus mayorías. Lo que se creaba entonces, oculto a la mirada del mundo por la retórica de las libertades y los derechos proclamados, era que el poder lo compartían dos grandes potencias, más grandes por su fuerza, que iría creciendo, que por su moral.

Así va siendo esta sesión. Ni siquiera un debate. Una constatación de hechos -reales o inventados-, unas arias de tenor, unas acusaciones mutuas, una especie de alarde de cada orador de que su país sí representa el ideal de las Naciones Unidas -con alguna colaboración de sus aliados o de los interesados en él- y la aseveración de que ningún otro cumple las viejas promesas de San Francisco.

Es también un lugar de encuentro. Ha servido para que Shultz -nuevo en la diplomacia de Estados Un¡dos- y Gromiko -veterano de la de la URSS- se entrevisten sobre el tema del desarme mutuo y para que otros jefes de Gobierno o ministros de Asuntos Exteriores representen el desprestigiado papel de pacificadores en un mundo donde se priman los resultados de las guerras. Citas y encuentros que podrían celebrarse con más facilidad y menos gasto, y ningún pretexto; temas que tienen otros canales para la solución más a la mano de todos. La Asamblea General parece cada vez más un centro de propaganda en vez de un lugar de diálogo, y se trabaja en ella con el único deseo de producir un espectáculo. Mientras exista, mientras la organización siga en pie, existirá, sin embargo, siquiera el símbolo de la voluntad del entendimiento, aunque las armas hablen incesantemente en el Oriente Próximo, en Centroamérica, en Irán y Afganistán, en Africa, en el sureste asiático. Aunque las situaciones de opresión permanezcan en Polonia, en las grandes extensiones de América del Sur, en tantos y tantos lugares del globo. Nadie por eso daría hoy un paso atrás que significara la disolución de las Naciones Unidas. Pues si nos vale de consuelo la meditación, es fácil saber lo que no ha conseguido la ONU, mirando el mundo en torno; pero no es fácil calcular cómo hubiera sido ese mundo en el caso de no haber existido la ONU.

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