Tribuna:CRÓNICAS URBANAS

Misa en Aravaca

En el salón había candelabros de plata, bargueños con taraceas de nácar, tallas góticas, lienzos tenebristas, tomos de jurisprudencia encuadernados con filetes de oro, y allí en medio, aquel prócer paralítico en la silla de ruedas parecía un viejo tordo picoteando aceitunas negras, marca La Favorita, en la bandeja de aperitivos. La puerta del salón estaba abierta al jardín y las hayas musicales proyectaban retales de sombra en la terraza de granito, donde se movían los invitados entre canapés de falso caviar y montados de lomo. Las damas llevaban faldas estampadas con flores de aciano, lucían ...

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En el salón había candelabros de plata, bargueños con taraceas de nácar, tallas góticas, lienzos tenebristas, tomos de jurisprudencia encuadernados con filetes de oro, y allí en medio, aquel prócer paralítico en la silla de ruedas parecía un viejo tordo picoteando aceitunas negras, marca La Favorita, en la bandeja de aperitivos. La puerta del salón estaba abierta al jardín y las hayas musicales proyectaban retales de sombra en la terraza de granito, donde se movían los invitados entre canapés de falso caviar y montados de lomo. Las damas llevaban faldas estampadas con flores de aciano, lucían frescas aguamarinas, collarones de coral, delicadas gavillas de jazmín sobre el bronceado marbellero y producían grititos de placer ante los pinchos de tortilla en el palacete de Aravaca esa mañana en que la luz de septiembre encendía la carne de los magnolios y doraba de aceite los enebros esquilados y la pradera inglesa salpicada con hojas de pruno.-¿Dónde está el abuelo?

-Aparcado en el salón.

-No le perdáis de vista.

-Está comiendo aceitunas con hueso y todo.

-Le va a dar algo.

-¿Lo saco?

-Creo que han llegado todos. Sácalo ya. La monja almidonada levantó el freno de pedal y tiró del carromato de níquel por las alfombras persas. Después de sortear un podio con busto romano, el viejo prócer paralítico apareció bajo el dintel de la terraza entre dos armaduras renacentistas que flanqueaban la entrada, y el tembleque de la mano le hacía tintinear, como una campanilla de viático, los hielos del martini seco. La concurrencia inició un aplauso.

Allí estaba toda la familia reunida para asistir a una misa especial. También habían venido el capataz de la finca de Extremadura y el contable de la fábrica de material sanitario. Un mastín de orejas cercenadas, alto como un burro, iba lamiendo uno a uno a ese cotarro de hijos, nueras, yernos, sobrinos carnales, nietos, primos segundos y también a la tía monja. Allí estaba la familia entera, menos la oveja negra. Y todos aplaudían a la sagrada reliquia postrada en el carromato de níquel. El carcamal soltó una maldición que le hizo saltar la dentadura postiza. Cortó con un ademán agrio los aplausos y callaron todos. No estaba el horno para bollos.

-¿Aún no ha llegado ése?

-Todavía no.

-Ya son las doce.

-Tendrá que venir. Cálmate.

Una crisis no trascendida

La capilla privada estaba lista para la ceremonia; olía densamente a caoba encerada y a rosas de septiembre. Mientras tanto, se extendía en el jardín un candor de fiesta íntima y se hablaba de yates y de elecciones en las tumbonas alrededor de la piscina. Se oían comentarios de la última navegada en aguas de Ibiza con un murmullo de amarres, obenques, drizas, amantillos, orzas y vientos; otros discutían furiosamente de candidaturas, de errores de la derecha con un licor en la mano, y un par de yernos conspiraba con humor macabro acerca de la fórmula más rápida de acabar con el abuelo paralítico. El jefe del clan tenía en su poder todas las escrituras, y la fortuna de aquella familia se alargaba en una lenta ruina, aunque todavía no había trascendido. Todo estaba en crisis: la finca de Extremadura, la fábrica de material sanitario, la empresa constructora, la financiera inmobiliaria, y el viejo prócer, que se alimentaba sólo de aceitunas negras como un tordo inmortal, permanecía imbatido diez años en la silla de ruedas.

-¿Qué tal le iría un buen matarratas?

-Demasiado basto.

-O se le podría tirar a la piscina sin más.

-¿Con la silla?

-Claro.

-No seas bestia.

-Hay que hacer algo. Los socialistas se lo van a llevar todo.

El mundo se caía a pedazos esa mañana de septiembre en el palacete de Aravaca. Se daba por descontado que los socialistas iban a alcanzar el poder y nadie sabía evitarlo. Las encuestas no podían ser más pesimistas.

Aquella familia, unida por un terror envasado, había cerrado filas en torno al viejo patriarca para oponer el último recurso . ¿Qué estaba haciendo la derecha? Las partidas de la porra ya no tenían fuerza. Fraga se había calzado unos zapatones en la lonja del pescado tratando de convencer a las merluzas. Landelino Lavilla parecía haberse pasado de cocaína demasiado tarde en un discurso ardiente, aunque fuera de contexto. Y Suárez era el culpable de todo por haber traído a los rojos a España. Pero si la causa estaba perdida según las encuestas, aún quedaba en pie la imaginación. El insigne abuelo había encargado una misa. Y ahora la familia retozaba en el jardín esperando a la oveja negra.

-¿Todavía no llega ése?

-Llegará. Cálmate.

-A ver cómo viene.

-Vendrá bien.

-Teníamos que haber llamado a fray Cirilo para esto.

-¿Tú crees?

Que todo quede en familia

Tenían que haberlo llamado, pero no lo hicieron porque el viejo quiso que todo quedara en casa. Celebrar una misa en la capilla privada para que los socialistas no ganen las elecciones era un acto íntimo entre su familia y Dios, casi una cuestión personal. Dios era amigo suyo de toda la vida, y las damas en el jardín llevaban faldas estampadas con flores de aciano, arreos de coral, pomos de jazmín sobre el bronceado y exhalaban sonrisas esfumadas ante la bandeja que pasaba el criado.

Niñas rubias con lazos se columpiaban en el abeto centenario como en los cuadros de Fragonard. Los caballeros susurraban algo de yates, de candidaturas, de votos tirados a la basura, de las ventajas del último modelo de Mercedes entre aquella cuadra de coches deportivos aparcada bajo el porche. El prócer desgalichado dormitaba al sol de la terraza en la silla de ruedas, con un hilo de baba hasta el chaleco y el vaso de martini seco en la mano. El tenía la culpa de todo; por eso había allí algunos yernos que lo querían apuntillar de una vez.

El contable de la fábrica sembraba el pánico al borde de la piscina con una historia terrible de obreros. Sabía de buena tinta que si los socialistas ganaban las elecciones el comité de empresa tomaría al asalto el negocio. Al personal de talleres se le veía muy Crecido.

-Se pudo haber sacado divisas; mucho antes.

-El viejo se negó.

-¿Y ahora?

-Nada. No hay un duro.

-Entonces sólo queda la misa.

El viejo prócer pertenecía a otra raza. En su juventud había sido un tipo entero, lo que se dice un gallo de pelea. El capataz de la finca, a la sombra de un pruno, contaba sus hazañas del tiempo de la revolución por tierras de Extremadura. El amo se encontraba en el cortijo el 18 de julio de 1936 y al caer la tarde llegó una cuadrilla de braceros llamando a la puerta con culatas de fusil. Eran diez y venían por él. Lo sacaron de casa con grandes risotadas para llevárselo al medio del sembrado. Pensaba que lo iban a fusilar allí. Pero no. Uno de ellos traía una azada. Fue el que le dijo:

-No te vamos a hacer nada.

_¿,Ah, no?

-Sólo queremos verte trabajar una vez. Toma.

-¿Qué?

-Toma la azada y ponte a cavar. Sólo para que te veamos. Nos dará mucha risa.

-Ni hablar.

-¿Cómo?

-Prefiero que me maten.

El amo seguía siendo el amo y se negó en redondo a coger la herramienta. Se plantó ante sus braceros en postura de fusilamiento y gritó:

-¡Disparen!

-¿De veras?

-Como se lo cuento a ustedes.

A los rojos les admiró la entereza, le tornaron más respeto con eso y le perdonaron la vida. Y es que a la horda hay que plantarle cara. Pero el abuelo ya no es el que era. Así ha caído todo. Ahora llegan los socialis1,las y sólo falta que la derecha les abra la puerta. Como última solución para detener la derrota electoral se había ideado entre todos encargar una misa.

-¿Creen ustedes que van a expropiar lo de Badajoz?

-Seguro.

-Me lo temía.

La oveja negra de la familia

El mal presagio estaba extasiado en el jardín de Aravaca cuando se oyó un petardeo de motocicleta al otro lado de la tapia. Sonó el timbre, ladró el mastín y el criado abrió la cancela.

Entonces llegó el que faltaba, el sobrino cura, que era la oveja negra de la familia, apóstol de Moratalaz. Venía con botas de baloncesto, pantalón corto, camisa a cuadros y casco fosforescente. Entró, se refrescó la cara con agua de un arrayán y comenzó a saludar a todo el mundo con una sencillez franciscana. Estaba encargado de celebrar la misa, de modo que las figuras del jardín, murmurando maldades con sonrisas de conejo contra aquel discípulo de Cristo en pantalón corto, ya iban en dirección a la capilla del palacete. Pero el cura joven, sobrino carnal del gran abuelo industrial, dejo el casco de la motocicleta en un banco de azulejos y exclamó:

-No, por dios. Hace una mañana espléndida. Sentaos por aquí.

-¿Dices aquí mismo?

- Vamos a celebrar la misa en el jardín.Poneos cómodos. La eucaristía es un acto muy sencillo.

La servidumbre había encerado la caoba de la capilla privada, había pasado el plumero por las tablas del siglo XV, había pulido con netol los candelabros, había almidonado los paños del ara, había colgado las borlas de terciopelo y las rosas de septiembre daban al sagrado recinto un denso perfume de recogimiento. La familia había decidido contra los socialistas una misa de siempre, de las que agradan a Dios y mueven su misericordia o su brazo justiciero. Ellos no entendían nada, aunque, llenos de asombro, se sentaron en tumbonas, escalinatas, barandillas y sillones de mimbre. El cura llamó a una criada.

-Leocadia: trae una barra de pan.

-¿Pan de la cocina, señor?

-Eso es. Pan de la panadería.

El vino ya estaba allí en la botella de Rioja sobre la mesa del aperitivo. El cura limpió el mármol de pinchos de tortilla, montados de lomo y vasos con rescoldos de hielo derretido. En seguida dispuso el altar con una hogaza del día y una jarra de tinto, gran reserva 1973. Entonces pidió que el viejo prócer se acercara al misterio. La tía monja. tiró del carromato de níquel una vez más para colocar al buelo paralítico junto a la mesa del oficiante en la terraza. El cura abrió los brazos con gran humildad y dijo: "¡Hermanos!".

Si la imagen se hubiera congelado en ese momento, se habría podido ver un mundo de figuras de cera con los ojos espantados en el jardín de Aravaca. Un patriarca de la derecha más conservadora atornillado en una silla de ruedas. Un capataz con botos, chaleco de pana y piel de color sobrasada. Unas señoritas marbelleras, con pantalón bombacho de seda, alpargatas de cáñamo y jazmines en las trenzas. Unos señores de media edad, con cuello poderoso, bombeando mucha sangre y pinta de reaccionarios, con el pecho abierto a unas gordas cadenas de oro. Unas damas de falda floreada con cara de no haberse enterado de nada en esta vida. Un contable severo con traje oscuro y calva peinada sobre un lobanillo. Algunos niños rubios, como sacados de un lienzo de Fragonard. Unos estaban repantigados en la pradera, sentados al borde de la piscina, recostados en las barandillas neoclásicos, fumando; a otros se les veía simplemente en pie, cogidos de la mano, con expresión de terror; todos así, menos una monja, que se había postrado de rodillas.

En medio de ese cuadro paralizado por la sorpresa, el cura comenzó a consagrar el pan y el vino, según la fórmula del rito, con gran fervor. "Este es el Cuerpo de Cristo. Esta, la Sangre del Señor, que ha sido derramada por nuestros pecados. Orad conmigo, hermanos".

Con un desenfado de camarero, el cura troceó la hogaza en raciones y las fue repartiendo con el Rioja, ya divinizado, entre toda la familia, sin olvidar niños ni criados. La ceremonia duró cinco minutos. Parecía una parte del aperitivo.

-Amigos, la misa ha terminado.

-¿Ya está todo?

-Cada uno la aplicará a sus intenciones.

-¡Qué barbaridad!

-Esto no vale.

-El Señor sea con vosotros.

Nadie contestó. Aquel apóstol moderno tenía cosas urgentes que hacer y no pudo quedarse al almuerzo. Se caló el casco fosforescente, se despidió de la familia con humildad de lego, dio cuatro pedaladas furiosas a la motocicleta y salió echando humo hacia Moratalaz, donde debía atender a una comunidad cristiana de base. Durante el almuerzo, en el palacete de Aravaca hubo un silencio aterrador. Ya no había duda. Los socialistas estaban al llegar. Y hasta los parientes más lejanos del gran patriarca comenzaron a arramblar las cucharillas de plata.

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