El investigador Eugenio Santos era Miguel Angel

Fue, seguramente, en la clase de don José Luis, el profesor de Ciencias Naturales de los Salesianos de Salamanca, donde Eugenio Miguel Angel Santos de Dios decidió hacerse biólogo, pero había sido mucho antes, quizá a los cinco o seis años, cuando había decidido hacerse corredor, corredor de fondo. Faltaba saber si la larga carrera había de disputarse en una pista o en un laboratorio.Hasta entonces era uno de esos niños inquietos, flacos y listísimos, sólo posibles en las aldeas y en las comunidades pequeñas y deprimidas; nuevos ciudadanos cuya única salida es la precocidad. Alguien dice en el...

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Fue, seguramente, en la clase de don José Luis, el profesor de Ciencias Naturales de los Salesianos de Salamanca, donde Eugenio Miguel Angel Santos de Dios decidió hacerse biólogo, pero había sido mucho antes, quizá a los cinco o seis años, cuando había decidido hacerse corredor, corredor de fondo. Faltaba saber si la larga carrera había de disputarse en una pista o en un laboratorio.Hasta entonces era uno de esos niños inquietos, flacos y listísimos, sólo posibles en las aldeas y en las comunidades pequeñas y deprimidas; nuevos ciudadanos cuya única salida es la precocidad. Alguien dice en el barrio Garrido, de Salamanca, "el hijo del señor Julián Santos, el ferroviario, y de la señora Angela de Dios, no tiene más que cuatro años y es capaz de leer de carrerilla", y ya sabe todo el mundo que se ha incorporado al ranking de niños futuribles; a la nómina de hijos-inversión con que soñaban todos los padres de la posguerra. No había traído un pan bajo el brazo; traía el abecedario.

De pronto pareció torcerse el destino del pequeño mutante. A eso de los cinco años le diagnosticaron una coxalgia; algo así como una tuberculosis ósea, de la que probablemente saldría siendo un chico listo, pero inválido. Tuvo que estar un año en cama, con la pierna derecha atada a un artificio que habían traído de la ferretería de los médicos. Sin ninguna duda, fue allí donde aprendió a sostener los libros durante varias horas seguidas y a mirarlos fijamente. Cuando consiguió levantarse, le llenaron la pierna de grilletes y bastidores, le hicieron una bota con el piso de corcho para el pie izquierdo y le dieron una muleta de madera. Vivió tres años en el pueblo, Zamayón, con sus tíos y padrinos, Eugenio y Nieves. Naturalmente, los otros niños le llamaban cojo, y él se defendía con desenvoltura tirándoles la muleta y luego volvía a casa en zig-zag, sobre un decorado de reflejos metálicos y un monótono ruido de maquinaria. ¿Cojo él? Ya veríamos. En la escuela del pueblo conoció a don Miguel Segurado, su primer maestro. Don Miguel dijo en seguida que aquel niño de bambú iba a ser un fenómeno. Un corredor de fondo, pensaba él. Sólo faltaba saber en qué pista se decidiría a competir.

Soy Richard; Richard Widmark

Entre los tres hijos de Julián, el viejo ferroviario, había grandes diferencias de edad, como ocurre a menudo en las familias evangélicas de la zona centro: Juanita era ocho años mayor que Hilario, y diecinueve mayor que Miguel Angel. Un día Juanita se casó con Miguel Moreta. Vivirían en el pantano de García de Sola, provincia de Badajoz.

Miguel trabajaba como ATS y como jefe de personal en la Guadisa, una de las tres empresas que controlaban el pantano; Juanita, profesora de EGB, ocupaba plaza en el colegio del poblado, y para entonces, Hilario, Hila, el mediano, había decidido hacerse cura; por tanto, tendría que trasladarse desde los Salesianos de Salamanca a los de Arévalo. Juanita y Miguel decidieron traerse al pequeño. No sería exactamente un hermano; sería más bien un hijo adoptivo. Juanita andaba loca con él: en cierta ocasión volvió a casa sin un diente que varias horas después aparecería milagrosamente clavado en el cuero cabelludo de un compañero. Después perdió

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otro en alguna inconfesable aventura. Juanita andaba como loca pero Miguel era feliz con el chico a veces, recuerda Juanita, trataba de cogerle por sorpresa y le decía con una engolada voz cinematográfica: "¿Tú quién eres?" "Richard; Richard Widmark", respondía Eugenio Miguel Angel Santos de Dios.

Así que para Juanita y, Miguel el chico siempre sería Richard.

Siguiendo una tradición que había empezado en Hilarío y Juanita la familia decidió ingresarle en los Salesianos. Oficialmente era un alumno externo, pero se reveló en seguida como un estudiante de interiores. Llegaba del colegio muy pensativo, se encerraba en su habitación y se rodeaba de libros, periódicos, posters de Antonio Machado y Miguel Hernández, y, sobre todo, de una especie de nube mística que le permitía concentrarse en las cosas tanto como antaño, cuando estaba con la pierna en alto. Sin embargo, los difíciles años de la coxalgia ya no volverían, eso seguro. Ahora practicaba, simultáneamente, la natación, el baloncesto, el montañismo, la ortopedia espiritual y las matrículas de honor, y a los trece años ya había ganado el concurso provincial de redacción. Se sentía tan a gusto a la sombra de los grandes pasillos conventuales, que empezaban en el colegio y avanzaban hacia la ciudad como en las pistas de atletismo, junto a su propia sombra. En aquella obsesiva atmósfera de superación, alguien hizo a sus padres la confidencia de que el chico también quería ser cura. "¿Cura? Ya tengo a Hilario. ¿No podría darle por otra cosa?" Miguel Angel no llegaría a decidirse. Movido por una antigua inspiración, estaba cada día más empeñado en una extraña prueba de relevos: sólo dejaba de estudiar para echar a correr.

Cum laude

Como era de esperar, acabó el COU entre aplausos y bandas de honor. Después se matriculó en Biológicas. Camino de la Facultad, pasaba sin hacer mucho ruido por los altorrelieves ilustres de la calle de Libreros; en cierto modo, allí, en Salamanca, es imposible salir de los libros de texto. Si acaso, uno puede acercarse: a la peña Celestina; pero da un poco de vértigo, y afuera, y abajo, casi siempre hace frío o se respira un fuerte aroma de ortiga, clavel y judería; si te asomas al exterior, o te constipas o te embriagas. Miguel Angel Santos de Dios pasó a la misma velocidad por los programas académicos que por las pistas. En los ambientes deportivos se le consideraha un fondista con mucho futuro; sus marcas en 1.500 y 3.000 metros lisos eran cada vez mejores. Un día le dijeron que había que cambiar de deporte. "Con tu progresión es una lástima, pero no debes tentar más la suerte-". "¿Otra vez la coxalgia?" "Sí. De momento ¡no hay problema, pero podrías acabar con una grave lesión de cadera". No importaba. El montañismo, la natación y el baloncesto eran suficientes.

Miguel tiene cáncer

La mala noticia llegaba hace casi nueve años. Miguel y Juanita a vivían en Madrid. Miguel trabajaba en el Gran Hospital de Diego de León; Juanita, en el colegio Azorín, de San Cristóbal de los Angeles. En consecuencia, la mala noticia tenía que llegar de Madrid. "¿Estáis seguros?" "Completanente. Miguel tiene la enfermedad de Hopkins. Cáncer. Le dan una esperanza de vida muy pequeña. Cuatro meses, cinco tal vez". ¿Miguel enfermo? No podía ser.

En casa de la familia Moreta-Santos, calle de Ricardo Ortiz, 80, quinto piso, letra B, comenzó, a partir de entonces, una lucha contra el reloj. En la clínica de Puerta de Hierro y en el Gran Hospital de la Beneficencia, los doctores Espala, Osorio y Forniér hacían un último esfuerzo por alargarle la vida. Juanita comentaba a sus amigos y vecinos, Pilar y Julio, la dureza del tratamiento. "Tienen que administrarle venenos; preparados que matan las células cancerosas y las sanas. Mi hermano Miguel Angel me ha dicho que va a hacer todo lo que pueda por curarle; por conocer los mecanismos del cáncer, quiero decir". Miguel Angel se licenció a los veintidós años. Su tesina y su tesis doctoral fueron calificadas con sobresaliente cum laude, y a continuación recibió el Premio Extraordinario de Fin de Carrera. "Si yo pudiese hacer algo por Miguel".

Después de cada una de las curas, Miguel parecía recuperarse sorprendentemente. Seguía siendo el mismo hincha irreductible del Real Madrid y de su cuñado Miguel Angel, o sea, Richard, que se había confirmado como un genio. Era un caso este Richard. Después de llenar su habitación de libros, casetes de Frank Pourcel y tubos de ensayo, y de entrenar a un equipo de minibasquet, se iba a trabajar a Norteamérica. Primero a los laboratorios Larroche; después, con Severo Ochoa, nada menos. Incluso don Severo le llamaba hijo. Y, no obstante, él había cambiado muy poco: seguía comprando todos los álbumes de Mafalda y se reía como un niño siempre que ponían en la tele alguno de sus programas favoritos de dibujos animados. De repente, llamaba aparte a Juanita. "¿Cómo está Miguel? Si yo pudiera...."

El descubrimiento

Ahora estaba trabajando con un equipo de científicos españoles en Bethesda, cerca de Washington. En Navidades vino a España a casarse. Hablé con Miguel y con Hilario. Si las buenas impresiones se confirmaban, había logrado aislar, y clonar un gen que provocaba el cáncer, un oncogén. Podía ser el principio del camino para conocer los mecanismos secretos de la enfermedad. "Oye: quiero que Miguel sea el padrino de mi boda. ¿Que le dan ataques? No importa; si se cae en mitad de la ceremonia, yo me encargaré le levantarle". Miguel Angel se casó con Isabel en la iglesia de Guardo, provincia de Palencia. Eran novios desde hacía dos años. La había conocido en Salamanca. Se irían inmediatamente a Estados Unidos; a Richard le esperaban los oncogenes.

Miguel Moreta empeoró bruscamente el 9 de abril pasado. Murió dos días después. Miguel Angel Eugenio vino al entierro.

A mediados de julio, hace sólo unos días, los periódicos españoles daban la noticia con varios meses de retraso. En Estados Unidos ya la habían dado mucho antes el New York Times, el Washington Post y las prestigiosas publicaciones especializadas Nature y Science. Desde Salamanca, calle del Greco, número 2, Juanita escribió una carta a sus compañeros y vecinos de Madrid. "Queridos amigos: os envío esos periódicos para que sepáis que el investigador Eugenio Santos es mi hermano Miguel Angel". Era Richard, y había encontrado el camino.

Un camino largo y seguro. Para corredores de fondo.

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