Editorial:

La responsabilidad del atentado

LA VOLADURA, de la central telefónica madrileña de la calle de Ríos Rosas es un paso más en la escalada de terror de ETA. Esa central no sólo articula las comunicaciones de Madrid con gran parte del territorio nacional, sino que además cubre las redes de teleprocesos de las entidades bancarias. Así pues, quienes colocaron los explosivos, durantei casi una hora de sabotaje impune, conocían al detalle tanto los puntos Vitales de las instalaciones destruidas como su decisivo papel en las comunicaciones españolas. La hipótesis de que pretendían volar los depósitos de gasóleo, adelantada por alguno...

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LA VOLADURA, de la central telefónica madrileña de la calle de Ríos Rosas es un paso más en la escalada de terror de ETA. Esa central no sólo articula las comunicaciones de Madrid con gran parte del territorio nacional, sino que además cubre las redes de teleprocesos de las entidades bancarias. Así pues, quienes colocaron los explosivos, durantei casi una hora de sabotaje impune, conocían al detalle tanto los puntos Vitales de las instalaciones destruidas como su decisivo papel en las comunicaciones españolas. La hipótesis de que pretendían volar los depósitos de gasóleo, adelantada por algunos medios de comunicación, no parece tenerse en pie. Por la simple razón de que si hubieran querido hacerlo lo hubieran hecho. Está claro que los terroristas tenían información fidedigna sobre el edificio y sobre la importancia que revestía en la red de comunicaciones de este país, y que ha sido en ésta en la que han querido esta vez realizar el mayor daño, no contra otros inmuebles o vidas humanas. Las razones pueden ser varias, y la sospecha de que un colapso de las comunicaciones facilite ulteriores atentados no debe ser menospreciada.Este atentado y las acciones criminales que lo precedieron la pasada semana no tratan, en última instancia, más que de conducir hasta sus extremas consecuencias la dialéctica clel terror, cuyo fundamental propósito es esparcir la zozobra, la ansiedad y el miedo en todo el cuerpo social y provocar una indiscriminada respuesta represiva del aparato del Estado contra lo que muestre cualquier sombra de sospecha. Los efectos que produce que todos los ciudadanos se vean como objetivos posibles de los zarpazos de esa demencial orgía de sangre pueden ser analizados desde distintos puntos de vista. De un lado, esa universalización de la amenaza terrorista puede desvanecer la indiferencia o el distanciamiento de aquellos que contemplaban insolidariamente la espiral de la violencia. De otro, el pánico ciudadano puede ser un nefasto y contraproducente consejero a la hora de propugnar las vías y los medios adecuados para hacer frente a ese desafío. ETA continúa teniendo como única línea táctica permanente su decisión de provocar a los cuerpos de seguridad y a las Fuerzas Armadas, en un intento de que sectores de ellos, movidos por la ilusoria coartada de la mayor eficacia o por las emociones de la vindicación o la represalia, abandonen los cauces de un sistema civilizado y golpeen de forma ciega y al albur sobre sectores marginales o indefensos de la población.

Alguna explicación tendrán que dar el presidente de la Telefónica y los altos responsables de la seguridad del Estado sobre la precaria seguridad y la nula vigilancia policial de un centro de comunicación tan relevante como el que ha sido destruido. Cuantas informaciones llegan a esta redacción coinciden en señalar que éste hubiera podido evitarse si las instrucciones dadas por el mando se hubieran cumplido. El gobernador de Madrid y los jefes policiales deben una explicación a los ciudadanos y éstos tienen derecho a exigir responsabilidades políticas por el hecho.

Pero la esperanza de que estas responsabilidades se sustancien es cada vez más vana e infundada, sobre todo después de conocer las decisiones y declaraciones gubernamentales de ayer. Mención especial merecen las palabras del ministro del Interior. De ser fidedignas las informaciones sobre las que se apoyan sus conjeturas, ETA se habría lanzado a esta ofensiva con todos sus efectivos -una cincuentena de personas- y estaría librando una de sus últimas batallas. Si esta hipótesis fuera cierta, estaríamos ante "el gran intento final" y el último coletazo de una banda armada movida por la desesperación, dispuesta a morir matando y que habría abandonado el santuario que el Gobierno francés le proporciona con vergonzosa complicidad. El tiempo dirá si esta versión se ajusta a los hechos o es sólo fruto de los buenos deseos. En cualquier caso, el llamamiento del ministro a la colaboración ciudadana, sobre cuya necesidad no cabe abrigar dudas, introdujo algunos inquietantes matices que, más que contribuir a frenar el terrorismo, pudieran ser agentes transmisores del terror. Rosón pide a la población que denuncie "todos aquellos movimientos anómalos de grupos y de personas jóvenes", por debajo de los treinta años, sobre la base de "siempre hay algunos elementos que hacen ver que no son ciudadanos normales". Al margen la casi indiscutible certeza de que lo que pueda entender un ministro del Interior como ciudadano normal, en este como en casi todos los países, suele estar muy lejos de lo que los ciudadanos verdaderamente normales entienden, pretender que cada vecino se convierta en denunciante de todo aquel paseante de aspecto anómalo sólo acarreará más tensión pública y puede dar vía libre a una psicosis colectiva de la que serían víctimas no los terroristas, sino cualquier muchacho o muchacha cuya indumentaria, comportamiento o aspecto exterior no cuadre con los prejuicios convencionales de determinados adultos respecto a lo anormal. El incentivo añadido de la recompensa de diez millones de pesetas, al margen consideraciones morales que lo hacen de por sí odioso, sólo es un acicate más para multiplicar esta psicosis. La policía conoce hasta qué punto semejantes recompensas generan denuncias falsas que sólo acaban complicando la propia efectividad policial, y ella mejor que nadie sabe de la cantidad de ciudadanos inocentes que son víctimas de la estupidez bien pensante de sus vecinos. Igualmente conoce, como lo conocen los propios terroristas, que ni uno solo de éstos -salvo que la casualidad ayude- va ser detenido mediante semejantes métodos. La suposición de que los diez millones pueden ayudar a arrepentirse a alguno de los propios etarras va de suyo; pero los terroristas sabían y saben que hay premios de ese género sin airearlos.

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Respecto a la intensificación de la colaboración con el Ejército en la vigilancia de determinados centros, nos parece una medida más que discutible. Tan discutible como la famosa impermeabilización de la frontera, cuyos resultados prácticos a la vista están. Un progresivo envolvimiento de la milicia en estas tareas puede conducir a una suerte de militarización de aspectos de la vida ciudadana, lo que no sólo no desalentará a ETA, sino que la convencerá de que está en el camino a seguir. En su estrategia de provocación hacia la repetición de un golpe de Estado que ampliara las ya casi inexistentes bases sociales del terrorismo, y en sus deseos de expander la inseguridad y el temor de forma indiscriminada, no habían podido contar esta vez con mejor ayuda. Comprendemos las dificultades y la tribulación del Gobierno, pero más valdría que comenzara por reconocerse a sí mismo y a los electores que esto se hubiera podido evitar si la Telefónica hubiera contado con un servicio de seguridad eficiente, sobre todo después de que dos delegados suyos han sido asesinados en Guipúzcoa por ETA. A partir de esta reflexión deben tomarse esta vez las decisiones.

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