Tribuna:

La Chanca, 20 años después

Si cada hombre tiene un valor idéntico a otro, escribía un poeta a quien cito de memoria, cualquier rincón del mundo, incluso el más rudo y desamparado, merece el mismo interés y reconocimiento que ordinariamente concedemos al propio. La aserción, de ser cierta, excusaría mi desapego del país, de los países en los que, por una serie de azares históricos, ha transcurrido la mayor parte de mi vida y la emoción -sentimientos de inmediatez, familiaridad, simpatía- que a menudo me embarga, en cambio, ante pueblos y comarcas desheredados.Mi visita a Almería, en 1956, fue decisiva al respecto, y habl...

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Si cada hombre tiene un valor idéntico a otro, escribía un poeta a quien cito de memoria, cualquier rincón del mundo, incluso el más rudo y desamparado, merece el mismo interés y reconocimiento que ordinariamente concedemos al propio. La aserción, de ser cierta, excusaría mi desapego del país, de los países en los que, por una serie de azares históricos, ha transcurrido la mayor parte de mi vida y la emoción -sentimientos de inmediatez, familiaridad, simpatía- que a menudo me embarga, en cambio, ante pueblos y comarcas desheredados.Mi visita a Almería, en 1956, fue decisiva al respecto, y hablar de su profunda influencia en mis futuras opciones personales, estéticas y políticas no es incurrir en ninguna exageración: el atractivo que su paisaje y su gente han ejercido sobre mí me ha marcado para siempre; cuando, a causa de mi exilio, dejé de rastrear los campos de Níjar y el mundo cruel, pero fascinador, de la Chanca, la relación establecida con ellos buscó su prolongación natural en pueblos y tierras norteafricanos. Pese a mis raíces vascas y mi nacimiento en Cataluña no me he identificado nunca con lo vasco ni lo catalán; no obstante mi larga residencia en Francia, tampoco he buscado la asimilación a lo francés. Mis afinidades secretas las he descubierto siempre con hombres y regiones alejados de mí y aun extraños: una tentativa tal vez condenada al fracaso en razón del margen existente entre mis señas y el objeto inasible de mi identificación.

Las caminatas por la Chanca y sierra de Gata me pusieron por primera vez en contacto con la brutal problemática tercermundista: subdesarrollo, analfabetismo, injusticia, resignación, violencia institucionalizada. Almería, hace veintitantos años, no era una provincia española como las que yo conocía. Siglo tras siglo, la incuria de los sucesivos Gobiernos había arruinado sus primitivas fuentes de riqueza, la había reducido a una mísera condición de colonia: el almeriense oprimido en su patria chica emigraba y era explotado aun en las regiones industriales del Norte. Paralelamente a este doloroso descubrimiento, la contemplación de su bellísimo, luminoso paisaje me sobrecogió. Desde entonces he vivido atrapado en un dilema insoluble: el que opone la visión estética y hedonista del mundo a un enfoque exclusivamente moral. Mi indignación ante las condiciones de pobreza y desamparo en que viven los hombres y mujeres a quienes más cercano me siento chocan de frente con la seducción íntima de un paisaje desnudo y áspero, de una serie de virtudes primitivas inexorablemente barridas por el progreso e industrialización. Guiarse tan sólo por la primera equivaldría a escribir panfletos de crítica social; abandonarse sin reparo a la segunda, a faltar gravemente al afecto y solidaridad humanos. Esta guerra civil incruenta no admite paces ni treguas: el choque de principios y emociones opuestos ha pasado a ser, al cabo de los años, parte integrante de mi personalidad.

Volvemos al lugar como el culpable / retorna siempre al sitio de su crimen: el viaje a Almería es el regreso a una experiencia bautismal y determinante, acechado por dudas e interrogantes sobre la validez de mi anterior testimonio. ¿Hay que creer, con Bachelard, que la objetividad científica no es posible si no se ha sabido resistir al hechizo de la primera imagen, si no se han puesto en tela de juicio los pensamientos surgidos de una primera observación? Sin intentar refutarle ahora, me limitaré a indicar que hay una verdad y una frescura irreemplazables en nuestra visión inicial de las cosas. El forastero capta éstas con una fuerza no mermada por la costumbre, con una nitidez no oscurecida por su reconocimiento posterior. Restituir dicha virginidad liminar será precisamente, como advirtieron los formalistas, uno de los designios fundamentales de la obra artística: quitar de nuestros ojos las telarañas del hábito a reserva de templar más tarde la lozanía perceptiva con un análisis riguroso, y a ser posible exhaustivo, del blanco de nuestra contemplación.

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Pero la incidencia del viajero, mirón o testigo, suscita un debate más amplio. Describir un grupo distinto, aun con simpatía y propósitos solidarios, ¿no es una forma de violar a éste, de estructurarlo con vistas a un discurso, de convertirlo en mero objeto de una exposición? Los hombres y mujeres retratados en la prosa del forastero podrían pensarlo así. ¿No hay acaso una tendencia egocéntrica en el escritor que le induce a investir sus propias coordenadas de un carácter supuestamente universal? La respuesta es sin duda afirmativa y obliga a actuar con cautela. El autor, cualquiera que sea el ámbito cultural al que pertenezca, no será jamás neutral ni inocente: la empresa de referir un mundo diferente del suyo llevará la marca indeleble de unas señas de origen. Al proponer una imagen literaria de la morada vital y praxis de los demás, el extraño deberá incluir en ella su situación, su modo de vida, su propia práctica social. Cumplido este requisito -y a riesgo de que al expresarme así incurra en un alegato pro domo-, me atreveré a sostener que la visión exterior a nosotros desempeña una función informativa de peso tanto cuanto la mirada del prójimo nos configura y es parte integrante de nuestro propio conocimiento. Con todas las reservas de subjetividad que se imponen, la curiosidad, simpatía e interés que promueven el testimonio merecen ser defendidos contra quienes, por razones de un puntilloso amor propio, cuestionan su legitimidad.

Desde la fecha en que dejé de visitar Almería ha corrido mucha agua bajo los puentes, incluso en región de lluvia tan olvidadiza y esquiva. Alejamiento físico, ya que no emocional: su problemática hiriente alimentará una serie de reflexiones, desdichadamente actuales, sobre el subdesarrollo andaluz, recogidas en mi ensayo Tierras del Sur,- su imagen «pobre aún, y profanada», ex hausta y compartida, vieja de siglos y todavía huérfaría», reaparece, obsesiva, en Señas de identidad. Agotados sucesivamente sus recursos tradicionales, la turba de especuladores en sol. -su último don gratuito, enardecedor, violento-, los intereses de la industria cinematográfica -su inesperada vocación hollywood en se transformaron. lentamente las condiciones de vida, aliviaron de algún modo la suerte de los habitantes. Su paisaje aparecía frecuentemente en el cine, vivo y real para mí, con independencia de la trama, inepta casi siempre, del filme proyectado en la pantalla. Una vez eran las casucas rectangulares y blancas - de Hortichuelas o las playas desiertas de La Isleta y Las Negras, bruscamente evocadas en una película de los Beatles; otra, la cuesta empinada que lleva al hacho de la Alcazaba y su impresionante mirador, sugestivamente captada por la cámara de Antonioni. De ordinario, su atormentada configuración, tan cautivadora para el extranjero como ingrata para el autóctono, servía de decorado a uno de esos westerns seudomexicanos popularizados por Leone, y mi memoria trataba de localizar y dar un nombre a cada cuadro escénico, indiferente a la acción trepidante del argumento y hazañas de los protagonistas. Recuerdo que un día, en una reunión universitaria neoyorquina, una colega norte americana un tanto esnob discutía de España con sus vecinos y anunció que acababa de adquirir y acondicionar una «maravillosa cueva» en la Chanca. Sus palabras, lo confieso, me llegaron al alma y tuve que hacer un esfuerzo para disimular la emoción. Mis recuerdos del lugar, tan pugnaces e intensos, se compaginaban difícilmente con la idea de una inversión inmobiliaria para turistas ansiosos de color local. Pasado el choque, me avergoncé de mis aprensiones y deduje, no sé si cándidamente, que el despegue económico de los sesenta había modificado la fisonomía del arrabal y aportado algún bienestar a la vida de sus moradores.

De vuelta a Almería, la duda me embaraza. Nijar, la Chanca, Rodalquilar, Carboneras, Garrucha -todos los lugares que calificaría de entrañables si el vocablo no hubiese sido desvalorizado ad vitam aeternam por los plumíferos del franquismo- han cambiado para mejorar, pero las causas de la vieja injusticia social andaluza no han sido enmendadas todavía. Descapitalización, paro, sangría migratoria, desequilibrio demográfico, infrautilización de recursos y, en general, una economía de dependencia respecto a las zonas industriales del Norte e inversiones del turismo extranjero afectan a Almería como al resto de las provincias meridionales: la renta per cápita andaluza. es inferior en un tercio a la nacional; el 19% de su población activa integra el vasto ejército español de parados. La única herencia que muchos padres pueden dar a sus hijos se cifra aún en la maleta y billete de tren para Madrid, Cataluña, Francia o Alemartia, en el momento en que la crisis económica mundial acentúa las medidas proteccionistas y xenófobas, cierra una tras otra las válvulas de escape tradicionales. Pese a ciertos desarrollos sectoriales, la depresión económico-social que he podido comprobar de visu devuelve a Andalucía, si no a una realidad tercermundista, al menos a una marginación suburbial, desprovista de horizontes.

El ausente, hoy, no halla los contrastes brutales que advertía antes: hambre, desnudez, analfabetismo, tracoma han desaparecido. Pero la conciencia apremiante del subdesarrollo le atenaza aún. Sentimientos de tristeza, nostalgia y, a veces, cólera frente a la terca iniquidad española barajan con una. alegría vital matizada de remordimiento, mientras vagabundea a hurtadillas por ciudades y pueblos cuyo trazado conoce de memoria, temeroso, como el héroe errante de Homero a la vista de Itaca, de cuanto le espera en el hogar y del ladrido acusador de los perros.

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