Tribuna:TRIBUNA LIBRE

La patria de papel

Otro escritor de El Alcázar, Ismael Medina, menciona en su sección habitual el artículo de Adsuara comentado en mi anterior, elogiándolo como «el espléndido artículo de Adsuara sobre la revolución nacional boliviana y la función histórica de las fuerzas armadas» (El Alcázar, 29-7-1980), y tres días después, en la misma sección, aludiendo a la América de lengua castellana, habla de dos posiciones enfrentadas en el Pacto Andino: la de aquellos políticos que alimentan la revolución frente a los regímenes nacionalistas o temen ser barridos por el superior sentido nacional de sus resp...

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte

Otro escritor de El Alcázar, Ismael Medina, menciona en su sección habitual el artículo de Adsuara comentado en mi anterior, elogiándolo como «el espléndido artículo de Adsuara sobre la revolución nacional boliviana y la función histórica de las fuerzas armadas» (El Alcázar, 29-7-1980), y tres días después, en la misma sección, aludiendo a la América de lengua castellana, habla de dos posiciones enfrentadas en el Pacto Andino: la de aquellos políticos que alimentan la revolución frente a los regímenes nacionalistas o temen ser barridos por el superior sentido nacional de sus respectivas fuerzas armadas, y la de aquellos otros que se saben inmersos en un fenómeno histórico de autentificación nacional, cada vez más consistente, que asciende desde el Sur con paso resuelto. De pasada, observemos cómo también Medina, al igual que Izquierdo y Adsuara, concede a los ejércitos, de modo casi apriorístico e indeterminado, una clarividencia o autoridad en asuntos de la patria, siempre mayor que la que puedan tener otras instituciones, por no decir la misma población civil, si es que así hay que entender lo del superior sentido nacional de las fuerzas armadas. Más me atre, sin embargo, la palabra autentificación, que leo también en otro artículo suyo, sobre el 18 de julio, bajo la construcción reapertura del proceso de autentificación. La concepción, fatalista o voluntarista, de la historia -por parte de Medina- es oscilante, pues, mientras reabrir el proceso parece sugerir algo que alguien hace, con algún grado de iniciativa y responsabilidad, al sustituir proceso por fenómeno se diría, en cambio, que son «cosas que pasan, ya ve usted». Como quiera que sea, parece común a los autores de la escuela oscurecer o dificultar toda posible atribución de responsabilidades, rebozando o embozando siempre acciones en fenómenos o el albedrío en la fatalidad (o necesidad histórica, según la imaginaria vergonzosamente marxista en que la extrema derecha descubre sus más hondas y siniestras afinidades ideológicas, a despecho de toda enemistad). De todas formas, ya sea que hayamos de considerarlas más o menos responsables de sus actos, ya sea que obren como fuerzas inmersas en un fenómeno, la función histórica de las fuerzas armadas sería, en cualquier caso, la autentificación nacional; y ejemplo del ejercicio de tal función parece que es la reciente intervención del Ejército en Bolivia como las anteriores de Chile y Argentina.Se diría, pues, que las naciones, o al menos las hispánicas, si quedan abandonadas durante cierto tiempo a la administración civil, se ven abocadas a la desautentificación, como quien dice a la descalcificación, en un proceso de desgaste o descarrío con respecto a las prístinas esencias forjadas y fijadas de una vez por todas por los fundadores de la patria. Lo malo de esto no es tanto que no sepamos por qué se da tan por supuesto el superior sentido nacional de los ejércitos, como no sea que la patria sea, en efecto, obra exclusiva del espadón del godo; lo peor es que una expresión como función histórica no hace pensar en el más mínimo carácter de actuación anómala o excepcional, sino en un papel, unas situaciones y una configuración de las cosas perfectamente naturales, previstos y regulados; o sea, que no es sino lo más normal del mundo el que, con recurrencia más o menos isócrona, los ejércitos hispánicos tengan que practicar una intervención interna para proceder a la limpia o renovación del poder político, de la administración civil y hasta del pensar y el sentir de los particulares. Así que el paso al frente o intervención militar interna no sólo sería la función regular de las fuerzas armadas, sino también el procedimiento normal de renovación del estamento político y administrativo. El paso al frente se mira como la función de las fuerzas armadas -como quien dice la función del hígado o de los riñones, o sea, como una función perfectamente orgánica-, prevista y prefigurada por los propios creadores de la patria como previstas están por el divino creador del universo las susodichas funciones corporales; una función, en fin, tan desprovista de cualquier carácter de irregularidad, de excepción o de eventualidad, que ni aun su pretendida necesidad parece que tenga por qué ser deplorada como una imperfección de la progenie hispana. Algo así, en una palabra, como si la periódica recurrencia de pasos al frente -por usar la feliz expresión de Antonio Izquierdo- tuviese que ser una práctica recibida y aceptada con tanta conformidad por las poblaciones hispánicas como por los ingleses era tradicionalmente aceptado el uso de la vara en la enseñanza pública, sin que por ello nadie mirase con ojos mucho más tristes la complexión del mundo. O O sea, que previendo la proclividad de los pueblos hispánicos son buenos chicos, pero cuanto se les deja un rato entre los blandos y enervantes brazos de la administración civil, los fundadores confiaron a los ejércitos la función histórica de reabrir periódicamente el proceso de autentificación nacional; o, dicho de otro modo, los pueblos hispánicos son buenos chicos, pero díscolos y propensos a descarriarse, y necesitan que les den de cuando en cuando una buena paliza para meterlos en cintura nuevamente, y esta función, no por severa menos paternal, sería, según Medina (y sin que quiera mi exégesis pecar de maliciosa), la función histórica de las fuerzas armadas. Por los años cincuenta se oía alguna vez aquella frase que hasta abochorna transcribir: «Los españoles necesitamos ma no dura». Por supuesto que ni los españoles ni los escolares ingle ses, ni nadie en este mundo, ha necesitado nunca mano dura; pero, si me dejase llevar por la pasión, que es siempre incom prensiva, diría que un pueblo que se arrastra bajo el palo hasta el extremo de abyección que se precisa para decir de sí mismo una cosa semejante, sólo merece ya ser deportado como esclavo.

Esa misma función educativa, correctora, punitiva, profiláctica, terapéutica, quirúrgica, de los ejércitos aparece en la conclusión del artículo de Adsuara: «Decían los romanos: "salus populi, suprema lex". La suprema ley no es -como se nos repite constantemente- la Constitución, sino la salud del pueblo. Y cuando la Constitución, en vez de conservar y promover la salud del pueblo, la destruye y deteriora, entonces "lo legal" -y no sólo "lo ético"- es actuar contra la Constitución. Tal parece ser, en este caso, el ejemplo de Bolivia». El más mediano estudiante de latín, como probablemente el propio Adsuara, sabe perfectamente que en una frase como esa salus no se traduce por «salud», sino por «salvación»; no es que me importe a mí por la sentencia, que, diga lo que diga, no por ser latinajo va: a tener más razón, sino porque la incorrección de Adsuara es una corrupción ad hoc completamente significativa. En efecto, procurar la salvación del pueblo es más bien dirigir las armas hacia la frontera contra un agresor extranjero que con armas amenace al país, mientras que procurar la salud del pueblo -si se dice del ejército y no de la sanidad civil- suena a volver quirúrgícamente las armas contra el pueblo mismo para extirpar de sus carneslos elementos infecciosos o cancerosos que amenazan desautentificarlo. Traducir «salvación» podría ha ber quedado, cuando menos, equívoco, y «salud» suena como mucho más preciso y apropiado si por función definitoria del Ejército deja, en efecto, de tomárse la defensa de las fronteras contra un enemigo exterior y se toma el paso al frente, en términos del director de El Alcázar, o la periódica reapertura del proceso de autentificación nacional, en términos de Ismael Medina, o, finalmente, la defensa de lo permanente, en los de Eduardo Adsuara. En este giro copernicano en la concepción de los ejércitos no se sabe cómo queda su función tradicional; nada dicen nuestro autores al respecto, pero imagino que, frente a tan subidos cometidos espirituales, algo tan meramente físico como la defensa de la población y el territorio, cosas al fin no permanentes, sino temporales y perecederas, no debe de parecerles más que una función trivial y secundaria.

De la necesidad de explicar y justificar de qué manera, volviendo las armas no ya hacia las fronteras, sino sobre la patria misma, se combate por la patria, o sea de la necesidad de racionalizar y moralizar el paso al frente -por usar la afortunada expresión de Antonio Izquierdo- como el acto patriótico por excelencia, sin parangón en ningún acto civil, surge una serie de desidentificaciones de la patria con cualquier cosa humana y divina, desidentificaciones que tienen por destilado, sublimado o exudado final la patria de papel. La patria, así pues, empieza a no coincidir nunca con nada; la patría es siempre otra cosa, y ninguno de sus componentes es lo que es. El pueblo parece que es lo primero que deja de ser el pueblo, de coincidir con la población presente, como cuerpo viviente de la patria. El verdadero pueblo parece ser, para Adsuara, una entidad panhistórica que no se identifica conninguna población viviente, sino que más bien tiende a contraponerse a cada una de ellas: «El "pueblo" no es el que ,,aquí" y "ahora" vota "sí" o vota "no" al destino de la patria. El pueblo boliviano ( ... ) es el resultado de miles y miles de generaciones que nos han antecedido y han ido creando (... ) un depósito común del que no podemos disponer arbitraria y caprichosamente, por una sola y única razón: porque no nos pertenece» (Adsuara, op. cit.). La población presente no es, pues, el cuerpo viviente de la patria, su encarnación actual, sino un mero soporte, acaso técnicamente indispensable, pero esencialmente irrele-

Haz que tu opinión importe, no te pierdas nada.
SIGUE LEYENDO

Pasa a página 10

viene de página 9

vante. Lo poco que cuenta la población como componente de la patria se extrema en Ismael Medina cuando niega (El Alcázar, 18-7 y 24-8-1980) el carácter de guerra civil a la de España de 1936. Dado que el concepto de guerra civil implica el reconocimiento como partes pertenecientes a la patria de ambas partes contendientes, necesitando Medina tal vez apartar de esa guerra la más pequeña duda o turbación de conciencia, recurre a tomar la presunta filiación de las ideas en liza por criterio exclusivo que decida su carácter civil o no civil. Con el más inhumano desprecio de la filiación de los combatientes, no tiene empacho en agarrarse únicamente a la presunta filiación extranjera de las ideas del bando republicano para negarle a esa guerra el carácter de civil: se ha combatido contra el extranjero, contra la antipatria; moral y honor pueden dormir tranquilos. Y, finalmente, si con el paso al frente se violenta la real o presunta voluntad de ese cuerpo viviente de la patria, la necesidad de convalidar esta extorsión como una actuación en nombre de la patria obliga a negarle a la voluntad popular cualquier posible identificación con la voluntad de la patria, a considerarla expuesta al arbitrio y al capricho y a descalificarla, en fin, contraponiendo, de el imponente, fantasmal y tremebundo embeleco de la voluntad nacional, que es ya, sin más, el libre y desatado capricho y arbitrio de los césares y los ejércitos, o sea, el godobananismo sin rebozo, porque a una patria desidentificada de toda población viviente y de cualquier voluntad pública corresponde un Ejército desvinculado, descomprometido y aun contrapuesto a ellas. Hurtándose, así pues, a toda identificación empírica, evadiéndose de todo vínculo carnal, escaqueándose de todo compromiso entre vivientes, la patria se sublima en entelequia histórico-retórica, fetiche heráldico, figurón de alegoría, jamás idéntico y aun más bien contrapuesto a cualquier cosa humana ni divina, volviéndose -tal como dice expresamente Adsuara- un valor en sí mismo absoluto y permanente, fantasma errante, prenda de delirio, cifra de demencia, germen, en fin, de furor y de vesania.

Sin embargo, por suerte o por desgracia, así como cualquier principiante de latín sabe perfectamente cuándo salus tiene que traducirse por «salud» y cuándo por «salvación», todavía hay públicos que siguen creyendo saber lo que es una invasión o, por lo menos, encontrando una apreciable diferencia entre la conspiración judeo-masónica infiltrando en un país ideas foráneas y disolventes y Jerjes atravesando el Helesponto con todo el hierro de Asia; por suerte o por desgracia, el sentimiento de la gloria -y aun el sentido del honor guerrero- sigue sabiendo demasiado bien cuáles son sus jornadas y distinguiendo entre el bombardeo del Palacio de la Moneda y Maratón o Salamina; por suerte o por desgracia, en fin, la inmortalidad reconoce todavía bastante bien el rostro de los héroes, y todos los saludadores o autentificadores, todos los pinochés, videlas o garciamezas dé este mundo no valen para ella lo que un cacho de suela de una sandalia vieja de Temístocles tirada en un muladar y embadurnada de estiércol.

Rafael Sánchez Ferlosio novelista, obtuvo el Premio Nadal 1957 con una de las novelas más importantes de los últimos años: El Jarama.

Archivado En